El asesinato de Laura OIivo

El asesinato de Laura Olivo

Jorge Eduardo Benavides

XIX Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones
ALIANZA

“Soy adicta a la estupidez de esta recua de gilipollas”, le gustaba decir a la difunta Laura Olivo, temible agente literaria, mujer que empezó desde abajo para terminar asesinada de un golpe asestado con un pesado premio, sobre sus clientes, todos escritores. El Colorado Larrazábal, detective peruano, negro y de origen vasco, expolicía emigrado a España, trata de encontrar al responsable de su muerte en El asesinato de Laura Olivo (Alianza) historia con la que Jorge Eduardo Benavides ha ganado el Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones.

“De ese mundo literario solo nos llegan referencias inexactas y cotilleos. Y creo que es una realidad muy rica y llena, como decía Juan Cruz, de egos revueltos”, comentaba la semana pasada Benavides a un grupo de periodistas, reunidos en Madrid en un céntrico restaurante peruano. Curioso, porque el autor asegura no conocer ese mundo más que por lo que le ha tocado vivir, que ha sido siempre bueno. “Me han tratado muy bien”, asegura con una sonrisa mientras mira a su editora, sentada a su derecha, indemne.

Después de transitar por varios géneros, Benavides ha llegado al criminal con todas las herramientas disponibles. “Es cierto que existía el riesgo de caer en el cliché” explica, “pero tenía que contener ciertos tópicos para que fuera negra y hay que sacarles el mayor partido posible. Ahora, tienen que pasar desapercibidos para que funcione”. El Colorado Larrazábal es un personaje con todos los resortes clásicos: un caso en el que trató de hacer justicia y le salió caro, desengaños, cierto código moral al que se ciñe y un grado de perplejidad ante las injusticias del mundo. Es algo atractivo y no lee, pero anota todo siguiendo los consejos de un jefe que tuvo allá en el Perú y de ese galimatías incomprensible que es su libreta va a salir la resolución del crimen, clásica y al estilo de la novela enigma.

La historia, negra hasta la última coma, se organiza en torno a dos ejes. Por un lado, la vida del inmigrante Larrazábal y sus conocidos, “una semblanza de la multiculturalidad de Madrid”, según el autor. El propio Benavides fue un inmigrante que llegó a Tenerife por azares de la vida y que se ganó el sustento de lavaplatos y albañil. “También tengo que decir que a este detective negro que en España interroga a testigos en casas de buenos barrios y va donde quiere en Perú no le habrían abierto ni una puerta”, añade.

Por otro, existe una compleja vertiente metaliteraria, con personajes robados a la realidad- aparición estelar de Jorge Edwards- y préstamos de otras ficciones como ese Marcelo Chiriboga, autor del boom inventado por Carlos Fuentes, que será una pieza clave para resolver el caso. “Chiriboga es una invención sobre la invención de otros. Me gusta que las historias se conecten, que no acaben en una sola novela”, explica el también ganador del premio Torrente Ballester.

En una historia poblada por mujeres fuertes -“no podría ser de otra manera, el mundo editorial es así”, asegura el autor- el lenguaje es una mezcla de influencias peruanas con lo más castizo de Lavapiés y Usera, barrios de Madrid por los que se mueve Larrazábal en sus pesquisas. “Es más escatológico y más madrileño. He disfrutado haciéndolo”, resume Benavides que adelanta que seguiremos viendo a su detective en el futuro. “Él es de origen vasco. O eso le han contado. Creo que habrá otra entrega y lo llevaré al País Vasco porque, claro, dice que es de Lekeito y de la Real Sociedad y eso es muy complicado”. 

Fuente: EL PAÍS
Colorado Larrazabal es un expolicía peruano negro, de origen vasco, que ha abandonado su Lima natal tras haberse enfrentado a un caso de corrupción en la época de Fujimori.
Sobrevive en Madrid, en el barrio de Lavapiés, haciendo trabajos ocasionales para el abogado peruano Tejada, también expatriado, y mantiene una relación sentimental semi-clandestina con una joven marroquí, Fátima.
Tras resolver el secuestro del padre de Fátima a manos de unos delincuentes de poca monta, su casera le encomienda ocuparse del caso de su sobrina, una joven periodista a la que todos los indicios señalan como única sospechosa de la muerte de una célebre agente literaria, Laura Olivo, con la que estaba viviendo un tórrido romance.
Mientras Larrazabal se adentra para su investigación en el mundo de las agencias literarias y en el lado menos amable del ambiente editorial, el lector se asoma a un entretenido fresco de escritores reconocibles y desencantados, novelas perdidas y ambiciones frustradas.
Larrazabal es un buen policía y sufre la perplejidad que le causa un mundo complejo en el que se siente desplazado y donde a veces lo que no vemos está justo delante de nuestros ojos. Personajes verosímiles, diálogos ágiles, ambientes reconocibles, una sutil ironía y una estructura muy bien construida llevan al lector con mano maestra de sorpresa en sorpresa ofreciéndole también materia para la reflexión. Como en los mejores clásicos del género.
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, en Lima, ciudad donde trabajó dictando talleres de literatura y posteriormente como periodista radiofónico. Desde 1991 hasta el 2002 vivió en Tenerife, donde colaboró con el suplemento dominical del Diario de Avisos. Allí fundó y dirigió el taller de narrativa Entrelíneas.
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Una propuesta inesperada

A Larrazabal siempre le llamó la atención la pequeñez de los pisos madrileños, sobre todo los del centro. Donde su compadre Tejada, en Usera, los pisos eran más amplios, más modernos y también más baratos. Su compadre se lo decía siempre que tenía oportunidad: qué hacía allí en el centro, que se mudara a Usera, hombre. ¿Acaso no trabaja ahí? ¿Acaso no ahorraría un dineral en transporte y en comidas? Y lo miraba con una perplejidad tintada de reproche, si quería hasta le prestaba dinero para que se metiera en la compra de un piso. Larrazabal movía suave, obcecadamente la cabeza.

Aunque en los últimos años le había ido lo suficientemente bien como para poder mudarse a otra zona, a él le gustaba Lavapiés, lo consideraba su barrio, allí había vivido desde que llegó a Madrid. Y su compadre, algo fondón, de camisa y vaqueros impecables —cuando no estaba de corbata y traje, casi siempre azul o gris—, se llevaba las manos a la cabeza como incapaz de entender aquel despropósito, que Larrazabal quisiera pagar más dinero por un piso pequeño con tal de estar en ese barrio. Pero después se le pasaba la contrariedad, dejaba de insistir en el asunto y seguían bebiendo cerveza muy fría y trinchando trozos de tamal o porciones de ceviche, a veces un contundente cocido que Mari Carmen, su mujer, preparaba para que no os olvidéis de que estáis en España, joder, decía con su acento madrileño y sus maneras toscamente cariñosas. A veces tocaba un buen restaurante, también, de esos a los que Tejada se había vuelto muy aficionado, descubriendo una dormida veta gourmet que exploraba, de un tiempo a esta parte, con interés y fruición algo más allá de la comida peruana.

En camiseta, sentado frente a su ventana, Larrazabal sintió con fastidio que se le humedecían los ojos al pensar en su compadre. Encendió un cigarrillo y se volvió a mirar a Fátima. ¿Por qué le decían Colorado?, le preguntó aquella primera vez que salieron juntos, durante las fiestas de San Lorenzo. Él le contó. Ella no supo si reírse o enfadarse, abrió mucho los ojos, soltó un bufido, ¡pero qué barbaridad!, y luego lo volvía a mirar y se le escapaba la risa. «Blanquita», le decía desde entonces Larrazabal acomodando con una de sus manazas los cabellos retintos de la joven. Pero ella decía que no, que no era blanca, y se reía con sus dientes hermosos y grandes, de hembra saludable. Era mora, marroquí, árabe, si prefería. ¿Acaso él no era negro? Negro, sí, negro peruano. Y mitad vasco, añadía pasando un dedo desde la cabeza hasta el vientre, como diseccionándose en dos mitades. ¿Un vasco negro? ¿Dónde se ha visto eso? Y los dos reían. Siempre terminaban con lo mismo. La marroquí y el peruano, la árabe y el vasco.

La mora y el negro, más bien, se ensombreció Larrazabal cuando le vino a la cabeza la imagen del padre de Fátima, el viejo Rasul. ¿Qué diría? ¿Qué diría si supiera que su hijita adorada se acostaba con él? Se tendría que morder la lengua, claro, pero por cuánto tiempo. Larrazabal se incorporó de la banqueta donde estaba sentado y se acercó a la cocinilla para poner a hervir agua. No, definitivamente no le gustaría. «Los moros son unos racistas de los cojones», le dijo Koldo un día, cuando él empezaba a salir con Fátima. Pero lo dijo con una sonrisa que desmentía la seriedad de sus palabras.

A Fátima la había conocido casi un año atrás porque ella y su hermano Jamal lo fueron a buscar para contarle desesperados lo que había ocurrido con su padre. Como si él pudiera hacer algo, bufó al escuchar la explicación atropellada de ambos, ¿por qué le contaban todo eso?, y estuvo a punto de darles con la puerta en las narices cuando la mano de Fátima aferró la suya, impidiéndole cerrar. Luego lo miró con tal intensidad que Larrazabal se quedó petrificado. Como una liebre frente a una cobra, pensó.

—Sabemos que ha sido policía en su país. Usted conoce bien cómo se manejan estas situaciones. Su voz había sonado alarmantemente ronca, casi teatral.

—¿Por qué no van a la policía?

Los hermanos lo miraron en un silencio cargado de reproche. Claro, era una pregunta estúpida. Larrazabal, como todos en el barrio, sabía bien que Rasul Tarik traficaba con móviles, con cigarrillos, quizá con hachís, aunque Fátima jurara que no, que eso no. El caso es que había desaparecido de camino a su casa —unos chiquillos vieron que lo metían a empellones a un coche gris— y a las pocas horas recibieron una llamada para pedirles dinero. Dinero que no tenían. O que no podían reunir tan rápido…

—Tiene que ayudarnos —se rompió finalmente la voz de la chica—. Le pagaremos lo que nos pida.

Nunca supo por qué aceptó. O mejor dicho sí, se dice ahora, mientras observa cómo empieza a burbujear el agua para el té y enciende otro cigarrillo. Pero siempre se sorprendió de que resultara tan fácil ser persuadido por la morita que veía pasar todas las tardes por su portal, con sus pañuelos y sus faldas largas, y que lo saludaba con una coquetería inofensiva y jovial. «Así de fácil eres, compadre», se rio Tejada cuando él se lo contó, dándole una palmada burlonamente compasiva en la espalda. Pero que tuviera mucho cuidado de dónde se metía.

Y así debió haber sido, pero no fue. Porque sin saber en qué momento, ya tenía a los hermanos en su minúsculo piso y él había sacado una libretita de notas. Y empezó con las advertencias. Lo primero: solo él hablaría de ahora en adelante con los secuestradores. Ni una palabra a nadie. ¿De acuerdo? Había que plantear una cifra que pudieran asumir, sin eso que se olvidaran de volver a ver a su padre. Segundo: debían hacer una con todos sus posibles enemigos, con gente del negocio en el que estuviera metido, con sus vecinos, con los familiares de aquí y de allá, de…

—Marrakech —dijo Fátima pasándose un pañuelo por los ojos—. Somos de Marrakech. —Su voz sonaba ahora más serena, y eso le gustó al Colorado. Mostraba temple.

—¿Entendido? —Esta vez miró a Jamal, que fumaba moviendo el ralo bigotillo con cierta hastiada suficiencia. El chico gruñó algo que parecía un sí, pero Fátima le hincó un dedo en las costillas.

—Entendido. ¡Joder! —Saltó el hermano, y se llevó una mano al costado.

Fueron dos días duros. Después de algunas llamadas discretas aquí y allá, de conversar con los chavales que vieron todo y de atar algunos cabos, Larrazabal supo con quiénes se enfrentaba. Al viejo Rasul lo habían secuestrado unos albaneses de allí, del mismo Lavapiés. Pedían treinta mil pavos. No eran de aquellos siniestros
profesionales que acechaban urbanizaciones de lujo y se ocultaban en polígonos alejados, con armas y coches preparados. Con esos sencillamente no se podía negociar. Pero esos jamás hubieran secuestrado a un traficante de tres al cuarto de Lavapiés. Estos eran unos aficionados que habían dejado tantas y tan fáciles pistas que hasta Santi, que vendía cupones de la ONCE en la esquina, podría dar con ellos. Pero no podían ir a la policía, claro. Eso no era negociable, le dijo Fátima, y él se encogió de hombros.

¿Con quién cojones hablaban?, preguntó uno, alarmado, cuando Larrazabal contestó la primera vez. Con paciencia, con toda tranquilidad, explico que él era el portavoz de la familia, que de ahora en adelante conversarían con él. El albanés soltó un juramento y seguro se cagó en su madre en su lengua endiablada antes de colgar. Larrazabal vio el horror encendiendo los ojos de Fátima, las manos de la madre elevadas al cielo, la maldición de Jamal cuando entendieron que la conversación se había roto abruptamente. Pero el Colorado les explicó que así era esto, volverían a llamar, que tuvieran confianza en él. Y así fue. A las dos horas el teléfono volvió a timbrar. Esta vez escuchó una voz que parecía de pedernal. Siniestra. Si no reunían los treinta mil euros, que mejor fueran preparando un puto entierro moro. Solo habían podido reunir quince. ¿Qué? Quince mil euros, no tenían más. Pero si les daban más tiempo… Volvieron a jurar y a cagarse en sus muertos. ¡Al viejo lo iban a recoger en pedacitos, marroquianos de mierda!, escucharon todos. Jamal quiso echar de la casa al Colorado, que se dejó empujar mansamente hasta la puerta. La madre lloraba agazapada en un rincón. Pero Fátima soltó dos ladridos en su lengua llena de jotas y asperezas y su hermano se quedó callado. Cuando se volvió a él, su voz era fina como un hilo de acero:

—Siga con la negociación, señor Larrazabal. Confiamos en usted.

Y en la mirada que le dirigió había una súplica pero también una desesperación y una vaga amenaza.

Por fin, luego de innumerables llamadas que se prologaron durante toda la madrugada y hasta bien avanzada la mañana del día siguiente («se van turnando, quieren cansarme»), llegaron a un acuerdo. Veinte mil euros. Larrazabal tenía los ojos enrojecidos, la lengua calcinada por los cigarrillos que había fumado sin tregua y una sensación de suciedad atroz en las manos, como si hubiese estrangulado a un animal. Fátima le ofreció una taza de té y Larrazabal olfateó la hierbabuena como si fuera algo inexplicable y sagrado… Sí, así había ocurrido.

El agua finalmente hervía y él terminó de preparar el té sintiendo cómo explotaba en su nariz el perfume fresco de la hierbabuena. Cada vez que lo bebía recordaba esa mañana turbia en casa de Rasul Tarik, el piar recién amanecido de los pájaros, los ojos cansados de Fátima, que había permanecido a su lado toda la noche y toda la madrugada, como quien acompaña en un velatorio, hablando poco y en susurros.

Esa mañana los hermanos pusieron el dinero en una vieja bolsa de deportes y Larrazabal salió de la casa, cogió un taxi y se acercó a un bar de General Ricardos. Allí le esperaba una nota —una nota escrita en mal castellano, metida en un sobre usado de Nacex— donde le daban las indicaciones siguientes. Mucha película, se dijo molesto Larrazabal, pero siguió escrupulosamente las órdenes. Se acercó hasta el colegio La Milagrosa y se la entregó a un chiquillo que le esperaba en la puerta con un teléfono en la mano. Un chavalillo mal encarado y rubio, con pendiente en la oreja. Once, doce años como mucho, cabezón como todos los eslavos. El chaval recibió el maletín sin mirarlo y llamó por el móvil. Luego le hizo un gesto, como si espantara una mosca, que se fuera.

Cuando llegó de regreso a casa de los Tarik, el viejo Rasul ya estaba allí, abanicándose perezosamente, rodeado de los suyos. Larrazabal siempre sospechó que lo tuvieron todo ese tiempo retenido en un piso cercano, por donde merodeaban los albaneses. Lo habían metido en el coche con los ojos vendados, le dieron unas cuantas vueltas para desorientarlo y lo soltaron bajo la resolana de la plaza de Lavapiés. La policía los hubiera atrapado en cinco minutos. Pero claro…

El té ya estaba listo y él lo sirvió con cuidado.

—Morita —susurró sentándose a la vera de la cama y colocando la taza con delicadeza casi frente a la naricilla de Fátima—. Morita —repitió un poco más alto.

—Colorado —ronroneó esta al fin, desperezándose con la parsimoniosa flexibilidad de un gato.

¿Por qué siempre despertaba tan feliz? Él hubiera querido preguntarle, hubiera querido pedirle que le dijera cómo así, pero en ese momento alguien tocaba a la puerta.

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