Consentimiento: justicia o verdad

Por Ana Riera
 

La obra Consentimiento de la autora británica Nina Raine —dirigida por Magüi Mira— trata sobre muchas cosas. De lo subjetiva que puede ser la justicia, por mucho que presuma de objetiva, y de ser un bien universal. De lo peligroso que resulta jugar a ser Dios, ya que basta con que un experto manipulador del lenguaje, como por ejemplo un buen abogado sin escrúpulos, meta en la cabeza del jurado, al fin y al cabo personas de carne hueso como nosotros, un pensamiento tóxico o una duda razonable, para que triunfe la pseudo verdad y se genere el caos absoluto que todo lo arrasa. De lo difíciles que son las relaciones humanas, porque nos empeñamos en tenerlas controladas y ponerles etiquetas, pero ellas vuelan por libre reinventándose una y otra vez sin seguir nuestras reglas. De cómo se envicia todo cuando se pierde la confianza y el respeto mutuo. De nuestra fragilidad extrema, casi siempre escondida tras un montón de corazas, tantas que hasta a nosotros se nos olvida tenerlas en cuenta. De lo fácil que es confundir la culpa con el arrepentimiento. De la falta de empatía, esa cualidad tan necesaria para vivir en sociedad y establecer vínculos profundos con otros seres de nuestra misma especie y que tan desvirtuada está en la actualidad. Y como tema de fondo, erigiéndose como hilo conductor, la violación, con todos sus recovecos y zonas grises,  en la que, para la justicia, parece tan importante decir que no en el momento justo, como si no hubiera muchas otras consideraciones a tener en cuenta.

 

Muchos temas y muy serios que, sin embargo, van desgranándose de forma desenfadada y ligera, con algunas pinceladas de tragedia, pero en un tono soportable y contemporáneo. Con una historia con la que nos resulta fácil identificarnos y que nos va atrapando poco a poco hasta hacernos sucumbir por completo a sus encantos. Nos la presentan sus siete protagonistas, que empiezan como elementos decorativos y estáticos, pero que de repente cobran vida y se instalan entre el público, tan cerca que terminan por engullirlo.

Clara Sanchis, Pere Ponce. Foto: marcosGpunto.

Resulta emocionante estar tan próximo, poder apreciar sus gestos, sus movimientos más sutiles. Poder disfrutar en vivo y en directo del magnetismo de Candela Peña, esa atracción algo felina que nos obliga a posar los ojos en ella, incluso cuando no hace nada. O de la ternura que despierta Pere Ponce, el amigo perdedor que a lo mejor no lo es tanto. O de la incoherencia tan humana de David Lorente, que con su desesperación nos hace comprenderle y hasta perdonarle. O de la fuerza elegante de Clara Sanchis, que no pierde la dignidad a pesar de que le toca bailar con la más fea. O del ascenso y la caída de Jesús Noguero, que pasa de ser un triunfador que lo tiene todo a ser un perdedor que se queda sin nada. O de María Morales, la mujer moderna y emancipada a la que le tocará tragar y rebajarse. O la violada, una contenida Nieve de Medina que acaba perdiendo los estribos y reclamando venganza.

 La original escenografía de Curt Allen Wilmer, que se adueña de buena parte del patio de butacas, rompe la fina línea que separa la realidad de la ficción, creando un espacio que invita a concentrarse en lo que es realmente importante: lo que dicen y viven los protagonistas, sus triunfos y sus miedos, sus dichas y sus penas. Bastan unas pocas cajas de distintos tamaños para crear una situación o ambiente, porque sirven igual de alacena, que de atril, de mesa, de silla o de cama.

Al final los protagonistas vuelven a ocupar su lugar en la estantería, como si fueran mero atrezzo, como si no quisieran saber nada más de nosotros. Nos abandonan sin ofrecernos ninguna conclusión, pero con mucho en lo que pensar. ¿Pero acaso no es esa precisamente una de las funciones del teatro, quizás la principal? ¿Hacernos reflexionar sobre la vida y sobre nuestras limitaciones?

 

Foto marcosGpunto.

 
Hasta el 29 de abril puede verse en el Teatro Valle-Inclán de Madrid,

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