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Wallace Stevens 'reúne' la poesía

RICARDO MARTÍNEZ.

Aquí la virtud es la palabra. El bien es cuanto de ella deriva, esto es: inteligencia, luz, significación, armonía, sorpresa, estética… Lea-escuche el lector, por ejemplo, el poema que nos entrega el libro bajo la advocación del alusivo título ‘Le plus belles pages’:

El lechero llegaba a la luz de la luna, y esta era menos que luz de luna. Nada existe en sí mismo. Salvo la luz de luna. Dos personas, tres caballos y  un buey y el sol, las olas juntas en el mar.

Salvo la luz de luna y Aquinas. Él habló, siguió hablando, de Dios. Convertí en hombre la palabra. El autómata, en suficiente lógica, existe por sí mismo. ¿O sobrevivió el santo? ¿Asumieron diversos espíritus una sola apariencia? Después del desayuno, la teología atrapa al ojo.

He aquí la relevancia de un estado de ánimo, un signo de inteligencia observadora, un pensamiento errabundo que nos lleva justo al centro de nosotros mismos (una forma de desconocimiento) Aquí es inevitable sentirse aludido, aparentemente bajo la forma de un discurso prosaico; no obstante, al leer (al ‘mirar’, al pensar) no podemos alejarnos de un sentido de trascendencia que, en apariencia, también nos llega suscitado, ay!, por objetos cotidianos. De algún modo se obra el milagro de la separación: el cuerpo, ese instinto de toda biología, es llevado hacia un mundo distinto, un horizonte evocador al que pudiéramos llamar destino y sentirnos en paz. Tal como deseamos (y el hermoso texto propicia)

 Si continuamos, inevitablemente, pasando páginas, hallaremos más agua cristalina que beber, pues:

El mundo es aún profundo y en su hondura

el hombre se sienta y estudia el silencio y a sí mismo,

manteniendo las reverberaciones en las bóvedas.

(…)

El poeta es

el indignado hijo del día sonando en su concepción:

la satisfacción por debajo del sentido,

la concepción brillando en el aún obstinado pensar

Todo parece estar construido sobre certezas aéreas, sutiles; una compañía conmovedora. Al tiempo, en ello, el poeta nos es fiel en su compañía, nunca nos abandona. Somos nosotros, acaso, quien nos abandonamos a su canto. Y así, acompañados, es bienvenido de nuevo el recuerdo de la luna, como si fuese nuestro origen estético, el que nos guía casi en sueños, ello sin alejarnos en ningún momento de la sobria realidad:

La única luz de luna, en noche de color sencillo,

como un simple poeta que en la mente da vueltas

a la igualdad de su vario universo,

brilla sobre la mera objetividad de las cosas.

Es como si ser fuera ser observado,

como si, entre los posibles propósitos

de lo que uno ve, el que primero está,

la superficie, fuera el propósito de ser visto,

la propiedad de la luna, lo que ella evoca.

Y, al fin, esa seductora soledad. Estética, pero soledad, pues la respuesta estaría ahí´: la propiedad de la luna, lo que ella evoca.

Leer al poeta es recorrer un camino que se inicia con expectación, con ilusión, aún a sabiendas de que de tal recorrido esperemos lo inesperado: algo nuevo, algo sorprendente. Algo que confirme nuestra propia soledad no sólo ontológica, sino cósmica. Nos transformamos, en lo esencial de nuestro silencio, trascendentes. Casi todo en procura de una convicción. El miedo y la atávica necesidad de ser protegidos, de ser acogidos:

Si el conocimiento y la cosa conocida son lo mismo

de modo que conocer a un hombre es ser

ese hombre, conocer un lugar es ser

ese lugar, y al parecer de eso se trata

Otro poeta (sutil, anónimo, como tantas veces en la literatura) al parecer lo vaticinó en su día: se es de uno mismo, se es de un paisaje. Este fecundo libro nos ha traído hasta aquí, hasta este paisaje, tan propio.

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