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Simon o la manzana envenenada

 
Por Álvaro Guillén.
Estos días he podido leer en varios medios, con motivo del estreno de Con amor, Simon, a muchos críticos extasiados ante la película y su mensaje. Para quien no lo sepa, en este filme seguimos a Simon en su día a día en lo que sería una comedia romántica adolescente al uso si no fuese porque su protagonista resulta ser homosexual. El meollo del asunto, lo que ha gustado tanto, es que por fin haya en los cines una película perfectamente comercial, con aspiraciones de llegar a un público de masas y que apueste abiertamente por un protagonista homosexual cuya identidad no se cimente sobre el conflicto consigo mismo o con los demás. Esta circunstancia ha sido entendida por algunos como una emancipación definitiva de los personajes LGTB, que por fin pueden, de la mano de las grandes productoras de cine, protagonizar blockbusters sin complejos. Por decirlo de otra manera: se celebra que la normalidad haya decidido integrar en su seno al homosexual.
Yo no puedo compartir ese optimismo, que en mi opinión peca de inocente. Aun comprendiendo lo mucho que una película como esta puede ayudar a quienes lo están pasando mal debido a su identidad sexual, aun entendiendo el avance que supone que una película como esta se haya podido rodar y proyectar, no puedo evitar darle vueltas a la premisa en torno a la cual se mueve el argumento (a saber, que el homosexual es en realidad una persona perfectamente normal, un hijo de vecino como otro cualquiera) y encontrar en ella algo insidioso agazapado entre las buenas intenciones que se le pueden suponer. Con amor, Simon, es una manzana envenenada para el colectivo LGTBI. Esa gran virtud que se le señala, es decir, el esfuerzo ímprobo que hace por presentar a un personaje homosexual como alguien que puede adaptarse perfectamente a las expectativas de la sociedad, no me parece una verdadera victoria, sino más bien una claudicación.
Si algo ha caracterizado tradicionalmente al movimiento LGTBI ha sido su capacidad para arrojar luz sobre las trampas que se le tienden al individuo camufladas bajo la idea de lo “normal”. La normalidad consiste en ser sin desviarse ni un milímetro de lo que la sociedad espera de uno. En el caso de homosexuales, bisexuales, transexuales y demás sexualidades alternativas, la lucha ha consistido siempre en escapar de los corsés de la normatividad heteropatriarcal, de la heterosexualidad obligatoria o, al menos, de su apariencia. La gran labor del activismo LGTBI ha sido y es precisamente la deconstrucción de la heteronorma y de los mecanismos que ésta despliega dentro del individuo para sujetarlo. En ese sentido el anormal es un ser privilegiado, clarividente: le es dado ver la sociedad y sus normas desde fuera, y eso le permite percatarse de los límites de la identidad y ver en movimiento las dinámicas homogeneizadoras que tienden a limar la diferencia y a favorecer las identidades producidas en cadena. Asumir la normalidad seguramente haga la vida más fácil (¿quién lo duda?), pero al mismo tiempo anula la valiosa experiencia de la otredad, tan necesaria para el cambio y la evolución de las sociedades.
El método del sistema para evitar ser desestabilizado por identidades ajenas a él parece claro y es de todo menos novedoso: anular su capacidad disruptiva absorbiéndolas y asimilándolas para así conseguir desactivarlas. Se trata de hacer una pequeña concesión, que se resumiría en la idea de que si se es normal en todo también se será normal en eso otro, para evitar una crítica más profunda y potencialmente desestabilizadora. Ofrecer una victoria pírrica que no se sienta como tal. Conseguir que se abandone la lucha por la defensa de las alternativas a la norma a cambio de disolverse con satisfacción en esta.
En este sentido la película enfatiza mucho el estilo de vida del heterosexual estadounidense blanco y de clase media, y aprovecha para acotar el problema de la identidad sexual enredándolo en las redes del amor romántico y reduciendo la lucha por el derecho a existir a una lucha por el derecho a amar. ¿Qué duda cabe que todo el mundo quiere amar a quien le venga en gana? Pero no se trata solo de eso. No se trata solo de amor, es también una cuestión de deseos y formas de vivir alternativas a las que el ya tan manoseado love is love no da respuesta. Con amor, Simon nos tiende también esa trampa. Perfectamente engarzado al discurso de la normalidad obligatoria nos encontramos el discurso amoroso, que se nos presenta con la aplastante consigna “todo el mundo merece una gran historia de amor”. El problema de las historias de amor que Hollywood nos ofrece es que suelen responder todas a los mismos patrones cerrados y restrictivos, limitados generalmente a ideas convencionales de las relaciones interpersonales. La historia de Simon se mueve por los vericuetos tradicionales de la comedia romántica, en la que cada giro de guion ha sido ensayado una y mil veces en mil y una películas. En este sentido Con amor, Simon es un exponente fresco pero poco original de su género. ¿Qué más hace falta decir?
El problema de Con amor, Simon reside por tanto en una serie de implicaciones políticas derivadas de ese abrazo que su protagonista se da con los modelos heteronormativos. Pero no hay que abrazar a la normalidad, sino a la diferencia; no hay que permitir que se desdibuje y se invisibilice a otras personas que no pueden o no quieren ese estilo de vida. La sociedad pasa por la armonía entre los diferentes: in varietate concordia, y el mundo está lleno de gente anormal y diferente que le aporta riqueza frente a la pobreza que le causa una homogeneidad que pretende arrogarse el arbitrio sobre la experiencia humana. Hay que cuestionar siempre las relaciones de poder, los límites del género y sus ataduras, y no alegrarse por lo que en realidad debería ser desmoralizador: que se ofrezca como premio de consolación el ser aceptados siempre y cuando llevemos la misma vida que el vecino de enfrente. No debemos aceptar que para ser gays, lesbianas, bisexuales o transexuales haya que llevar una vida prototípica.
Viendo esta película se entiende por qué está gustando tanto. No es solo que su mensaje sea amable, es que además el envoltorio es irresistible. Es un producto de entretenimiento perfecto, simpático y muy divertido; es muy agradable verla y eso la hace peligrosamente seductora; pero hay que ir más allá, ver bajo la superficie, entender las implicaciones de su mensaje y, sobre todo, entender que aunque el sueño de la normalidad sea atractivo, en el mundo real no está al alcance de todos; de hecho, cabe dudar de que sea realmente deseable. No sé los demás, pero yo no quiero ser normal. Yo quiero ser yo.

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