La vida de H
La vida de H, de Alejandro Gándara
Salto de Página
Este relato surge de una pregunta sencilla y terrible: la que, en algún momento de su temprana existencia, todo niño se formula alrededor del enigma llamado muerte. Bajo la tutela de un hada que la ayuda a forjar su carácter, H vive en una ciudad, pero también en un laberinto; recorre un tiempo que sólo avanza en una dirección, pero en el que todo ha sucedido ya; se cruza con personas, pero también con criaturas mitológicas y, en suma, observa la realidad como cualquier otra niña de cinco años, pero es capaz de articular preguntas que sólo los hombres y mujeres más sabios llegan a plantearse al cabo de su vida acerca de lo que no vemos y de cuánto y cómo nos atraviesa.
Alejandro Gándara (Santander, 1957) se dio a conocer con su primera novela La media distancia cuando era profesor de Historia de las ideas en la Universidad Complutense de Madrid. A partir de entonces compaginó las tareas docentes con las de escritor. En 1989 fundó la Escuela de las Letras y, en 2000 la Escuela Contemporánea de Humanidades. Su obra ha sido traducida a más de doce lenguas y ha obtenido numerosos galardones, entre los que destacan el premio Nadal (1992), por Ciegas esperanzas, el premio Herralde (2001), por Últimas noticias de nuestro mundo, y el premio Anagrama (1988)
Alguien me dice que en la novela ésta de la que no paro de hablar lo más llamativo es el amor. El amor que destila, el amor con que está escrita, y que tal vez no puedan separarse. Voy a ello porque acabo de encontrar en un viejo cuaderno una pregunta curiosa: ¿pueden amar los cobardes? Y no hay ningún comentario. ¿Estaría refiriéndose a mí o a alguien a que conocía allá por 1994? Ahora mismo solo me acuerdo de Silvio Rodríguez cantando aquello de «los amores cobardes no existen». Puestos a reflexionar, dado que tengo un rato, yo diría que el cobarde es el que no tiene valor, alguien a quien no se ha concedido valor (no parece valioso, necesario, precioso), alguien a quien le cuesta mucho hacerse valer. Toda la polisemia y ambigüedad vienen del mismo sitio. Por ejemplo, unos padres que no te quieren, te quitan valor (y te quitan el valor) para siempre. ¿Puede alguien a quien le han quitado el valor concedérselo a alguien, como sucede en el amor? Fíjate, yo diría que sí. Y el argumento es sencillo: el amor es superior a valor. De hecho, el amor nos vuelve audaces.
No sé si en el futuro volveré a escribir un libro tan emocionante como La vida de H. Lo dudo mucho. Pero no emocionante mientras lo escribía (lo que a veces es síntoma de delirio, aunque algunos se lo tomen como un ataque de inspiración), sino después, por las cosas que me han dicho después, por las cosas que me han hecho ver en lo que había escrito y de las que no me había dado cuenta. Escribir es un parto: hay dolor e inconsciencia, miedo al comenzar, deseo de acabar y muy breves instantes de plenitud y confianza. El amor por la criatura viene más tarde, cuando descubres que no sabes del todo qué has hecho ni por qué lo hiciste; cuando descubres que el ser que salió de tu vientre y de tu alma (por lo general, de los dos sitios) crece por su cuenta, se hace diferente e inesperado y finalmente alcanza una cierta autónomía respecto de tu amor: adviertes que él también puede darlo a quien quiere, no solo a ti. Un libro es también una forma de prestar atención a los otros, que se revelan y desnudan su corazón cuando te ofrecen las emociones que creen que tú, como autor, les has dado.
A consecuencia de la novela, me preguntan a menudo por qué considero tan importante el momento en que los niños descubren la muerte. En realidad, me parece crucial, puesto que es el desvelamiento fundamental de la estructura de la vida, que ocurre además cuando no se tienen demasiados recursos para asimilar semejante faena. No es que los adultos tengan muchos más, pero no se sienten tan traicionados como los niños al descubrir que sus padres les han traído a un mundo en el que han de morir y no solo eso: además esos padres suelen carecer de respuestas comprensibles al enigma de por qué morimos (y vivimos). El niño se encuentra, pues, ante una revelación dolorosa, a la vez que huérfano: todo su mundo de protecciones, así como todo su mundo mágico, se viene abajo de una sola tacada. De las respuestas que obtenga de los demás, o de las que intuya o imagine va a depender en gran medida su manera de sentir y de encontrar su lugar en esta tierra. Entonces y luego.
He dejado en ese libro un buen pedazo del corazón y puede que de algo más. Y creo que, a pesar del holocausto de vísceras, el resultado ha salido mejor que bien. Me fijé en alguien -alguien pequeño- para escribirlo y al final parece que retraté a todos los de su alma. Y también pasó con los adultos que se cruzaron en el camino de la narración, que acabaron siendo todos nosotros. No uno por uno, claro, sino reflejados por la vida que vivimos. A veces necesitamos grandes espejos en el que mirarnos todos a la vez y no solo esos espejitos de baño, en los que solo se ven tus rictus disimulados y tus ojitos tristes y el tiempo que pasa.