'Invasión', de David Roas
Invasión
David Roas
Páginas de espuma
Madrid, 2018
125 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca / @rimllorca / Fuente: Tan alto el silencio
La mayor fuente de creatividad humana no es la cultura, el arte, el diálogo socrático ni los viajes. La mayor fuente de creatividad es el aburrimiento. Por necesidad neuronal, por sanación, uno tiene dos opciones, ambas buenas, a la hora de aburrirse: dejar que suceda y sentir que descansa en él, o sentirse incómodo y poner en marcha los resortes de la materia gris para inventar algo. De ese precepto parte este libro de relatos de David Roas (Barcelona, 1965). Hemos de advertir que el aburrimiento, también, puede llevarnos hacia fantasías ridículas. Así pues, es necesario ir creando el suelo donde uno pisa mientras inventa historia más o menos breves, como en este caso, para salir del aburrimiento, tanto el autor como los personajes que habitan en este mundo un tanto absurdo que crea.
Roas tiene una mitología propia que expone con buen pulso. La buena literatura no tiene por qué estar cenando todas las tardes con Borges o Dante. De aspecto más común es Lovecraft o The Walking Dead. Ambos pululan por estas páginas en las que un niño está obsesionado con los féretros, y otro se basta él solito, subiendo y bajando del tobogán, para asediar como zombi a una comunidad entera de ancianos. Pero también hay mucho de esa parte del psicoanálisis que se conoce como transferencia. La mujer que ha asesinado a su marido y escucha todas las noches como la dentadura postiza canta la balada que bailaron tantas veces. La madre que regala una muñeca a su hijo, como si se la estuviera regalando a sí misma o como si ella fuera la muñeca y le estuviera enviando el mensaje al hijo acerca de a quién debe cuidar. Las hormigas, que comienzan siendo plaga y parece que terminarán por ser nuestra compañía más fiel y fiable.
Roas le da la vuelta al calcetín de muchas historias, como las protagonizadas por muñecas, atroces prolongaciones de fantasías o de esa realidad que es el sueño, pues las sensaciones se igualan en el sueño y en la vigilia. Tiene, eso sí, cierta tendencia a lo desagradable. No es apto para estómagos acostumbrados a las novelas rosas, pero tampoco peca de exagerar en el género para meter al lector en el libro. En su justa medida, todo lo muestra con dosis de buena educación. Hasta el tipo que se traga su propia novela, su best seller de cientos de páginas, o el parque temático basado en la noche de los monstruos, esa en que se reunieron los Shelley con Pollidori y Byron, para crear fantasmagorías góticas, mitos todavía estudiados y vivos, o al menos vivos en la medida en que representan vaya usted a saber qué, parece decirnos Roas. Y de ahí a hacer realidad el terror de Borges, ese hombre exquisito que se atemorizaba ante los espejos por su capacidad para multiplicarnos; Roas convierte ese lugar común en una realidad en un cuento construido a base de cuentos, en cuentos multiplicados como se multiplica el niño. Siendo la infancia un bien, siendo los niños un regalo escaso, ¿por qué debe horrorizarnos que se multipliquen? Y, sin embargo, Roas sabe que lo hace. Conoce muy bien los resortes de la psique, tanto como para saber que el terror no está en lo monstruoso, sino en lo cotidiano que no logramos entender, porque somos incapaces de llegar hasta el fin de nosotros mismos.