El monacato céltico y los “segundones”
Por Tamara Iglesias
Periodistas, albañiles, profesores, mecánicos, abogados, escritores, médicos… la edad contemporánea trajo consigo una gran variedad de salidas profesionales para la juventud; uno puede dedicarse en cuerpo y alma a lo que más le gusta (incluso si eso significa ponerse delante de una cámara y subir videos a plataformas como YouTube) y recibir un pago por dicho trabajo. Pero ¿qué ocurría en tiempos precedentes? Si (por ejemplo) pensamos en la Edad Media, en esa familia numerosa en la que el primogénito recibía el 100% de la herencia y la hermana menor llevaba bajo el brazo una garantía en forma de dote… ¿qué destino esperaba a los demás hijos? ¿Qué era de aquellos que querían dedicarse al estudio o a un negocio no artesanal? Simple, su lugar era el monasterio.
Aunque la vida monástica en la Edad Media se nos ha vendido como un modo utópico de seguir el camino de la perfección junto a la comunicación con Dios, y se ha destilado que para ello era necesaria la desvinculación total de los compromisos terrenales y la ascesis del cuerpo y la mente para orientarlos a la oración contemplativa, la realidad no podría estar más lejos de este hecho. Lo cierto es que los llamados “segundones” de toda familia (fuera esta pudiente o humilde) encontraban en la vida monacal una posibilidad para la formación gratuita y una vida cómoda, exenta de impuestos y abierta a numerosas donaciones públicas que eran repartidas entre los necesitados y los propios monjes. A cambio de su labor en la abadía (que podían abandonar en caso de colgar los hábitos), recibían alimento, ropas y un exquisito acceso a manuscritos insólitos que debían transcribir y estudiar para la pervivencia de sus conocimientos en la posteridad (caso de los manuscritos de Durrow y Kells, que extractan las enseñanzas bíblicas con un exquisito toque del folclore y estilo propio de las islas británicas).
Probablemente en este punto y a pesar de mi pequeña pista geográfica, querido lector, las órdenes que primero te hayan venido a la cabeza sean las de Centroeuropa y la zona meridional; y si no me excedo al intentar adivinar, juraría que Cister o Cluny, con su hábito blanco y su escapulario negro, serán las referencias que la engañosa historiografía formalista impone sobre tu recuerdo. Pero, como de costumbre, vamos a desligarnos de las normas establecidas por los archiveros conservadores para referirnos específica e íntegramente al monacato céltico (desarrollado inconcusamente en Irlanda y Escocia), uno de los grandes eludidos de la crónica eclesiástica.
Para comenzar, debemos detenernos a reflexionar sobre un hecho ineludible: Irlanda fue el primer territorio, más allá de las fronteras imperiales romanas, que se convirtió al cristianismo por la acción misionera de los hombres venidos de España, Italia y Francia, jugando un papel decisivo en la expansión religiosa del cristianismo en las islas.
Destacará aquí la figura de San Patricio (año 389 a 462) que a día de hoy es conocido como santo patrón del país, y que será el organizador de la vida monástica en Irlanda hasta la llegada del peregrinatio (exilio autoimpuesto a los monjes como forma de penitencia y renuncia a los bienes materiales, preponderado en las enseñanzas de San Brandán de Clonfert) difundido por la Galia merovingia y la Bretaña anglosajona (estableciéndose la rama de los cartujos en Francia y la de los blackfriars o dominicos en Inglaterra).
Un dato interesante nos lo ofrecen los registros de los priores irlandeses en el año 429, momento en que (con el afianzamiento de la Iglesia en la isla) se señala un crecimiento del 23% en el grueso de los monasterios; esta cifra oscilará durante varias décadas con las idas y venidas de aquellos segundones que (habiendo considerado completa su formación) decidieron tomar vías profesionales que iban desde la enseñanza y la escribanía, hasta la política y la banca.
En Escocia, que mantenía muchas de sus primigenias creencias paganas, será San Columba de Iona (a finales del siglo VI) quien se encargue de organizar el modelo monacal; sus características principales, imitadas por el resto de Europa continental (comenzando por los francos), le valieron la conversión de cientos de hombres y mujeres que querían gozar de las facilidades de la confesión privada y exonerada del monacato, así como vivir entre la seguridad de unos muros en los que la única autoridad (el Abad) no tenía acceso a un poder equiparado con el divino. En este caso, nos sorprende la cantidad de beaterios erigidos durante el año 573 (diez años después de la llegada de San Columba) en la zona de Hébridas, Moray y el Condado de Ross, con una especial atención al noviciado femenino que escindía en la educación y la promoción de sus palabras una somera alternativa al gravado matrimonio.
De esta manera, el ciclo continuaba: la progenie que de manera natalicia se encontraba sin medios lograba acceso al aprendizaje y la delectación (convirtiéndose muchos de ellos en escritores, hagiógrafos y juristas reconocidos, como fue el caso de Adomnán con su “Lex innocentium”), y a su paso la religión cristiana se extendía sin freno ni caída por los territorios aledaños al continente.
Una sinergia que encontraría la horma de su zapato en el 1054 con la separación de la iglesia católica y la ortodoxa en lo que se ha venido a llamar Cisma de Oriente, un conflicto, amigo lector, del que te hablaré en profundidad en otra ocasión.