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Las estrellas de cine no mueren en Liverpool (2017), de Paul McGuigan – Crítica

 
Por Jordi Campeny.
El olvido acaba con todo, ya se sabe. Estrellas que en su momento brillaron con fuerza y estaban llamadas a perpetuarse han ido apagándose irremisiblemente y entre las nuevas generaciones no les queda ni un leve destello de su rutilante fulgor. El inmenso Roberto Bolaño vaticinó una fecha en la que todos seremos olvido; nosotros y los que nos perpetuarán: 2999. Los dioses y los mendigos; todos. Qué rápido dejamos de ser. Sorprende leer que entre los adolescentes actuales ya no les suena el nombre de Claudia Schiffer, por poner un ejemplo. La voracidad de la inmediatez, y de nuestro tiempo, destruye y engulle lo pasado a velocidad de vértigo. Creamos olvido a cada instante.
Uno de los cometidos del arte es recuperar olvidos –que con el tiempo se volverán a olvidar, obviamente–. El cine, por ejemplo, se ha encargado siempre de dar zarpazos en el pasado y traérnoslo ante nuestros ojos. Historias de otras épocas, de personajes relevantes que hace tiempo que ya no son. Son múltiples los ejemplos, no hace falta entrar en ellos. Los biopics, término que puede invitar a la deserción inmediata, nos han mostrado desde siempre las vidas y hazañas de personajes reales, más o menos relevantes. El esquema suele ser siempre muy parecido, tirando de fórmula, para acabar desembocando muchas veces en el engorroso mar del convencionalismo. Hay, obviamente, honrosas y espléndidas excepciones. Amadeus (Milos Forman, 1984), Bird (Clint Eastwood, 1988), Truman Capote (Bennett Miller, 2005) o Serpico (Sidney Lumet, 1973) podrían ser sólo algunos ejemplos. Pero por norma general, los biopics en el cine suelen ser cinematográficamente poco relevantes y los personajes que pretenden retratar y sus historias suelen estar muy por encima del producto final. Cabe mencionar, sin ir más lejos, el convencionalísimo biopic sobre el extraordinario escritor J.D. Salinger, Rebelde entre el centeno, que actualmente está en cartelera: se deja ver con cierto interés, pero cabía esperar una película a la altura del personaje, o que, directamente, no se hubiera hecho –seguro que es lo que hubiese deseado el escritor–.
Existió una actriz americana, muy popular en su época, que poca gente recuerda a día de hoy. Gloria Grahame desempeñó papeles importantes en producciones de Hollywood durante las décadas de los 40 y 50, trabajando con directores como Cecil B. DeMille, Fritz Lang o con el que fue su segundo marido, Nicholas Ray. Participó en la emblemática película de Frank Capra Qué bello es vivir (1946), estuvo nominada dos veces al Oscar y lo consiguió en 1952 como mejor actriz secundaria por su interpretación en Cautivos del mal, de Vincente Minnelli. La rodearon los escándalos amorosos: tuvo un idilio con el hijastro de su marido, Nicholas Ray, y durante los últimos años de su vida mantuvo un tórrido y desgarrador romance con el joven actor inglés Peter Turner, casi 30 años más joven que ella.
El director inglés Paul McGuigan (El caso Slevin, 2006), ha rescatado del olvido a Gloria Grahame y ha narrado sus últimos años de vida y su historia de amor con el joven Turner en la notable Las estrellas de cine no mueren en Liverpool. La película, que pudimos disfrutar en la pasada edición del Barcelona Film Festival y que se estrena en las pantallas españolas este viernes 18 de mayo, consigue humanizar y dar matices al personaje de Grahame, injustamente objetualizada por el monstruo del machismo por sus escándalos sexuales. McGuigan sabe trazar con oficio –y con una atmósfera deliciosamente artificiosa– las líneas maestras de estos dos personajes envueltos en un drama romántico cálido y emotivo, con puntuales hallazgos cómicos e incluso kitsch. El film, de bajo presupuesto y con continuos saltos temporales admirablemente resueltos, desprende ternura y humanidad, y sólo cabe reprocharle un exceso de sentimentalismo en su tramo final, cuando la enfermedad se apodera del relato. No nos hallamos ante un biopic del nivel de los anteriormente mencionados, pero sí consigue situarse unos peldaños por encima de la media.
Para el final dejamos lo que es, sin lugar a dudas, lo más remarcable de la función. Y es su pareja protagonista y la palpable química que fluye entre ellos. Annette Bening, diva contemporánea, da vida a Gloria Grahame en uno de los trabajos más impresionantes y matizados de su carrera. A su lado, Jamie Bell –que hemos visto en registros muy dispares: del inolvidable Billy Elliot al oscuro sadomasoquista de Nymphomaniac, de Lars Von Trier– no resulta menos cautivador, ofreciendo, también, una actuación de primer nivel. Con su amor de película, Bening y Bell engrandecen, sin duda, la película. Su historia nos recuerda que, puesto que todos seremos olvido, es infinitamente mejor haber bailado.

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