La inspiración del genio
Nabokov advertía que la inspiración es algo que te sucede de pronto, y que cuando ya lo has sentido, entonces lo puedes identificar en otros.
Los conformistas sospechan que hablar de “inspiración” es tan de mal gusto y anticuado como defender a la torre de marfil. Sin embargo la inspiración existe como existen las torres y los colmillos.
Parecido a lo que decía Burroughs acerca de la genialidad (que él no “era” un genio, ni “tenía genio, sino que estaba “poseído” por el genio), así Nabokov habla de la musa; como un resplandor que llega y te fulmina. La siguiente es una de las mejores descripciones de algo que ojala todos experimentemos alguna vez:
[La inspiración es como] un brillo preliminar, parecido a una variedad benigna del aura antes de un ataque epiléptico, es algo que un artista aprende a percibir muy temprano en su vida.
El miedo a confesar la inspiración fue para Nabokov uno de los peores errores que cometieron los escritores. Y es precisamente eso lo que debemos buscar en los libros que leemos, ya que la misma musa que visitó a los griegos, los ingleses, los rusos, aquella que coqueteó con Coleridge, da Vinci, Cocteau o Hesse, es la que deja su estela boreal entre las letras, y es la que hace de la literatura una cosa deleitante e inmortal, una historia continua.
Un autor que no tiene miedo de confesar que ha conocido la inspiración […] debe buscar la reluciente marca de esa emoción en el trabajo de sus colegas autores. El rayo de la inspiración cae invariablemente: puedes observar su centelleo en esta o esa pieza de gran escritura, ya sea un momento extendido de verso fino, o un pasaje de Joyce o Tolstoi, o una frase de un cuento corto, o un chispazo de genialidad en el ensayo de un naturalista, o de un académico, o incluso en el artículo de un reseñista de libros.