Las últimas invasiones "bárbaras"
Por Tamara Iglesias
“Animales que violan, matan y roban en nuestra tierra sin impunidad; son bestias devoradoras de hombres que no merecen más que nuestro peor castigo”, así describía Flavio Rómulo Augústulo en el 476 a los hérulos (pueblo germano invasor) en uno de los múltiples textos del Excerpta Valesiani. A menudo cuando pensamos en los mal llamados “bárbaros” son palabras parecidas a éstas las que resuenan en nuestras cabezas, guiadas por los erróneos fetiches cinematográficos, apoyados en la historia que escriben los vencedores o los afectados (como era el caso de este jovencito de 15 años que acababa de perder el trono en manos de Odoacro, rey del clan mencionado). Si bien cuando la opinión proviene de un punto de vista objetivo (como el de Plinio el Viejo o el de Cornelio Tácito) encontramos una fuerte comparativa entre éstos y los alabados romanos, griegos y egipcios, cuya grandiosidad nos parece suficiente para salvar el hecho de que (como tantos otros) sus intenciones expansionistas dieron de cara con miles de bajas militares, violaciones y saqueos a civiles.
Pero sin ánimo de provocar que el lector emita juicios de valor tan pronto, dirijamos nuestra mirada hacia el comienzo de las invasiones que, en busca del cobijo de las zonas de gran riqueza agrícola y comercial, llevarán a germanos, tártaros, ostrogodos, visigodos y francos a traspasar las lindes del Imperio romano entre el siglo I y el siglo V. Quiso la casualidad o el irónico padre Cronos que en torno al 751, esos mismos francos que habían asesinado y asediado aldeas, tomaran el poder con promesas de paz, prosperidad y seguridad bajo el conocido nombre de Imperio Carolingio; y quiso también esta risueña parca, que el connato de seguridad se asentase sobre el mismo cimiento que los romanos habían empleado para asegurar las fronteras de su imperio: las marcas, territorios regidos por un señor feudal que (en este caso) emplearía medios militares para frenar el avance de cualquier posible invasión. Pero ni el reciclaje de esta inefectiva técnica, ni la presentación de los sucesivos regentes como efigies divinas, evitó que en el siglo VIII el territorio hubiera de enfrentarse con la fuerza magna de las tribus que provocarían su inexorable desgaste.
El primero de aquellos serían los sarracenos que, continuando con la tradición de piratería que venía establecida desde el siglo V a .C en el Golfo de Pérsico y eludiendo el poder emiral en Al-Ándalus y África, emprendieron su camino desde Túnez y Argelia hacia la toma del mar Mediterráneo, que verá pasivamente el ataque y saqueo de las naves genovesas y venecianas hasta el año 830 en el que se buscará una ruta alternativa para eludir a los piratas. Centrados en la captura y venta de hombres y mujeres, emplearon tácticas de abordaje típicas de la tradición hitita en alta mar (como el uso de serviolas, ganchos y pasarelas) hasta que la considerable merma de naves asaltadas en el 835 provocó que emplearan ataques terrestres en islas como Córcega, Cerdeña y Balerares, así como la propia península itálica e incluso la ciudad de Roma (que en el 846 fue saqueada).
Como modo de asegurarse el abastecimiento y aprovisionamiento, establecieron repúblicas independientes en Pechina, Sicilia (especialmente en Tarento) y Denis, continuando desde aquí su expansión por las costas de Toscana y Liguria; estas incursiones fueron excesivamente continuadas durante el año 870, momento en que deciden atacar Provenza, Marsella, Arlés e incluso Constanza (en la actual Suiza), estableciendo una base de operaciones en Fraxinetum (zona de Provenza que dominó los pasos de los Alpes occidentales durante el siguiente siglo) y provocando considerables períodos de pobreza y hambruna entre el vulgo.
Las últimas y más importantes amenazas sobre Niza y Tolón (últimos bastiones de riqueza que les faltaban por conquistar) continuarán hasta que a mediados del siglo X los condes provenzales y piamonteses logran derrotarles, propiciando su desaparición definitiva en el siglo XI.
Y mientras los sarracenos hacían sus escarnios en el Mediterráneo, los eslavos llegaban a escena. Este pueblo, cuyo origen nos es bastante incierto (incluso la etimología de su nombre resulta desconcertante, pues significa literalmente “palabra”), descendió desde el Danubio marítimo y el río Dniéster hacia el nordeste (por la taiga), el sur (hacia los Balcanes) y el oeste (de cara a Bohemia y Polonia) dividiéndose tímidamente y con cuentagotas desde el siglo VI hasta el siglo VIII en tres grupos: Venedic (eslavos del oeste), Antic (eslavos del este), y Sklavinian (eslavos del sur). Dado que su llegada a Europa no es especialmente reseñada por los historiadores del momento, podemos deducir que o bien hubo una cierta convivencia pacífica una vez tomados los territorios, o bien fueron el mal menor comparados con el resto de acometidas que soportó Europa.
De entre todos esos pueblos sin duda debemos destacar a los magiares (también llamados húngaros), que se han señalado como posibles descendientes de los escitas, los hunos e incluso los pueblos altaicos (dada su gran habilidad para compenetrar la figura del jinete con la del arquero, empleando monturas especiales con estribos que les permitían una gran seguridad en sus maniobras bélicas). Aprovechando las constantes incursiones de lo jázaros (que tenían demasiado copada la atención de Carlomagno y sus generales) y dirigidos por su rey Arpad, llegan al Valle del Po en el año 899, tras desplazarse hacia Levedia (entre los ríos Volga y Donetz) siguiendo el curso del río Don desde Bashkira (área entre los montes Urales meridionales y el río Volga, actualmente conocida como Bashkortostán, de la que eran originales); con la excusa en la mano de reclamar la tierra de su predecesor Atila (consanguineidad que nunca se ha demostrado) y la realidad en la espalda de estar siendo empujados por los pechenegos de la Ucrania oriental, el nuevo Imperio se encuentra con un enemigo que nunca debió subestimar, pues aunque se presentaban como meros nómadas pronto sus actos de pillaje y el rapto de mujeres y niños para venderlos como esclavos puso en alerta a zonas rurales y monasterios (dos de los puntos que más solían atacar debido a la falta de resistencia militar).
Las incursiones a Baviera (once veces sitiada) y Lombardía (que lo fue dos veces más) ayudaron a propagar terroríficas leyendas sobre la naturaleza antropófaga de estos “monstruos”, que se ganaron el epíteto de “bebedores de la sangre” por sus rituales paganos, en los que acostumbraban a embadurnarse con las vísceras del animal ofrendado. Será precisamente en Lombardía, el sur de Alemania y el norte de Italia, donde (en el año 915) se derivará una gran cantidad de recursos monetarios para reforzar las fortificaciones y castillos rurales, con especial interés en las propiedades de la Iglesia que llevaba perdiendo una fortuna a costa de estas ofensivas.
Sus treinta y tres razzias (nombre con el que se designó a sus incursiones) y la toma de ciudades como Brema, Orleans y Otranto serán olvidadas a partir de la victoria de Otón I en la batalla de Lechfeld (año 955, junto al río Lech, en Baviera); con este hecho y con la subida al trono del príncipe húngaro Taksony (de personalidad nada beligerante), comenzó la proliferación de asentamientos pacíficos en las planicies de Hungría y la inclusión de los magiares en la fe cristiana.
Tras haber conocido a los eslavos, los magiares y los sarracenos es posible que ahora, amigo lector, te preguntes con escepticismo si los embates focalizados de tres pueblos tan distintos pudieron realmente ayudar a fenecer un Imperio que veía sus comienzos con la caída de Childerico el merovingio y la elevación de Pipino el Breve. Pero al igual que las patas de una mesa o los jinetes del apocalipsis, aún me queda por presentarte al definitivo y más decisivo componente de nuestro cuarteto: los vikingos.
Etimológicamente, su nombre parece ser una derivación de la forma “Vik” (bahía) al que se añade el sufijo “ing”, dándole la significación de “gentes de la bahía” o “gentes del mar”; por supuesto éste no será el único apelativo con el que se les conozca, ya que para los francos serán los “hombres del Norte” y para los bizantinos “los hombres del comercio” o “varegos”.
Parientes próximos de los germanos y hérulos que habían comenzado las invasiones en el siglo V (y que tanto detestaba nuestro querido Rómulo Augústulo, con cuyas palabras he comenzado este artículo), emprendieron su expansión por razones derivadas de la superpoblación de algunas áreas; este hecho propició la modificación de la estructura familiar y de la repartición de tierras, que se dividió conformando diversos condados con un “jarl” o conde a la cabeza. Esta adjudicación generacional, unida a la consolidación de las tres grandes nacionalidades (noruegos, suecos y daneses), dejaba muchos perjudicados que vieron el beneficio de explorar más allá de las rutas mercantiles tradicionales, dando provecho al desarrollo de la técnica marinera y los drakkars (naves de roble muy ligeras y rápidas, de líneas esbeltas y con cabezas de dragones decorando sus proas, que compensaban la carecían de puente y timón con una vela cuadrada de unos trece metros de altura y remos capaces de remontar los más potentes cursos de agua).
Repartidos en grupos de cabotaje de diez a doce personas, llegaron a las costas inglesas la madrugada del 8 de junio del año 793 (momento considerado como el principio de la Era Vikinga) y atacaron el monasterio de Lindisfarne, acometiendo un pillaje y una violencia inusitadas hasta el momento; tanto es así, que lo sorpresivo y brutal de la ofensiva les valió el sobrenombre de “paganos hijos del diablo” por parte de los emisarios de la fe cristiana.
Aunque mantuvieron rasgos semejantes, es importante discernir que cada pueblo escandinavo mantuvo unas formas de expansión individuales: los noruegos exploraron el litoral del Océano Atlántico, seguramente desde las costas septentrionales de América del Norte, pasando por Groenlandia, Islandia y el norte de Irlanda hasta Marruecos, y dieron lugar a la leyenda de Erik el Rojo; la incursión de los daneses, que aparecieron como los auténticos vikingos de las leyendas (realizando la práctica del blóthorn o águila de sangre en la turbada presencia pública) haría parecer el ataque normando como una mera transacción comercial (sembrando el caos en Normandía e Inglaterra a partir del año 912). Los suecos, por último, estarían más caracterizados por su faceta comercial que por la guerrera, produciéndose su dilatación especialmente por las estepas rusas, donde hallaron una mínima confrontación.
De esta manera, los vikingos saquearán Hamburgo (año 845), París (años 845, 857, 885 y 886), Cádiz y Sevilla (año 859), y Pisa (año 860) hasta que, en torno a la etapa comprendida entre el 930 y el 980, las expediciones comiencen a no dar los frutos deseados (las riquezas ciudadanas ya no eran comparables a las de los siglos VIII y IX) y la firma de acuerdos fronterizos con los invasores provoque un largo periodo de paz hasta los nuevos ataques daneses de 1014 a 1016. De entre estos compromisos oficiales, destaca el caso del jefe vikingo Hrolf Ganger, más conocido como “Rollón” (que podemos ver en series como “Vikings” producida por The History Channel y a la que, como a toda la cinematografía de entretenimiento, no debemos dar absoluta credibilidad), con el rey de Francia Carlos III (apodado el Simple) cuando la dinastía carolingia ya tocaba a su fin.
En resumen, y para cerrar este artículo (ahora que ya conoces con más detalle los pormenores de estas últimas invasiones), estamos ante una serie de pueblos que buscan riqueza y expansión al igual que el propio Carlomagno o Justiniano ya lo hicieran, pero que han sido tildados de barbaros e invasores por una Historia que únicamente tiene por héroes a la casta venida de la Europa meridional. Y ya que mencionamos esta área geográfica, terminemos con una cita del gran Plutarco en sus “Moralia” sobre política que espero te haga reflexionar, querido lector: “¡Ay del hombre que tilda de invasor al pueblo vecino! ¡Ay, del que olvida que antaño hubo de poner el pie y la espada en las tierras de uno anterior! Guerra es guerra, amigos míos, y aunque Fortuna y Clío nos hayan sido generosas, debemos tener presente que bárbaros fuimos todos.”