Die Tomorrow (2017), de Nawapol Thamrongrattanarit – Crítica
Por Miguel Martín Maestro.
Mención aparte de Apitchapong Weerashetakul, realizadores como Prabda Yoon, Nawapol Thamrongrattanarit, Pen-ek Ratanaruang, Sompot Chidgasompongse, Pimpaka Towira o Anocha Suwichakompong resultan desconocidos hasta para el público más inquieto en España, algo que, tal y como se encuentra el estado de la distribución, parece lógico, aunque resulte injusto, pero no por ello muy habitual, porque esta generación de creadores tailandeses merecería un escaparate que permitiera apreciar esta otra manera de relatar, de imaginar, de interpretar los silencios; unos tiempos narrativos claramente diferenciados de la forma occidental y en los que el trasfondo espiritual del budismo suele estar muy presente. Thamrongrattanarit puede convertir 40 sms en una deliciosa experiencia como es Mary Is Happy, Mary Is Happy, construir una historia a partir de 36 planos fijos o, como es en la presente Die Tomorrow, componer un ensayo fílmico sobre la muerte a partir del último día de vida de media docena de personajes que, obviamente, desconocen cuál va a ser su futuro inmediato.
El director se sirve de un formato cuadrado en el que el espacio queda prácticamente ocupado por el rostro y cuerpo de los sucesivos personajes, salvo en contadas ocasiones, en las que se atreve a salir al exterior de las habitaciones donde se desarrolla la acción, como ese plano final en el que la cámara, lentamente, abandona el cuerpo que reposa tranquilamente, ese alma que emprende un nuevo camino pero que no tiene prisa por alejarse de su recipiente corpóreo. Como paso previo, o posterior, a cada segmento, una rotulación nos habla de algún hecho imprevisto o desgraciado, una mujer que muere al caerle un poste de la luz al pararse a fotografiar un perro en las calles de Bangkok, un joven desaparecido en un accidente aéreo que se despide de su mujer, pendiente de un trasplante de corazón que no llega y que se siente como un ser desahuciado, un grupo de chicas bebiendo durante la noche en su habitación de hotel esperando su graduación del día siguiente sin saber que alguna no llegará a la ceremonia por salir a buscar más bebida… Thamrongrattanarit evidencia así lo banal y monótono que es la vida, y lo imprevisto de la muerte, permitiendo reflexionar sobre cómo afrontaríamos nuestra vida si supiéramos el día de nuestra muerte, o más aún, si alguien nos dijera a ciencia cierta que mañana moriríamos; un niño nos da la respuesta porque la ha encontrado en google, “sería todo demasiado triste”.
Mezclando ficción con recreación (la última escena, la del viejo músico que muere apaciblemente, conecta rápidamente con imágenes rescatadas del cine de Weerashetakul), fríos datos estadísticos con entrevistas reales a personas muy contrapuestas, como pueden ser un niño y un centenario, a los que se pregunta sobre la muerte y cómo su concepto es diametralmente opuesto al enfrentarse a la posibilidad de que suceda de manera inmediata, la obra no rehúye la ironía o el cinismo, como esa escena inicial en el que en un remedo de video casero, una niña en el asiento trasero de un coche grita “quiero morirme” al no ver satisfechos sus caprichos. Si se preguntara a los protagonistas de las siguientes breves historias que contemplamos, probablemente unos estén deseando morir, como el agonizante o el suicida, mientras otros no se lo plantearían en su situación personal y a su edad; de ahí que resulte pertinente esa pregunta que el realizador lanza cada cierto tiempo, ¿qué de bueno tiene la muerte? , “buena o mala muerte eso resulta indiferente” contesta el anciano que está a punto de cumplir 103 años, “lo importante es si ha habido buena o mala vida”, una pregunta que para el niño carece de sentido, a su edad no contempla la muerte como algo bueno, sino imprevisto y lejano que, en todo caso, identifica con una idea de desaparición y paz definitiva, en la que alguno de los testimonios grabados rechaza ya hasta la idea de reencarnación porque, después de tantas vidas, ni reencontrarse con los seres más queridos aportaría nada nuevo a una nueva existencia.
No hay nada morboso en las historias, no hay recreación en el dolor, es más, en esa paradoja existencial que la obra presenta, no siempre muere quien parece destinado a ello. La cámara se arroja sobre el rostro de los personajes, pero no invade su intimidad gratuitamente, sino que se limita a recoger su expresión, su ensimismamiento ante las situaciones incontroladas que se pueden plantear, y deja abiertas las preguntas sin respuesta, ¿cómo se sentirá ese hermano que le niega a su hermana recién regresada una comida en un restaurante postergándola para dentro de dos días cuando piense en la absurda muerte posterior?, ¿cómo reaccionarán los amigos y la exnovia de Teng cuando sepan, tras leer sus mensajes en Facebook, que saltó al vacío? ¿Cómo asumir que justo cuando te llega el éxito en el trabajo sufres un accidente que acaba con todos los sueños? La cámara puede permanecer inmóvil durante minutos, pero cuando decide moverse lo hace en un movimiento elíptico de vaivén (algo similar a la reciente Un sol interior) que nunca pierde de vista al personaje señalado por la muerte, los otros pueden desaparecer del cuadro o encontrarse fuera de campo, son irrelevantes porque no son los escogidos, estos son los que deben ser acompañados para que comprobemos cómo la vida puede convertirse en algo tan efímero como la de esos insectos con cuya referencia se inicia la película, 5 minutos, algo ridículo para nuestra concepción del tiempo; pero en contraposición, Nawapol nos recordará que mientras estamos viendo la película, cada segundo mueren dos personas en el mundo, 7200 en una hora, 8600 mientras hayamos visto la película. Es posible que, incluso, algún espectador del film muera mientras lo contempla. ¿Afecta esto a nuestra vida? ¿Afecta a quien muere? Obviamente no, porque lo que haría la vida imposible sería saber el día y hora exacta de nuestra muerte. Hasta entonces cualquier cosa es posible.
Efímero e imprevisible, como las flores que ponen visualmente fin a la historia, bellas después de ser cortadas, después de morir; sutil como la música que acompaña muchos de los minutos de rodaje, notas al piano que recuerdan la ligereza impresionista; vidas monótonas sometidas al tic tac de un reloj interior que no queremos oír pero que, en cualquier momento va a pararse sin avisar. De 2012 a 2016 el director recopila sucesos periodísticos y lleva a la pantalla el día antes, el día en el que nada anunciaba ese desenlace, somos efímeros e intrascendentes, por eso el mensaje parece meridianamente claro. Disfruta en esta vida hasta el punto de que la muerte no te haga pensar en lo innecesario de todo el tiempo de espera. Si no en salas comerciales, el cine de Thamrongrattanarit merece la atención de filmotecas, los festivales hace tiempo que lo siguen y con razón.