Últimas palabras en la Tierra, de Javier Serena
Por Luciana Carlopio.
Se trata de un héroe sudamericano, escritor, traficante de tabaco y poeta vanguardista en México, narrador exiliado en España. No importa si se trata de un personaje real, siempre hubo y habrá héroes anónimos cruzando el Atlántico con un sueño a cuestas. El que se lleva Ricardo Funes a Barcelona lo hace trabajar como marchante de feria, vender a viva voz y convencer a Guadalupe de que él vale la pena. Porque al igual que cualquier héroe clásico, este hombre irá batallando en la incertidumbre de llegar a ser reconocido incluso desde el oscuro sótano de su casa en Lloret de Mar. Desde este pueblo pesquero de Gerona, escribirá para certámenes literarios, será rechazado por cada editorial hasta que de buenas a primeras, y tras enterarse de que le queda poco de vida, recibirá su vellocino dorado, aplausos, gloria, finalmente un nombre.
Alcanzar un nombre, sí. Pero no se trata de nombres, se repite más de una vez en Últimas palabras en la Tierra (Gadir, 2017). Sin embargo toda la novela de Javier Serena respira esa mística en torno a quien se es a partir de alcanzar un nombre. Son desdoblamientos interesantes. Los primeros dos narradores lo mencionan, lo hace incluso el propio Ricardo Funes, aceptando el pacto de no revelar su identidad, contándose desde la muerte. Nadie dirá entonces que se trata de tal escritor chileno, a pesar de advertirse tarde o temprano.
Me detengo en dos nombres que no pude pasar de largo: Funes y Guadalupe. Y esto es una interpretación libre. Pienso en Guadalupe, la patrona de México, la diosa india, la malinche negada de Cortés, la chingada. La mujer que asiste sin ninguna recompensa, aunque en esta historia al final Ricardo Funes le pregunte por ese libro de poemas que ella todavía no se decidió a empezar. Pienso también en el Funes memorioso de Borges, hundido en imágenes exactas, incapaz de diferenciar el perro de las cuatro del de las cinco de la tarde. El hombre curioso al que se cuenta.
Por supuesto que esta es una historia que trata sobre la memoria.
Novela que se construye por oraciones que parecen no concluir, arrastrándose desesperadas, sin aliento a veces. La respiración de un asmático. La forma de traer a la mente un pensamiento que no termina de alcanzar su punto justo y concluir. El balbuceo del que está recordando, del que lucha en el fango del olvido. El discurso del moribundo, el que se resiste a saltar al abismo y desaparecer para siempre. ¿Acaso tantas oraciones concatenadas sea el estilo de Javier Serena? No leí sus anteriores novelas (La estación baldía, Atila), pero considero que esto, más allá de cualquier estilo, constituye el ritmo ineludible del relato, un acierto además que marca de principio a fin una lógica: ir tras los pasos del héroe común devenido célebre, con la torpeza de quien se resiste a perder lo que había de auténtico en ese personaje que pronto le pertenecerá a todos. Ya no más contado desde la intimidad. Ni su amigo editor, ni su compañera, ni siquiera él mismo, Ricardo Funes, podrán escapar de la literatura, tejiendo ficciones para engañar al olvido. Narrar, parece decir Últimas palabras en la Tierra, es ir recordando u olvidando una vida.
Sobresalen ciertas anécdotas que brindan calidez a la novela. Sobresale la gran capacidad de narrar de Javier Serena, atento a los detalles y, lo que más me gustó, su manejo de los climas, entrelazar lo que sucede con cómo sucede para cada personaje. Eso y el hecho de contar a otro, contándose a sí mismo en apariencia sin pretenderlo. Se reconoce así no sólo la admiración o el cariño de un amigo o una mujer, sino el hartazgo de no ser más, de morir también en un ser querido.
Y para cerrar se trata, creo, de un hombre valiente que en un momento comprendió que su vida sería la suma de experiencias para relatar en su vejez, “una biografía cuyos capítulos me entusiasmara recordar en el futuro” y “que aceptaba el infierno de la pobreza o la derrota o la locura antes que el infierno insoportable de la resignación”.
Últimas palabras en la Tierra continuará en las librerías españolas. Mi deseo acá, final de reseña, es cruzarme por Buenos Aires con esta novela. La ilustración de la tapa (Alfredo Zapico) resume un hartazgo, una felicidad, un poco de de todas esas sensaciones que cualquiera que escribe experimenta en su cuerpo. Una gloria, un efecto residual.