Un reto sin fecha de caducidad: Fomentar la lectura

GASPAR JOVER.

No todo lo que está escrito y publicado merece la misma consideración por parte del público. Es natural que incluso los más destacados poetas y novelistas no consigan, a lo largo de su trayectoria profesional, más de 20, 30 ó 40 poemas realmente excelentes, o más de una o dos novelas excepcionales. E incluso dentro de esos 20 ó 30 poemas mayores, siempre aparecen algunos versos mejores que destacan por encima de los otros. De muchos textos podemos decir que son buenos o muy buenos pero que no nos han llegado a impresionar porque rozar la perfección es difícil incluso para los más dotados artistas. Y hay algunos buenos poetas y buenos escritores que se quedan en la media o que discurren toda su vida por la mediocridad. La irregularidad es una constante en todas las facetas de la vida humana; podemos coincidir en que, dentro de cualquier actividad, siempre se da lo regular, lo bueno y lo mejor, lo que me lleva a pensar que puede resultar tal vez conveniente, para  fomentar la lectura, no recomendar la lectura en general, no aconsejar lo de lea usted mucho, que es lo que se suele decir siempre, sino encaminar al lector poco ducho en la materia hacia esas páginas más llamativas, hacia esos fragmentos que, por su sublime calidad literaria, pueden acortar el proceso de enamoramiento. El camino más rápido puede ser el mejor en este caso, con el propósito siempre presente de enamorar a los lectores por la vía más rápida y más consistente. Es cierto que todo, libro por malo que sea, siempre contiene alguna enseñanza útil, algún párrafo llamativo; pero, para el lector joven o para el que empieza a interesarse por la lectura, un libro malo puede producir, en su conjunto, un efecto contraproducente, puede resultar en extremo perjudicial y puede arruinar incluso una incipiente ilusión.

Voy a poner tres ejemplos de fragmentos llamativos, excepcionales, de esos que, por el contrario, pueden consolidar la ilusión en los nuevos lectores. Ya sé que se me puede objetar que mi opinión no tiene por qué coincidir con la mayoría de los lectores, pero tengo que añadir, en defensa de mi propuesta, que cada uno de los tres fragmentos seleccionados pertenece a autores y a obras sobradamente reconocidos por la critica, por los entendidos y por el público como textos cimeros de la creación literaria. No pretendo apoyar a mis autores preferidos; no es mi intención descubrir autores que a mi parecer no tienen todavía suficiente reconocimiento, sino solamente enmarcar algunos de esos ejemplos que pueden servir para fomentar el amor a la literatura, tres grandes aciertos de artistas que ya disfrutan de un amplio aplauso tanto del público como de la crítica.

Cada ejemplo pertenece a un autor muy distinto tanto por su origen social y geográfico −dos son de España, uno es de América− como por su personalidad como escritores. El primero fragmento es: “Sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas”, del escritor argentino Leopoldo Marechal ; el segundo, “¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer”, pertenece a Juan Ramón Jiménez; y el tercer fragmento; “Nada se desmaya sobre el camino como una rueda”, es una greguería de don Ramón Gómez de la Serna.

“Sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas” constituye un ejemplo de exquisitez literaria que aparece en la novela Adán Buenosayres escrita por el argentino Leopoldo Marechal, un autor no muy conocido todavía por el público pero sí muy admirado por la crítica. Adán Buenosayres es una novela de muchísimo prestigio porque gran parte de la crítica la considera como predecesora de las mejores obras del “boom” de la novela hispanoamericana, de Rayuela, de Cien años de soledad.

“Sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas” aparece casi al principio de la obra y es una especie de piropo que el protagonista de Adán Buenosayres, Adán, lanza a la joven camarera de la pensión donde vive, la que todas los días le entra el desayuno a primera hora y lo despierta. El fragmento presenta la llamativa peculiaridad de comparar los ojos de la muchacha camarera no con la mañana en términos generales, de una forma digamos idealista, sino con dos mañanas en particular. Comparar los ojos o la mirada de la mujer con la mañana de un bonito día ya sería una artificio literario lindo, un atractivo símil para destacar la belleza y la pureza de la joven, pero el poeta va más allá en este caso porque nos da a entender, sin decirlo directamente, que esos ojos de muchacha superan a la mañana de un día luminoso porque tienen la facultad de aparecer juntos, a la vez, mientras que las mañanas normales se suceden en el tiempo y, en consecuencia, solo pueden materializarse de una en una. De tal manera que, por muy hermoso que amanezca, cada día solo puede contener una mañana, mientras que la muchacha es capaz de introducir en el cuarto de Adán la potencia lumínica y estética de dos mañanas a la vez.

“¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer” pertenece a Platero y yo, el libro de Juan Ramón Jiménez. Este segundo fragmento se encuentra también dentro de un libro de sobra conocido y que está escrito por un autor galardonado nada más y nada menos que con el Premio Nobel. La gracia literaria consiste a veces en decir las cosas muy simplemente pero de un modo distinto al que se acostumbra y que pueda sorprender al lector. En este fragmento de Juan Ramón, no hay artificio literario, no hay comparación o símil, como en el caso precedente; no hay metáforas, paradojas, ironías: no aparece siquiera un simple epíteto como elemento ornamental. Y como no destacan en él los lujos formales sino más bien todo lo contrario, es tal vez más difícil caer en la cuenta de la importancia que tiene.

Lo normal es que las aves que están posadas en los árboles levanten el vuelo cuando nos acercamos, que huyan de la presencia humana, pero, en este caso, no sucede así, sino que, por el contrario, los pájaros no se espantan y se quedan en su rama como si nada cuando el protagonista se sienta debajo a descansar. Podemos deducir también, aunque el texto no lo diga con meridiana claridad, que van a distraer al protagonista en el preciso momento en que éste se sienta en la sombra para ponerse a leer tranquilamente. Todo eso es lo que parece dar a entender el autor con tan pocas palabras, y lo más raro del caso es que Juan Ramón Jiménez podía haberlo dicho de una manera mucho más clara y contundente, que sería también más habitual: podía haber escrito que los pájaros continuaron piando y cantando a pesar de su presencia, que formaron toda una algarabía por encima de su cabeza, un tumulto tal, que no pudo concentrarse en la lectura. Al autor parece que le molesta o le va a molestar el estruendo, pero no se atreve a decirlo con todas las palabras, no se atreve a criticar el canto de los pájaros, un elemento del paisaje que, en cualquier otra situación, le hubiera parecido admirable. También puede ser que el canto no le moleste y que, al contrario, potencie la “paz” y el “bienestar” que disfruta en medio del campo porque, como la expresión no es desde luego tajante, las interpretaciones pueden variar. En cualquier caso, lo que más destaca es que todo eso lo dice o lo da a entender de la forma más poética y a la vez más simple.

El texto puede prestarse a una o a otra interpretación, es ambiguo hasta cierto punto, pero lo más importante es que el autor obra el milagro de la creación artística por defecto, es decir, por eliminación: rebaja la extensión de su discurso al máximo y encuentra en ese “lleno de pájaros que no se van” un camino poco o nada transitado para constatar el valor inusual de los pájaros. Si nos fijamos bien, es una forma de decir bastante llana, casi coloquial, pero que, precisamente por su concisión formal y por la compresión del significado, está dotada de una poderosa carga expresiva.

“Nada se desmaya sobre el camino como una rueda” presenta la particularidad con respecto a los dos casos anteriores, de que es un texto completo. Ramón Gómez de la Serna fue el inventor de la greguería, un género literario que se caracteriza sobre todo por la brevedad, hasta tal punto que cada greguería es un texto independiente que consta de dos o de tres renglones como mucho. Hay greguerías que podemos calificar como simplemente humorísticas (“El teléfono es el despertador de los despiertos”), otras, además de humorísticas, presentan tema social (“El verdugo es igual al antropófago: los dos matan para comer”, y también están las que se salen de cualquier clasificación porque desbordan el ámbito de uso que puede alcanzar una etiqueta. A esta última categoría sin rótulo pertenece la greguería de “Nada se desmaya sobre el camino como una rueda”.

El hecho de que no se la pueda clasificar, etiquetar da un primer indicio sobre la complejidad que presenta este texto a pesar de su mínima extensión. Uno la lee y se queda pensando. Y se queda pensando porque esta greguería nos atrapa con un poder que en principio podemos

calificar como irracional, como magnético: algo así como un deslumbramiento que nos deja sin capacidad de respuesta. Uno se pone a pensar y descubre algunas pistas, descubre que el autor ha utilizado el artificio literario de la personificación (el imaginario desmayo de una rueda), más el artificio de la hipérbole por lo del “nada”, que es una gran exageración porque excluye también a las personas y a los animales como competidores de la rueda, excluye a los únicos seres que, en buena lógica, son los que disponen de la facultad de desmayarse. Este texto sí contiene artificios literarios, incluye la riqueza formal, pero no es solo la forma lo que destaca ni tampoco es lo que más destaca. Seguimos adelante con la posible interpretación de la greguería y nos tenemos que preguntar por qué la rueda se desmaya mejor que cualquier otra cosa, que los animales y que las personas incluidos. Parece absurda la afirmación, pero la rotundidad con la que el autor se expresa nos hace pensar si no habrá una causa racional escondida. Pensamos que tiene que haber una explicación y, sobre esta base, nos ponemos a elaborar hipótesis que aclaren la aparente irracionalidad del texto.

La explicación que a mí me parece más poética y llamativa es la hipótesis de que la rueda se desmaya mejor o, dicho de otra manera, el desmayo de la rueda impresiona más, porque se trata de un elemento que acostumbramos a ver en movimiento, que está especializado, podemos decir, como ningún otro objeto animado o inanimado, para la función del movimiento en el sentido de rotación y de tránsito. Y por eso, cuando separada del resto del vehículo por un accidente, pierde su posición vertical característica y se desmorona, “se desmaya”, nos impresiona especialmente.

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