'La larga carretera de arena', de Pier Paolo Pasolini

La larga carretera de arena

Pier Paolo Pasolini

Traducción de David Paradela López
Gallo Nero
Madrid, 2018
150 páginas
 
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca

A finales de los años cincuenta, Pier Paolo Pasolini emprende un viaje alrededor de la costa italiana del que da fe en breves apuntes que luego publicaría bajo el título La larga carretera de arena. Es fácil imaginar, pues, que las paradas que más frecuenta son las playas por un doble motivo: allí es más sencillo encontrar alojamiento, un tema del que apenas habla, y lo natural resulta bañarse en esas zonas y no en acantilados. Pero lo que para otros es diversión o ejercicio, para Pasolini no pasa de ser un acto bautismal. Al finalizar el recorrido sigue estando blanco como un yogur, según sus palabras, y sus inmersiones son más rituales que un acto de vacaciones. El libro abunda en descripciones, porque Pasolini es, por encima de todo, un hombre atrapado dentro de sus cinco sentidos. Su sensibilidad le da a los textos un tono poético, junto a una inocencia que es propia de quien se considera uno más del pueblo. Puede que la ingenuidad que rezuma no se deba a la época en que traza el viaje, pues también denuncia la pérdida de lo auténtico en manos de las grandes corporaciones hoteleras, sino a su desconocimiento de tantas cosas, ese que precisa el artista, ese que impulsa la curiosidad.

El viaje ha de estar lleno de un encanto que invita a no dormir, a que la noche pase lo más deprisa posible, para poder seguir disfrutando de estar despierto al día siguiente. Esa es la intención confesa de Pasolini, que ya en El olor de la India había demostrado su talento para la literatura. Las invocaciones a seguir viviendo al día siguiente, con la misma intensidad con la que ha vivido el anterior, se repiten como algo necesario. Él sabe que todo es fugaz, desde los lugares a las sonrisas, de ahí que lo imprescindible sea el movimiento. Salta de una forma de felicidad instantánea a otra, siempre con el mar al fondo, siempre gracias a carreteras secundarias y a la posibilidad de encontrar gente que vive al margen de la actualidad o lo moderno. El libro es pura sensación: “Soy feliz. Hacía tiempo que no podía decir esto: ¿qué será lo que me transmite esta sensación tan íntima y precisa de alegría, de ligereza? Nada. O casi. Un silencio maravilloso me rodea: la habitación del hotel, en la que llevo cinco minutos, da a un gran monte, muy verde, con alguna que otra casa modesta y normal. Llueve. El murmullo de la lluvia se mezcla con unas voces distantes, densas incalculables. La terracita de delante brilla por la lluvia y sopla un aire fresco”. Así se expresa cuando lo hace con sencillez. Pero también es capaz de hablar de calles de un barroco que parece de carne, o de catedrales de una belleza inaudita y casi indigesta. Habla de encantos de origen desconocido en ciudades provisionales, incompletas, decrépitas, miserables. El misterio de la belleza que tanto le obsesionaba, ese que se escurre entre los dedos como la arena de la playa.

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