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Todos somos Dorian Gray

CÉSAR ALEN.

Todo empezó el sábado en un bar del barrio. Observé como mi padre, hombre entrado en los setenta, saludaba a sus coetáneos con un “qué tal chaval”, y ellos le respondían joviales, con sonrisas y gestos juveniles. No era una impostura ni una broma. Lo hacían todos y a todos.

Entonces me di cuenta de que realmente se sentían así, que por dentro se sentían como jóvenes.

En los días posteriores seguí mi reflexión, y desde un cierto vértigo reparé en mi propia edad,  la edad cronológica. Ya no soy un chaval, pero dentro, en mi fuero interno me siento como un chaval. Mi edad biológica no corresponde con la que me impone el carnet, que a efectos oficiales me otorga identidad. Me dispuse a observar en una calle céntrica la actitud de la gente entrada en años, mayor, madura. La mayor parte de ellos procedían con actitudes propias de adolescentes, con desenfadada presteza, con la clara convicción de poseer la eterna juventudPero eso ya lo había leído en el libro de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray. Texto complejo que refleja de manera subrepticia las aspiraciones hedonistas de su autor y las obsesiones de la sociedad victoriana. A pesar de intentar encriptar algunas de sus perversiones y vicios favoritos, la crítica conservadora lo calificó de inmoral, corruptor y satánico. Lo cierto es que se quedaron en la superficie, en lo más fácil de censurar,  un argumento escabroso, atrevido y provocador, pero que en el fondo era una alegoría del espíritu romántico llevado a su extremo. Nada que no estuviera en el espíritu de los simbolistas. Además del tratamiento del mito de la eterna juventud. Un trasunto que se remonta al mismo Ovidio, subyace un evidente espíritu faustiano. Por otro lado, ya adelantado por Goette, en su obra Fausto.

Quién no ha soñado con permanecer eternamente joven. Y quién no estaría dispuesto a hacer lo necesario para que se cumpliera la profecía. Desde esa perspectiva el libro de Wilde, que un principio podría parecer insolente, crepuscular o pérfido, no es más que el sueño de la humanidad.

Pobres y ricos, sabios y torpes, hombres y mujeres, todos tenemos la misma obsesión y venderíamos casi con toda seguridad nuestra alma a…a quien fuese necesario por no envejecer.

Eso sí, tal vez lo haríamos en el más abismal de los secretos. Esa es una pulsión que atraviesa nuestra conciencia de hombre contemporáneo que no es capaz de asumir su condición mortal.

Oscar Wilde estaba obsesionado con la belleza, con el arte y el refinamiento. Él mismo cultivaba un cierto amaneramiento en busca de una exclusividad y una distinción aristocráticas. En la búsqueda de la belleza se acercó a los clásicos griegos y sus costumbres, entre las que se encontraba la homosexualidad, la admiración por los hombres jóvenes y hermosos. Aunque Wilde seguramente no pasó de un homoerotismo, pues la homosexualidad estaba castigada con pena de cárcel. Lo suyo fue un planteamiento estético. A través de sus escritos intentó sublimar el pensamiento, destilar las esencias del refinamiento y la inteligencia.

Para un hombre culto y un esteta como él, nada había de desviado en su conducta, ni en sus ideas. Pero el puritanismo victoriano no estaba dispuesto a aceptar tal osadía. Oscar Wilde acabó con sus huesos en la cárcel. Su equívoca relación con el joven aristócrata lord Alfred Douglas (Bosie), lo llevó irremisiblemente a la ruina moral y económica. Aquella era una relación de todo punto imposible. El padre del apuesto estudiante de Oxford, aprovechó su poder e influencias en las altas instancias para defenestrar al escritor. Toda la sociedad se le echó encima. Sufrió un verdadero escarnio por su temeraria actitud, por desafiar los límites de la moral decimonónica. Dos años de cárcel y un remordimiento que lo llevó a  acercarse a doctrinas morales y espirituales. Allí escribió un desgarrador relato titulado De Profundis, en dónde narra toda su lacerante odisea. Su mujer e hijas renegaron de él. Todo ese sufrimiento moral le ocasionarían la muerte en un hotel de París, en 1900.

En realidad, Wilde no estaba diciendo nada nuevo, tal vez el planteamiento fue muy osado para la época. El argumento resultó demasiado provocador, demasiado atrevido. Según quisieron ver algunos críticos de la época, el argumento podía dar ideas a los jóvenes ingleses. Allí se planteaban conspiraciones, asesinatos, actos inmorales en pos de una causa. El personaje de Lord Henry hace de maestro de ceremonias y alecciona a Dorian en sus charlas en la casa del pintor Basi. Le habla de las bondades del hedonismo, del lastre que supone la moral, de la búsqueda de la belleza y placer a toda costa. Sin moral no hay maldad.

El inocente protagonista sucumbe ante aquel hombre maduro, que parece no temer a nada y disfrutar de todo. Este Mefistófeles incluye el asesinato en la lista de felonías que se ofrecerán como una suerte de sacrificios a cambio de no envejecer. El escritor irlandés cambia el pacto faustiano en sí mismo por la transformación del cuadro, es decir por la representación del envejecimiento de Dorian. El cuadro envejece, el protagonista permanece inmutable. Resuelve la transformación con la búsqueda de la belleza, con la entrega absoluta al placer, y sobre todo con la aniquilación de la moral como fuerza represora, como fiscalizador de los actos. Pero este planteamiento  en aquel contexto era tanto como atacar frontalmente a la moral preponderante, representada en el clero y los poderes fácticos, y a la floreciente burguesía.

Más allá del contexto social, lo que Wilde había buscado siempre era la superación de la moralina castrante de una sociedad con hondas raíces puritanas. Su obsesión era la búsqueda de la belleza a través del arte, de actitudes desafiantes basadas en una nueva ética y que ya había propuesto Arthur shopenhauer o los simbolistas franceses. Hacía gala de una actitud vitalista. Llevó hasta las últimas consecuencias sus ideas. Vestía de forma llamativa, con largos abrigos de pieles, sombrero y el pelo largo. Su vida nocturna y la defensa a ultranza de una ética liberadora. Todo con el más refinado de los esteticismos. Su espíritu provocador lo llevó de forma temeraria al enfrentamiento con una sociedad represora e implacable, que no estaba dispuesta a que nadie removiera las conciencias.

Con todo, el libro que en su día fue vilipendiado, ahora con la perspectiva que da el tiempo, está considerado una de las grandes novelas de la historia.

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