Donde habitan las almas de los muertos, de Daniel Frini
Esta semana Los relatos de Culturamas os trae una descarnada y violenta historia enmarcada en el desolador paisaje en el que tuvieron lugar las reducciones de indígenas. Un relato de perdidas y de derechos que estamos seguros que, a través de una prosa afilada, arrastrará al lector hasta el final.
Seguimos deseando publicar vuestros textos. Más información, aquí.
Donde habitan las almas de los muertos
Daniel Frini
¿Lograremos exterminar los indios?
Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar.
Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande.
Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño,
que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado.
Domingo Faustino Sarmiento, Presidente de la República Argentina entre 1868 y 1874
Temprano en la mañana, Teneri jugaba en la tierra guadalosa y santa del Aguará. Detrás de él, bajo un toldo ―un techo de pieles, carandilla y cardón, que cerraba el espacio entre dos talas― su madre colgaba las pertenencias usadas durante la noche, mientras amamantaba al último de sus hijos. Al oriente, el cielo era triste y una neblina desdibujaba al inmenso Impenetrable.
Los toldos dispersos trazaban un gran círculo alrededor de un claro muy amplio; bajo urundays, algarrobos y quebrachos; entre chañares y ucles. Sobre una loma baja, en el centro del descampado, un rancho hacía de templo en el que habitaban Kasogonagá, el dueño de las tormentas; el Jesús que había llegado con los franciscanos y Pedro, karashe de los kom de la Reducción.
Al pie de la loma, un espacio abierto servía de pista en la que los mayores habían pasado la noche bailándole al trueno para que trajera a los dioses de nuevo a la Tierra y les devolviera la vida a los indios mal muertos por los blancos. Eran más de mil y los había, también, de otros parajes, algunos mocovíes e, incluso, criollos correntinos y santiagueños. Estaban allí para rogar que Tata Dios llevase a buen término la huelga de los dueños de la Tierra.
La l`toxoyeq hablaba en komleq; no en la castilla. Su voz apenas se oía. No tenía edad y parecía sin carne entre su piel y los huesos. Estaba sentada en un viejo sillón forrado con cueros, bajo las ramas de un quebracho, y rodeada por el grupo de antropólogos. La tarde caía. Hacía frío y una gran fogata desdibujaba las sombras del día y pintaba carmines en las caras de todos. La vieja agitaba su mano afirmando sus dichos. Las cámaras grababan, mientras el lenguaraz traducía:
«…todo el Gualamba era nuestro. El monte era nuestra casa y nos daba la miel de las meliponas; la carne de pecaríes y guazunchos, los cueros de la iguana, la madera de los árboles, y las medicinas para nuestros males. Cuando vino el hombre blanco nos hizo la guerra. Mucho peleamos, pero los naroqshe ocuparon las tierras y mucho nos mataron.»
Con el alba, hombres y mujeres volvieron a sus toldos después de una noche de rezos y bailes. Las voces se apagaron de a poco. A Teneri le pareció escuchar el ruido de un motor. No le dio importancia y siguió jugando. Sin embargo, el motor volvió a sonar más cercano. Las visitas de vehículos no eran raras, pero siempre eran un acontecimiento; y el monte las avisaba algunas leguas antes.
El sonido era distinto. Parecía venir del norte, desaparecía, y luego sonaba del lado del sol. Teneri se incorporó y levantó su cabeza, tratando de adivinar el rumbo. Algunos adultos hicieron lo mismo.
―¡Allá! ―gritó alguien ―¡Avión viene!
«Los kom nunca tuvimos policía ni jueces. Los blancos trajeron jueces, policías, soldados y abogados. Nos fueron a buscar al monte y dijeron que ahora eran de ellos las tierras que siempre habían sido nuestras, y que teníamos que irnos a las Reducciones. Nos llevaron a pie durante muchos días, arriados como vacas. Si uno se cansaba, un soldado sacaba el sable y le cortaba los garrones. Y ahí quedaba uno nomás, vivo y desgarronado en medio del monte. Las osamentas deben de estar ahí, todavía»
El biplano llegó desde el sur. Pasó rápido y bajo, realizó un giro muy amplio y enfiló otra vez hacia el campamento haciendo un saludo con sus alas. Niños y adultos respondieron agitando sus manos.
El avión volvió por tercera vez. Desde tierra vieron que el segundo tripulante traía, ahora, algo en sus manos; y lo arrojó al pasar sobre los toldos. Las bombas incendiarias estallaron en el monte y el fuego comenzó a devorarlo todo. Desde las carpas, niños, mujeres, hombres y ancianos, algunos en llamas, corrieron al descampado uniéndose al espanto de los otros. Entonces, comenzó la metralla.
«Nos trajeron a vivir acá. Hicieron leyes que nos obligaban a quedarnos encerrados en la Reducción, como en un corral. Nomás nos venían a buscar para ir al algodón, a hachar el quebracho o a cuidar vacas de los gringos. Después nos traían de vuelta. En el mientras tanto, nuestros hijos se quedaban acá, separados de nosotros. De no ser para eso, de la Reducción no nos dejaban salir. Si alguno se salía, lo consideraban fugado y le aplicaban la ley de vagancia. Lo mismo al que agarraban mariscando en el monte. Cada tanto se veía un kom ahorcado de los quebrachos, con las orejas cortadas, porque lo acusaban, como ser, de robar una vaca. Me recuerdo que el comisario de Quitilipi ordenó que le cortaran un pie a un indio que cruzó un campo recién sembrado».
En la hora siguiente, policías y estancieros que habían rodeado el campamento durante la madrugada, dispararon sus Mausers y Winches. El avión siguió sobrevolando, mientras el acompañante tiraba sobre los que huían hacia el monte.
Cuando se acabaron las municiones, el comisario ordenó a degüello; sin perdonar, por las dudas, ni a muertos ni a heridos. Algunos indios trataron de oponerse con sus machetes; pero era un gesto inútil contra una tropa embotada de caña paraguaya, la promesa de una paga suculenta por cada par de orejas, y un asado para toda la milicada, al terminar la jornada.
―¡Entréguense y les perdonamos la vida! ―gritaba el comisario.
Los pocos sobrevivientes, aterrorizados, se rindieron. Los sentaron y los ataron con alambres de púas. A Pedro y a algunos líderes de otras comunidades, aún vivos y delante de los demás, los caparon a machetazos y los empalaron.
«Nos decían vagos, ladrones, borrachos y sucios. En el juzgado de paz había un cepo que siempre tenía manchas de sangre, gastado, liso y brilloso de tanto indio castigado. El Juez decía que servía para ablandar y para advertir al indio de que debía dejar su independencia y su dignidad en la puerta, porque en el juzgado tenía que obedecer y callar. Una vez el comisario vino a la Reducción. Buscaba a un indio que había carneado un animal de un estanciero. Lo ataron a un algarrobo y lo castigaron cincuenta veces con un teyuruguay de cuero crudo. Después, el comisario dijo «¡Estírenlo bien con los maniadores! ¡Ni aunque grite no le aflojen, vamos a ver al malo!». Más tarde se lo llevaron y lo tuvieron como dos meses en un calabozo de vara y media de largo por una de ancho, sin darle ni cobija para descansar del castigo. Yo nunca pensé atar a un árbol a una persona blanca, por muy malo que el haya sido con nosotros.»
Después, las tropas degollaron a los prisioneros. Con furia, desencajados. Festejaban cuando las embarazadas, los niños que ni siquiera caminaban y los ancianos centenarios trataban de tomar aire, con las gargantas abiertas. A todos les cortaron las orejas; testículos y penes a los hombres, y los pechos a las mujeres. El comisario se llevó estos trofeos para exhibirlos en Quitilipi, en muestra de su guapeza.
A treinta huelguistas los obligaron a tirar los cuerpos, algunos con vida, en el pozo de agua de la Reducción. Cuando se llenó, les hicieron cavar tres fosas grandes y tirar más cuerpos. Al final, ni siquiera esto fue suficiente. Entonces, los obligaron a amontonar cadáveres en varias piras y rociarlos con kerosén. Luego de degollar a éstos treinta y tirarlos en las piras, los policías las encendieron. Los ancianos dicen que los fuegos se vieron durante varios días.
«Nos dejaban cultivar alguito de algodón. Muy poco nos pagaban por eso y por el trabajo en el obraje. Y no nos daban plata, sólo mercadería para la olla donde todos comían. Vivíamos muchos en poco lugar. La vinchuca ya daba vueltas por nuestros toldos. Cuando llovía, ni comida nos traían. Éramos esclavos de la lluvia y a veces de sed moríamos. Una vez, el gobernador Centeno mandó a decir que nos iban a pagar menos todavía. Pedro y los ancianos se le quejaron, pero él nunca hizo nada. Nuestros hombres querían dejar la Reducción y volver al monte, o irse a otras provincias donde pagaban más, pero prohibieron que salgamos de ahí, como no fuera para ir a los obrajes de los criollos».
Algunos se internaron en el monte, desesperados. Corrían, se caían y se arrastraban entre cadáveres y estampidos de las armas. Estuvieron huyendo durante días, sin comer y sin agua. Tres meses estuvieron cazándolos. A los que encontraban, los trataban igual que a los de la Reducción; pero a las jóvenes, ahora con más tiempo, las violaban todos los integrantes de las partidas de caza, las degollaban luego y las dejaban para alimento de los carroñeros.
A unos cuarenta niños pequeños, vivos de milagro, los entregaron a los colonos, como mitaí, para trabajar en sus campos a cambio de comida y alguna ropa. Sólo unos diez de los mil, lograron cruzar el cerco y perderse entre los habitantes de otras Reducciones, obligándose a olvidar para sobrevivir en tierras que ya no les eran propias.
«Entonces, empezó la huelga del veinticuatro. Estuvimos muchos días sin ir a trabajar. Los gringos se quejaron al gobernador, y nos acusaban de que les quemábamos los sembrados, robábamos hacienda y carneábamos los animales. Mucho nos amenazaron, pero Pedro decía que la Serpiente Arcoíris nos protegería de las armas de los naroshque, si bailábamos con él. Toda la noche bailamos, pero al otro día el gobernador Centeno nos mandó la muerte.»
En medio de la matanza, Teneri apeló al silencio. Una bala de Mauser le reventó la pierna cuando empezaron a tirar. Se mordió los labios para no llorar cuando su madre, aún con su otro niño en brazos, logró tomarlo de los pelos y arrastrarlo unos cien metros monte adentro, en medio de la balacera. Las espinas le marcaron toda la piel. A él, a su madre y a su hermano los mató el hombre que se disparaba desde el avión.
Hace dos o tres años, un arado que horadaba la tierra, ahora dedicada a la soja, dejó su cráneo al descubierto. Nadie se dio cuenta.
Sobre el autor
Daniel Frini (1963). Nació en Berrotarán, Córdoba, Argentina. Es ingeniero mecánico electricista de profesión, escritor y artista visual. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, fue traducido y publicado en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán y Hungría. Publicó Poemas de Adriana (Libros en Red, Buenos Aires, 2000 / Artilugio Ediciones, Buenos Aires 2017), Manual de autoayuda para fantasmes (Editorial Micrópolis, Lima, Perú, 2015) y El Diluvio Universal y otros efectos especiales (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia), Premio IX Certamen Internacional de Poesía (2011, España), Premio I Certamen Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017, España) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 (España).