Por Jaime Fa de Lucas.
Netflix vuelve a las andadas con Tau, un bodrio de ciencia ficción que directamente te puedes ahorrar. Un científico secuestra a una ladrona para implantarle un chip en el cuello. Ésta, tras escapar de forma inverosímil de la celda en la que estaba encerrada, descubre que el científico tiene instalado un sistema de inteligencia artificial que lo controla todo, desde drones limpiadores hasta un robot asesino, y no puede escapar.
Los problemas narrativos de Tau empiezan cuando se hace evidente que el chip que tiene la protagonista en el cuello apenas tiene relación con la IA. En teoría, el científico necesita que la chica haga unos tests para completar al 100% el proyecto, pero esto es una simple excusa para que tenga sentido la historia. D’Alessandro podría haber acudido al propio Netflix para informarse un poco sobre cómo funciona la inteligencia artificial, ya que cuenta con el recomendable documental AlphaGo (Greg Kohs, 2017), que trata este tema con bastante precisión.
La atrocidad no acaba aquí. El científico dice que es el sistema de IA más avanzado del mundo, pero éste puede descontrolarse y establecer vínculos con lo que a priori son enemigos, además de no saber cosas básicas y comportase como si fuera un niño pequeño con pataletas del tipo: “soy una persona, no soy una máquina” –y cuando hace algo mal, papi le castiga borrando parte de su código–. Lo peor de todo es que la tecnología funciona como mero decorado, pues no se profundiza en absoluto. Parece que lo único que se busca es antropomorfizar a la IA para que el espectador empatice con ella como lo hace la protagonista. Obviamente, las ambiciones de la película son escasas tanto a nivel narrativo como intelectual.
El final de Tau es especialmente patético. Tras una situación de chiste en la que la protagonista tiene que activar un sensor con la mano amputada del científico, pero ésta no está caliente y tiene que frotarla con su propia mano para darle calorcito –como si de una mañana de invierno sin guantes se tratara–, la chica consigue activar la autodestrucción de la casa –algo indispensable para todo científico, algo que con un simple gesto borre el trabajo de años– y apagar el robot asesino que justo en ese momento la estaba atacando. Se derrumba la casa, pero sobrevive un dron roto. Y en ese dron roto, adivinen… sigue la IA presente, como si la película no supiera la diferencia entre hardware y software. Visto lo visto, en julio me voy a llevar el ratón del ordenador de vacaciones a ver si cojo wifi en algún bar.