La crítica de las religiones en 'Dios del laberinto' de Juan José Sebreli
RICARDO MARTÍNEZ.
La naturaleza y el sentido de las religiones como ejercicio del pensamiento ha ocupado, sin duda, el quehacer de la inteligencia del hombre desde los primeros tiempos.
Religión, ya se sabe, tiene su raíz etimológica en re-ligare, esto es, la consideración del hombre en relación con un vínculo que le es innato por naturaleza y que, trascendiéndole, evoca o se refiere a una creencia que le define; por extensión, a un dios que le afecta o, de algún modo, le representa en un mundo –el espiritual-mas allá de éste (De ahí, acaso, esa expresión tan usada por algunos miembros, en este caso de la iglesia católica: “nuestro reino no es de este mundo” aludiendo a un dios ubicado en un lugar indefinido pero que atrae y conmueve hacia ese sentido primigenio, interior, que llamamos trascendencia.
El caso es que tal idea o concepción del hombre necesitado o trascendido en un dios hubiera de ser, con el tiempo, una idea que, lejos de ser dialogante o comprensiva, como pudiera deducirse de esa idea de bien y amor que el dios representa –y que en oriente tiene un sentido arraigado en Confucio y Buda- en Occidente evolucionó también, podría decirse, hacia la plasmación de una idea cruenta de enfrentamiento; así, cada religión –nos referimos sobre todo a las monoteístas- parece que habían de tener que afirmar la supremacía de su dios y sus files en contra de la otra, por contraposición a ella.
Esta valoración la expresa nuestro autor con meridiana claridad: “las guerras de religión que ensangrentaron Europa comenzaron entre los siglos III y IX. Las emprendidas por el emperador Carlomagno para imponer el Imperio romano cristiano contra los paganos, sajones y árabes duraron treinta años. La persecución de los Padres de la Iglesia a los herejes se extendería luego a las guerras contra los árabes, comenzando por las Cruzadas contra los albigenses, los bizantinos, y, después, los protestantes, además de las persecuciones individuales a los judíos y las brujas” Y añade aún: “La guerra civil entre católicos y protestantes irlandeses se prolongó hasta el siglo pasado, de igual manera que hasta nuestros días lo hicieran las guerras de los Balcanes y de Oriente”
Parece como si esa primigenia idea de amor universal entre los hombres hubiera de ser necesario que degenerase en una guerra, de lo más cruenta, de predominio entre creencias. Actitud beligerante que, por cierto, no habría de limitarse a un enfrentamiento entre creyentes sin más, sino que, de alguna manera, se ‘especializó’, para extender la violencia entre géneros, esto es, con el reconocimiento del predominio implícito del hombre sobre la mujer por razón de su sexo, circunstancia que nos trae hasta hoy la vieja pretensión femenina de la exigencia de igualdad entre ambos, entre hombre y mujer, rehuyendo o condenando cualquier supremacía impuesta de un sexo sobre el otro.
También esta cuestión la recoge nuestro autor, el profesor Sebreli, que la manifiesta de un modo muy explícito: “La discriminación de la mujer en cristianos e islámicos muestra el común origen veterotestamentario. Entre los judíos, el estudio de la Torá y los deberes de la liturgia eran exclusivos de los varones, a la mujer le correspondía el cuidado del hogar y la transmisión del culto en sus hijos” Para concluir: “Sólo la muy tardía reforma de 1972 permitió a las mujeres judías ser rabinas, y aún son una minoría sobre todo en Israel” En cuanto a la discriminación en los católicos e islámicos, qué decir.
Un libro, pues, crítico, oportuno, bien documentado a lo largo de los períodos históricos, y cuya argumentación no hace sino prolongar la necesaria reconsideración de esa idea primitiva de trascendencia, haciendo más que nunca necesario un diálogo fecundo, acaso del valor del dios como tal en la concepción espiritual del hombre, y del papel y representatividad de los sexos entre sí como creyentes, como teóricos iguales en su condición de hermanos a pesar de sus creencias, en el amor.