Italia en la Baja Edad Media, fragmentación y conflicto por el supra
Por: Tamara Iglesias
Yacimientos vetustos de un valor incalculable, artistas de gran prestigio, mecenas embelesados por las artes y las ciencias, indispensables tours de formación para los herederos de los conspicuos linajes… Italia siempre ha despuntado como raíz del progreso eurocéntrico, un ejemplo a seguir y un envidiado enclave, llegando a convertirse en escenario de la pugna entre el Papado y el Imperio en los siglos de plenitud medieval; pero a comienzos del siglo XIV esta contienda y su insólito virtuosismo cedieron el protagonismo ante el ascenso de las monarquías nacionales (especialmente Francia), convirtiéndose la península en el paradigma del conflicto interno e internacional hasta romper la imagen de unidad que había envanecido el núcleo de la espléndida civilización romana.
Pero sentemos las bases de esta historia, querido lector: a principios del bajo medievo Italia era un mosaico de entidades políticas independientes y fragmentadas con un idioma común pero sin un proyecto político unitario; nos encontramos por un lado los territorios del norte (muy poblados, desarrollados comercial y artesanalmente, dominados por la burguesía y políticamente diferenciados como pequeños estados) y por el otro las demarcaciones del sur donde se había establecido la dinastía francesa de los Anjou, que mantenía los lazos de la dependencia feudal y una fuerte economía agraria. Curioso y destacable es el caso del centro de la península, en concreto los Estados Pontificios que tras la marcha del papado a Avignon fueron invadidos por pequeños terratenientes provinciales y por las grandes familias romanas, llegando a ser escenario de disputas entre los Colonna y Orsini así como del déspota control de los Malatesta de Rímini o los Manfredi de Faenza.
Vista esta naturaleza heterogénea y en consonancia con la evolución del resto de Europa, la península italiana trató de superar su excesiva disgregación política a lo largo de los siglos XIV y XV con la implantación de las “señorías”, si bien la pervivencia de corrientes y modelos localistas no hizo posible la ansiada confederación y se saldó con la formación de los estados regionales en Milán, Venecia, Florencia, Nápoles y los Estados Pontificios. En estas ciudades-estado (llamadas “comuni”) las luchas entre bandos (güelfos contra gibelinos y bianchi contra neri) y la conflictividad creciente entre patriciado urbano y burguesía provocaron un cierto vacío de poder, que desembocó en la entrega del gobierno a un único regidor (semejante a la figura del vizconde o castellano), que a la postre mutaría en una figura jurisdiccional. El nacimiento de este “señorío” (equiparado grandilocuentemente con una tiranía revestida de legalidad) tuvo como precedente directo al podestá del siglo XIII, un magistrado particular de la Alta Edad Media que ejercía tareas políticas y administrativas en la urbe sin apenas oposición (y cuya validez restauró Mussolini en el siglo XX).
Este papel recayó en manos de capitanes mercenarios (como en Milán el caso de Francisco Sforza, erigido duque, quien fomentó la prosperidad económica a partir del sector artesanal, comercial y armamentístico) también llamados “condottieri” (término que viene de la palabra condotta y que designa el contrato entre las autoridades estatales y el jefe mercenario), o de importantes financieros (caso de Florencia con Gualterio de Brienne o el banquero Bardi, quien implantaría un gobierno oligárquico de mercaderes integrados en las artes mayores). Resulta interesante constatar que aunque en el siglo XIV estas señorías utilizaron ejércitos extranjeros para defender sus intereses, con el cambio de época serán los propios italianos los que se incorporen a la mesnada de manera profesional, en una condición muy parecida a la de los griegos en la época helenística (tema del que puedes saber más pinchando aquí).
Pero al margen de los grandes estados regionales sobrevivieron algunos territorios menores que según el curso de los acontecimientos llegaron a contar con un mayor o menor peso político en el concierto italiano; ejemplo de ello fue Verona, principado que alcanzó su máximo apogeo bajo Cangrande della Scala (1311-1329), para desplomarse más tarde por la presión mercantil de Milán, Florencia, Venecia y Ferrara.
Por supuesto la situación de los “comuni” difirió notablemente de uno a otro según factores tan variados como su situación geográfica, sus principales líneas de producción o sus porfías personales para con otras ciudades-estado (de nuevo el concepto del supra y la necesidad de imponerse sobre el semejante, que te explicaba en anteriores artículos, resulta un inequívoco desencadenante del conflicto). Con Venecia, por ejemplo, nos encontramos un prototipo de estabilidad política implementada en la oligarquía de un Gran Consejo integrado por 240 miembros y el Consejo de los Diez (un órgano de autoridad formado por una decena de integrantes electos por el Gran Consejo que debía prevenir cualquier signo de corrupción o derrocamiento haciendo uso de la manu militari). Su historia de rivalidad con Génova por el mediterráneo oriental provocó numerosos episodios de guerra naval que se saldaron con la victoria veneciana en la Guerra de Chioggia (1377-1381), si bien una vez descartada esta poderosa rival Venecia hubo de hacer frente en el siglo XV al avance turco, una labor que resultó del todo estéril y provocó la cesión de su dominio náutico al pueblo de los Balcanes.
Génova, por su parte, estableció un sistema similar al veneciano con un “Dux” que no sólo nunca llegó a prosperar si no que (como ya hemos verificado) facilitó con sus incongruentes maniobras la pérdida de la hegemonía marítima del estado frente al venetto; una merma que provocará el reenfoque de las tácticas genovesas contra Pisa por el control del mediterráneo occidental, erigiéndose como gran potencia comercial en el 1284. Indudablemente no serán únicamente las regiones costeras las que incurran en sangrientas conflagraciones pues la prosperidad capital de Milán, basada en el comercio y fabricación de armamento, le facilitó (junto a la política expansionista de los Visconti) una elevada riqueza y un constante conflicto con su vecina Florencia, que retornará a una fórmula de gobierno oligarca de la mano de grandes mercaderes como los Albizzi.
Otro gallo cantará a mediados del siglo XV cuando la cultura y las artes alcanzaban cotas impensables en la historia de la humanidad: Florencia se alzaría con el mecenazgo de los Médicis, Roma con el patrocinio de los papas (especialmente Sixto IV), Nápoles se situaría al amparo de Alfonso V y Milán sería presidido por los Sforza, que fomentaron el progreso en la agricultura y la industria de la seda afianzando las bases para el nuevo pensamiento renacentista. Esta insólita y pareja mentalidad erudita dio lugar a la firma de la paz de Lodi en 1454, con la que se inauguró un periodo de casi medio siglo de tranquilidad y equilibrio para las potencias italianas que, si bien no se encontraban unidas como un estado análogo, sí hacían amago de apoyarse o ignorarse entre ellas según fuera menester.
El apoyo del papa Alejandro VI a la revolución contra la ascensión monárquica de Fernando I (hijo bastardo de Alfonso V) y la invasión francesa de Nápoles en 1494 fueron los responsables de la quiebra de este lapso de armonía, cuyos pedazos terminaron de astillarse con la expedición de Carlos VIII a Italia (momento en que la península se transfiguró en tierra de conquista y escenario principal de la lidia entre Francia y España); el fin de la independencia italiana será efectivo en 1500, cuando Fernando el católico y Luis XII de Francia firmen un pacto de reparto del reino napolitano.
Italia no volverá a unificarse hasta 1870, tras haber pasado por las manos de dinastías foráneas como la de los Habsburgo o los Borbones que exprimirán la riqueza y esplendor del territorio cual vaca lechera; todo ello demarcado por un circuito váguido amoldado en la necesidad de coronarse con el deletéreo galardón del eterno “supra”.