'Las soledades urbanas', de Germán Abarca
PEDRO ANTONIO CURTO.
Cualquiera que haya paseado por una ciudad a horas intempestivas, cuando sus calles se vacían de gente, el tráfico apenas existe y un extraño silencio acompaña nuestros pasos nocturnos, descubrirá otra ciudad, una geografía diferente a cuando la ciudad bulle con el caos y al mismo tiempo, el orden cotidiano. Los engranajes del movimiento se han diluido, o al menos descansan, como si la urbe, igual que la mayoría de sus gentes, se hubiesen acostado. Son percepciones intimas que en cualquier otro momento, con la agenda diurna, los horarios, la ciudad en movimiento, el ruido del tráfico… serían imposibles. Es entonces que el paseante solitario puede alcanzar lo que dijese Virginia Wolf en su diario: “Ojalá pudiera captar la sensación; la sensación de cómo canta el mundo real cuando la soledad y el silencio nos apartan del mundo habitable.”
Es precisamente esa sensación la que podemos descubrir en ese paseo solitario y nocturno, la ciudad diluida, la ciudad vaciada de sus más destacados elementos, gentes, ruidos, tráfico, mercados abiertos, que nos muestra algo: “Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial”, nos dice Olivia Laing en el libro La ciudad solitaria. Sí, hemos descubierto o sentido la soledad urbana, cierto es que en un paisaje solitario nocturno, pero los ornamentos de las calles pobladas y en movimiento, no son sino mecanismos que encubren lo que las calles vacías muestran: la pequeñez y el aislamiento del individuo ante la arquitectura, en ocasiones grandiosa, creada por el propio hombre. Y aunque podamos compararla con la naturaleza, que puede llegar a ser sobrecogedora e inhóspita, es diferente. La ciudad es nuestra casa, la que se ha convertido nuestro lugar en el mundo, pues hasta las más apartadas aldeas rurales, la imitan.
Es el sitio por excelencia de nuestra sociabilidad y en ese espacio, a veces poblado hasta lo imposible, podemos sentir la soledad, e incluso lo que creo es una de sus características, sobre todo de las grandes urbes: una profunda incomunicación disimulada bajo los protocolos de la urbanidad. La experiencia de esa soledad es individual, pero puede coincidir con eso que ya tantas veces se ha dicho, de que uno puede estar solo rodeado de gente. La escritora Olivia Laing narra la experiencia de soledad en la ciudad por excelencia, New York, la define así: “¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco a poco estos sentimiento se irradian al exterior, de manera que la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia progresivamente.”
Lo curioso es que en la ciudad, como en ningún otro hábitat, destaca la individualidad, en particular la urbe del tardomodernismo capitalista se sintetiza en tres elementos fundamentales: trabajar, desplazarse, consumir. Esa es la biblia del habitante urbano moderno y difícilmente podemos huir de ellas, sabiendo que caernos, que estar fuera de esos mecanismos, es ser expulsados de la colectividad dominante de una forma tan invisible como efectiva. Y para triunfar o sobrevivir en ese movimiento, nuestra individualidad debe luchar contra otras individualidades. Por supuesto dentro de algún tipo de orden establecido, pues sino nos destruiríamos como sociedad. Pero es ahí, en medio de esos engranajes casi invisibles, donde se engendra la soledad urbana. Así es curioso contemplar que la ciudad se compone fundamentalmente de edificios, de espacios donde la gente habita en una especie de colmenas, tan amontonadas y a la vez tan alejadas unas de las otras, como reflejó Alfred Hitchcock en la película La ventana indiscreta: todos somos el voyeur que mira desde esa ventana y todos somos también el ser espiado. La soledad está a uno y otro lado de la ventana. Y en la actualidad, la posmodernidad tecnológica nos lleva a otro tipo de ventanas, a otro tipo de miradas, como señala Olivia Laing: “nuestra fijación narcisista y fascinante con las pantallas; la enorme delegación de nuestra vida práctica y emocional en aparatos y artilugios de una u otra clase.” Y aquí nos encontramos con una de las grandes paradojas de la civilización urbana moderna: ultracomunicación y aislamiento, estamos más comunicados que nunca y más solos que nunca.
Así llegamos a una pregunta que se hace Olivia Laing: “¿Qué tienen en común las máscaras y la soledad? La respuesta obvia es que protegen de la exposición, mitigan la carga de que nos vean. En alemán existe la palabra Maskenfreiheit para definir la libertad que proporcionan las máscaras.” Y quizás esa “libertad de las máscaras”, la que es posible en la ciudad como en ningún otro lugar, la que encierra la soledad urbana, que puede tener cuestiones positivas, otras, terriblemente destructoras. Así dice el psiquiatra y psicoanalista Harry Stack Sullivan: “La experiencia sumamente desagradable y torturadora relacionada con una insuficiente satisfacción de la necesidad de intimidad humana.” Y por otro lo que expresa Olivia Laing: “Lo que intento decir es que la soledad avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra en un abismo a quien la padece.”
Si volvemos a nuestro paseo nocturno descubriremos que cada paseante con que nos encontremos será una excepción, un desconocido al mismo tiempo que alguien compartiendo un mismo espacio vacío, amenaza, distancia, y también, solidaridad de soledades. Que un automóvil irrumpiendo en el silencio puede ser una molestia, también amenaza, el recuerdo que la civilización del ruido, sigue estando ahí. La percepción de que en la ciudad estamos solos, y de que nunca estaremos solos.