'La lentitud' o en defensa del hedonismo
ÓSCAR PLANELLS.
La lentitud es una obra de orfebrería que reúne una trama original del propio Kundera y referencias a Sin mañana, novela francesa del siglo XVIII, y a citas de Epicuro, cuyo pensamiento hedonista nutre toda la novela. Kundera recupera tales obras para insuflarles de nuevo vida, color; radiante actualidad filosófica, en fin, a partir del diálogo entre los distintos elementos. Estos se intercalan y engarzan sutilmente y, pese a su multiplicidad, emiten un mismo mensaje, marcadamente hedonista.
Un curioso concepto nos acompaña a lo largo de toda la lectura: se trata de la figura del bailarín. Bailarín es aquel que desea fervientemente ‘ocupar el escenario desde donde poder irradiar su yo’. El bailarín ama las miradas, y las ama enfocadas hacia él. No la mirada de una persona concreta, o las de sus amigos o seres queridos, no; el bailarín desea la infinitud de las miradas, las miradas anónimas que circulan por ahí fuera, ‘el otro generalizado’, en fin, como a veces se dice en sociología. El bailarín se sube al escenario y, pese a no ver nada entre la bruma que llena la platea, está contento de ser visto, admirado, aplaudido. Baila su belleza moral delante de nosotros, habla y actúa a sabiendas de que su hablar y su actuar llegará a un público.
Vive como si cada momento de su vida fuera a convertirse en un capítulo de una biografía venidera, que tiene que ser irreprochable, nítida, absoluta. Vemos la sombra del bailarín en todas partes: politicuchos besando a enfermos de VIH delante de las cámaras, intelectualillos abrazando a niños africanos pobres, etc. El bailarín, ese miserable, no vive más que para la construcción de su imagen (está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe), esperando que ésta se yerga, pulida y brillante, ante la masiva mirada de los demás.
La figura del bailarín se contrapone a la del hedonista. Éste no busca la mirada de una brumosa platea, no se sube a ningún escenario: el hedonista vive por y para la intimidad de los placeres, los de la carne, los de la amistad, los del tiempo. Es aquí cuando Kundera recupera Sin mañana, esa novela francesa del siglo XVIII. Aterrizamos en una escena en que Madame de T. pasea junto a un caballero por el jardín de su palacio. Conversan, divagan, se distraen, dilatan el tiempo. La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario, es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que hay que respetar. Madame de T. no es una bailarina, sino una hedonista, una ‘amable amiga del placer‘. Y así pasean y conversan y se distraen, aletean ligera e inteligentemente alrededor de una noche que poco a poco se irá deslizando hacia el cuerpo del otro, y así cada palabra no es una declaración ante la cámara, una pose sin respuesta, que muere en el aplauso ajeno, no; es más bien una semilla que, una vez emitida, debe ser recogida y regada por el otro, para avanzar así conjuntamente en el sendero de la seducción mutua, pues el arte de la conversación no deja gesto alguno sin comentario, y trabaja su sentido.
Y es que, efectivamente, el hedonista no limita su placer al estrecho campo de la carne, el hedonista lo siembra con virtud (y en la virtud, en fin) en cada paso, en cada sonido y en cada leve movimiento de la realidad; de ahí que la noche entre Madame de T. y el caballero no rezume placer por el mero sexo, ese ensamblaje baldío, sino que lo hace por el ritual que lo rodea, por el lento cultivo de esa tensión que los llena, que los arrastra y los embrida. Nuestros personajes aletean, prolongan el suspense, se seducen. Discuten sus cuerpos, cultivan. Viven. Sin cámaras.
El hedonista, a diferencia del bailarín, no es un orfebre de su propia imagen: al hedonista le importa un carajo su imagen, éste es un orfebre del magma de la realidad que lo circunda, de los sonidos articulados por quién nos acompaña, de la alteridad de las cosas que nos rodean. El hedonista da forma a la materia de la vida y, a medida que lo hace, se deja arrastrar y seducir por ella, injertándose en ella con placer. Y así vemos a nuestros dos hedonistas dando forma a ese tiempo concreto y amorfo del que consta aquella noche concreta, irrepetible y suya; construyen pacientemente, con los ladrillos de las palabras, la cúpula de su noche que, alentada por la luz del deseo que entra por el óculo del tiempo restante, yacerá, firme y singular, erguida armoniosamente en su memoria, contra la miseria del olvido, y apuntalada, ahora sí, por la dovela central, el cierre final de la obra, que no tiene sentido sin el resto, del placer de sus cuerpos.
Pero ¿Puede vivirse en el placer y para el placer, y ser feliz? ¿Es realizable la idea del hedonismo? ¿Se vislumbra al menos un tenue fulgor de esta esperanza?. Toda ésta trama gira alrededor de estas preguntas que el propio Kundera nos plantea. La primera trama parecía responder positivamente. Pero claro, era una trama basada en el siglo XVIII. Y en nuestro tiempo, ¿es posible ser hedonista? Epicuro, nos recuerda Kundera, recomendaba que viviéramos ocultos. ¿Es eso posible en el marco de una sociedad tecnológica, infectada de cámaras y redes sociales? Pues mientras que en la historia del caballero y Madame de T. todo lo que sucediera quedaría solo vagamente encapsulado en el frágil recipiente de la memoria, en nuestros días todo puede quedar encapsulado brillante, ruidosamente, en el implacable recipiente de la tecnología. Y aunque no sea efectivamente así, esa posibilidad inunda nuestras mentes que, asediadas por la posibilidad de ser vistos, grabados, registrados con exactitud para la eternidad, no pueden hacer otra cosa que pensar su imagen exterior, ponerse en cierta manera en la visión del espectador y, así, actuar de acuerdo con el placer de éste, al son de sus aplausos. Y así nos degradamos hasta ser un ser fantasmal, secuestrado por la fuerza de la mirada ajena: arrastrados por la vanidad de una presencia juzgante.
¿Qué sucede, cuando un placer o un acto moral están a la vista de los demás, como detrás de un escaparate? En nuestra sociedad actual tales placeres o actos morales acaban en una forma estandarizada, para todos los públicos, explícita, roma de significado. Ya no hay jardín en el que vivir ocultos. Ahora ruido, consumo, televisión antes de ir a dormir. Twitter, Facebook, todo eso… ¿Dónde quedó el tiempo de Madame de T.? Uno no puede sentir más que malestar ante la imagen de personas que necesitan mostrar y demostrar lo que hacen en cada momento por tal de encontrar algún sentido, justamente, a ese hacer.
El virus se expande, sin duda. A la luz de éste entendemos algunas de las escenas más memorables de la novela. Vicent, un joven de la trama original de Kundera, ambientada en nuestro tiempo, tiene su propia noche de romance con Julie. ¿Es una noche paralela a la del caballero y Madame de T.? ¡No! Vincent, humillado por un encontronazo que ha tenido durante la cena, y ansioso de explicar ‘’experiencias’’ a sus amigos de París, se abalanza por fin sobre Julie, al lado de una piscina, gritándole, <<¡Voy a sodomizarte!>>. Vincent ya no habla a Julie, habla a la platea que yace ahí fuera, ambigua y oscura, y sin embargo terriblemente potente, seductora. Grita al público, y no importa mucho si efectivamente lo hay o no: la cuestión es imaginarlo, verse a sí mismo a la luz de tal frase ¡Cómo se divierte Vicent sólo de pensar en la reacción de sus amigos cuando les explique esa escena! Julie no es más, pues, que una figurante, su compañera de baile televisado, un decorado…
La escena de Vincent y Julie llega, así, a un profundo patetismo; Vincent la alcanza y cae encima de ella, entonces ella espera efectivamente la penetración y, sin embargo, y para nuestra sorpresa, no hay tal penetración, pues él no tiene una erección ni por asomo. ¿Cómo es eso? Porque al perseguirla en el escenario, Vincent no pensaba efectivamente en ella, en su cuerpo, en su particular y punzante existencia, sino que bailaba a los ojos de sus amigos y de sí mismo. Su excitación no era sexual: era narcisista. Él, Vincent, persiguiendo a una mujer alrededor de una piscina, gritándole obscenidades. Aún así, pese a la imposibilidad de coito, ambos se embarcan en una patética actuación: fingen que no sucede nada raro, y el cuerpo de Vincent se mueve encima del de Julie, y los dos emiten gruñidos de placer, pues lo importante no es el placer, es la cámara que, en algún lugar (pero sobretodo, en su mente), les enfoca.
Por momentos, todo se tambalea en esta novela. Un marqués le explica al caballero que su papel es cómico, pues todo era una farsa para distraer al marido de Madame de T. de su auténtico amante, él. Entonces nuestro caballero se debate: ¿cómo debería interpretar, pues, la noche? Se debate entre el placer experimentado junto a Madame de T. (esa <<verdadera discípula de Epicuro>>) y el malestar provocado por la reacción irónica del Marqués. En este momento se alinean los tres autores que subyacen a lo largo de toda la prosa, Epicuro, Denon y Kundera, para dar la misma recomendación al caballero: que no te quiten el placer que has, efectivamente, vivido, que tu bienestar no se base en la nebulosa mirada de los demás, del ‘’se dice’’, del juicio envenenado del Marqués; básalo en cambio en la incontestable realidad del placer que has vivido esta noche, pues has sido atravesado por el hormigueo del placer, has sido acariciado por sus alas batientes, y esto quedará suavemente depositado en tu memoria.
¿Qué son pues las muecas de los otros, su mirada condescendiente, su difusa expresión de menosprecio, ante la centralidad de la experiencia vivida en uno mismo, desde uno mismo; en la piel, ante la mirada, a través, en fin, de todos los sentidos? El caballero <<Imagina a Madame de T. y se siente de pronto invadido por una vaga gratitud. Dios mío, ¿cómo ha podido prestar atención a la risa del Marqués?>>. La evocación certera de Madame de T. (su cuerpo, su habla, su amor) desbarata con la dureza de su existencia la frágil risa del Marqués, que se marchita lentamente en la conciencia del caballero. Cuánto más se acerca a la memoria el suave calor de esa mujer, más se aleja y se difumina ese débil gesto irónico. Éste se descompone en el olvido, pues no puede combatir con el placer con el que ha latido esa memorable noche a dos manos, ante la cual el caballero se ve arrojado fuera del tiempo.
Los gestos y el andar del caballero se vuelven armoniosos. El caballero está en tranquilidad consigo mismo: al subir a la calesa se sienta, se arrellana en un rincón, las piernas agradablemente alargadas, la calesa se tambalea, pronto se adormilará, luego se despertará y, durante todo ese tiempo, se esforzará por permanecer los más cerca posible de la noche que, inexorablemente, se funde en la luz. Y Kundera apostilla entonces: Sin mañana. Sin oyentes. Pues a diferencia de Vincent, que quiere recordar la noche, maquillándola (lo primero consiste en transformar el coito simulado en un coito verdadero), para narrarla más tarde a sus amigos, futuros oyentes, nuestro caballero paladea el recuerdo de esa noche sin más objetivo que el de paladearla. Ese es un caramelo suficientemente dulce para nuestro hedonista, que huye de la mirada ajena, feliz con lo que ha vivido.
Atraviesa con el hilo de su evocación los hondones de los recuerdos, imágenes deshilachadas, y así los rescata del olvido, dotándolos de nuevo de una unidad, de una forma armoniosa, que pervivirá en su intimidad por mucho tiempo, sino para siempre. La memoria inunda la conciencia del caballero, que cree sentir aún la cálida huella de Madame de T. Sí, su noche es irreversible, irrecuperable, pero deja un suave eco en él, que resonará, articulado por la memoria, en las paredes de esa calesa que se dirige, lenta y tambaleante, de nuevo hacia París. El que menos necesita del mañana es el que avanza con más gusto hacia él, decía Epicuro. El caballero, como indica el nombre de su novela, Sin mañana, avanza hacia éste (y hacia París) tranquila y placenteramente. Vincent, en cambio, avanza hacia el mañana (y hacia París) ansiosamente, acelerando su potente motocicleta, que con su rapidez y ruido le hará olvidar el ayer, proyectándose con desesperación hacia el mañana, hacia el olvido, hacia el silencio. Y con ésta imagen acaba La lentitud y acabará ésta reseña; Vincent arranca con ansiedad su moto y el caballero, en cambio, se arrellana en la calesa, dejándose llevar lenta, dulcemente, hacia un mañana involuntario.