De Islandia hacia la miseria del imperio, cantando un aria de Verdi
Horacio Otheguy Riveira.
El recorrido de un chico de 15 años aparentemente muy ingenuo, decidido a encontrarse con “la sonrisa del amor” de su madre por mucho que le cueste, es el eje por el que trasunta un espectáculo de rara atmósfera dentro de una ambientación en la que confluyen diversos géneros teatrales, a cargo de un gran director con un elenco de intérpretes de sobresaliente talento para apresar las breves secuencias que a cada uno le están destinadas.
Una travesía inquietante que alcanza un desasosiego que el espectador ha de observar con interés de investigador, entre variedad de personajes dentro de una estructura que aúna teatro y literatura con mucho de dinámica cinematográfica. Con claro homenaje a una gran novela publicada cuatro años antes del Crash del 29, Manhattan Transfer, de John Dos Passos, la representación circula tras los movimientos encantadores de un muchacho menos frágil de lo que parece, firme en su propósito, al margen siempre de los timadores, ladrones o repentinamente pobres ya sin energía suficiente para ser generosos.
Ha de encontrar el espectador un proceso posible para encajar la voluntad de Lluïsa Cunillé la gran autora de numerosos títulos catalanes, unos pocos aplaudidos en castellano (en el Centro Dramático Nacional, Barcelona, mapa de sombras; Après moi, le déluge…). La excusa del viaje es la gran crisis financiera que aún padecemos; al paso sereno del joven decidido a salvarse con el reencuentro de la madre, se ofrece una exhibición de agónicas soledades en un paisaje de miseria económica y moral, mientras el chaval persiste entonando, desafinando más bien, una secuencia de La Traviata, la primera ópera de Verdi que transcurre en la misma época en que la concibió, 1853: el primer melodrama romántico en que una prostituta es duramente castigada por el prejuicio burgués del padre de su nueva y sólida pareja. Al final se le restituye su condición humana con el amor que se le negó, pero ya es demasiado tarde y Violetta Valery muere ante el impotente pedido de perdón de padre e hijo.
El muchacho protagonista de Islandia (excelente interpretación de Abel Fernández, cuya transparencia aloja una infinita ternura ante cualquiera que se le cruce en el camino, con tal de acercarse cada vez más a su madre) canturrea un poco latiendo en su interior el deseo de seguir estudiando música y llegar a ser un gran cantante de ópera. Deambula por la suciedad, la crispación y la desolación de barrios de Nueva York. Si la entrañable tristeza verdiana es un símbolo, como lo es la voz impresionante de Plácido Domingo al comienzo, de símbolos está llena la representación, sutiles o directos. La ciudad que es capital del mundo, sobre todo funciona aquí como centro neurálgico de la miseria acaecida tras la última gran crisis financiera que salpicó y salpica al mundo entero.
De’ miei bollenti spiriti
Il giovanile ardore
Ella temprò col placido
Sorriso dell’amor
Con juvenil ardor va en busca de la sonrisa del amor…
Así canta el chico que carece de miedo tras perderse en las altas montañas de su país tiempo atrás, y sin miedo deja que le engañen, que le traten de idiota, y también que algún alma caritativa se apiade moderadamente de su soledad. Siempre se patea las calles y vive situaciones de todo tipo rumbo a un encuentro definitivo con su madre que cuando llega no está en absoluto a la altura de sus expectativas.
Magnífica Lucía Quintana, aportando contenida tensión dramática en este breve personaje que resulta clave para redondear una obra en la que desde el comienzo siempre se habla de ella, cuyo epílogo está al comienzo, en la primera formidable escena donde Paula Blanco y Joan Anguera conforman una pareja surrealista anclada a un realismo que parece forjado por un escultor: una bella muchacha se cuela en la habitación de un hombre en vísperas de un viaje, y debajo de la cama surge como por arte de magia el mismo hombre adolescente, quien a partir de entonces será el chico que interpretará su periplo neoyorquino… De este modo toda la función se convierte en un largo recuerdo cuyo círculo sólo puede cerrarlo cada espectador, parte activa de un ejercicio teatral más reflexivo que sentimental, pero en el que los sentimientos también simbolizan una impotencia social y económica de ilimitadas dimensiones.
La escenografía de Max Glaenzel resulta perfecta aliada del estilo del director Xavier Albertí (Crazy Love; El profesor Bernhardi; Sótano; Yo, Dalí; Tierra de nadie) forjado en una ponderable lentitud, un “tempo” acorde con la sencillez de un texto de gran dinámica escénica, alejado de explicaciones externas, cuyos diálogos y breves monólogos ejercen una influencia notable en el gran espacio ideado: especie de parking parcialmente enrejado dentro del cual se suceden varias situaciones, tales como una estación de tren, una venta ambulante de objetos a la desesperada, una iglesia, una calle con carrito de hamburguesas y hotdogs…
Además de los intérpretes citados, un selecto grupo se ocupa de personajes importantes por muy fugaces que sean sus apariciones, si bien algunos resultan más notables que otros, como el misterioso médico (Oriol Genís) y la viuda con tenderete en la acera, que pone en venta lo último que le queda (Lurdes Barba), como, por ejemplo, un ejemplar de la célebre Manhattan Transfer de Dos Passos —objeto valiosísimo como ejemplo de denuncia social en la literatura y deuda de la propia autora de esta obra teatral que tiene mucho en común con aquellas páginas—. Existencias rotas que brotan del testimonio de la clásica novela como alegato social en 1925, y del intento de la autora catalana de apresar la profunda soledad de seres a la deriva capaces de poner todo su ensueño o toda su ruindad en el afán de seguir en pie, cueste lo que cueste, aunque no todos logren superar el abismo.
En este viaje islandés, la autora plantea un retrato colectivo que disecciona las raíces profundas de los estragos que han sacudido nuestro mundo durante los dos últimos años, sin renunciar a escuchar – con una humanidad impresionante- las razones individuales, diferentes, contradictorias, de cada personaje con quien nos podemos cruzar durante este periplo al centro de la crisis de una sociedad segregada por las dinámicas económicas.
Unas dinámicas económicas en las que todo gira en torno a la confianza en el “valor” inolvidable de unos símbolos abstractos,- el dinero- capaces de crear un imaginario global con toda clase de jerarquías a pequeña y gran escala, que a menudo son terriblemente violentos y al mismo tiempo fuertemente amargos.
Con su sabiduría, Lluïsa nos propone que, antes de emprender este viaje tan profundo, volvamos a tener quince años. Nos sitúa en la que fue la primera gran frontera de nuestra vida, un momento vital fundamental para cada uno de nosotros en el que decidimos muchas cosas sin saberlo, y en el cual seguramente comenzamos a renunciar –por activa o por pasiva– a ser esa persona que queríamos ser.
Con su sabiduría Lluïsa nos ofrece una segunda oportunidad para escuchar –con la mayor humanidad– los estragos de la crisis y emprende un viaje a las raíces donde están en juego los fundamentos de nuestra identidad. (Xavier Albertí)
Texto: Lluïsa Cunillé
Dirección: Xavier Albertí
Viajero Joan Anguera
Anciana Lurdes Barba
Joven Paula Blanco
Delamarche Juan Codina
Médico Oriol Genís
Madre Lucía Quintana
Hombre Jordi Oriol
Cliente Albert Pérez
Robinson Albert Prat
Chico Abel Rodríguez
Escenografía Max Glaenzel
Iluminación Ignasi Camprodon
Vestuario María Araujo y Marian García
Sonido Lucas Ariel Vallejos
Caracterización Àngels Palomar
Vídeos Maria Andreu, Júlia Genís y Max Glaenzel
Ayudante de escenografía Josep Iglesias
Ayudante de dirección Albert Arribas
Diseño cartel Javier Jaén
Fotos David Ruano, May Zircus
Producción Teatre Nacional de Catalunya
Teatro María Guerrero. Del 12 de junio al 1 de julio 2018.