Viajes y libros

Hoy he dejado la fábrica

Hoy he dejado la fábrica

David Monteagudo

:Rata_ Books

Hoy he dejado la fábrica , «esta especie de diario de compañías y soledades», es quizás uno de los textos más personales del autor hasta el momento, un compendio de microrrelatos que funcionan como ventanas a la psique del autor, a sus miedos, recuerdos, vivencias, sueños y pesadillas. Un juego de luces y sombras en el que el escritor juega a confundir al lector, que transitará estas páginas en un irremisible estado de duda, asaltado por realidades y fantasías.

Hoy he dejado la fábrica es un volumen que apela a nuestros miedos más antiguos, como toda la obra de Monteagudo. Porque «apela al desconocido que nos sigue cuando subimos la escalera, a lo que puede estar pasando en la habitación contigua, cuando se apagan las luces. Y, como ocurre en este libro, la amenaza está en la mueca de un transeúnte, o en el carácter duro y fiero de un compañero de trabajo, o en la posible traición, en el deterioro y la pérdida», escribe Lilian Neuman. Un libro de relatos que nos hablan de la vida y de sus mecanismos insobornables, de nuestras propias vidas, nos interpelan y nos obligan a enfrentarnos a quienes somos y quienes hemos sido.

CAJA DE VIDA Y SOMBRAS
De Lilian Neuman
Fuente: ZENDA

Un hombre camina y sabe que por ahí cerca hay un monstruo.

Son las seis de la mañana y en su andar –o en su pedalear– mantiene a raya el rugir que le ha acompañado durante años en su trabajo en la fábrica. Ese mecanismo incesante que opera en su cerebro, y que no le deja vivir en silencio.

El hombre se llama David Monteagudo y un día, cuando era pequeño, abrió la puerta de casa en busca de su madre y se encontró con un lobo que lo aguardaba sentado tranquilamente en sus cuartos traseros. Desde entonces siempre hay un lobo que lo mira de lejos. Sus libros –Fin, Invasión, los relatos de El edificio – son fruto de una mirada así como distraída o intentando despistar al monstruo; a menudo esa es la mirada del autor que se ve en las fotos.

Casi todos sus escritos apelan a nuestros miedos más antiguos. Al desconocido que nos sigue cuando subimos una escalera, a lo que puede estar pasando en la habitación contigua, cuando se apagan las luces. Y, como ocurre en este libro, la amenaza está en la mueca de un transeúnte, o en el carácter duro y fiero de un compañero de trabajo, o en la posible traición, en el deterioro y la pérdida.

A este tipo que sueña con una casa siempre abierta a sus amigos –él desde la cocina, con las manos en la masa, los saluda desde allí, los invita a pasar y añade platos a la mesa–, que nació en Galicia y lleva cientos de años en Cataluña –en el Penedés–, se le sigue la pista sin querer, sin que él robe protagonismo en la foto. En muchos de estos textos habla de sí mismo; en todos habla de algo más. Sucede en cada una de estas preciosas páginas, sobre los otros o sobre el paisaje, sobre la lectura y la literatura. Sea un recuerdo de infancia –el frío dormitorio de sus padres, inmigrantes recién llegados a Cataluña–, sea aquel recuerdo de primera juventud –aquel valientemente cursi encuentro en una verbena–, sea el nostálgico relato de la pandilla de cinco amigos en el pueblo.

Aunque –como en un personaje de un relato de El edificio– se empeñe en convencernos de que solo es un observador benigno, aunque se encoja de hombros e intente aclarar la situación, la verdad es otra. Fantasioso y volador de altura, me pregunto cómo se le pudo ocurrir ese pedazo de “gato gordo como una vaca” andando entre las máquinas de la fábrica, o la fiera cara de ese tipo que se introduce –se mete en su vida de hombre adulto y responsable padre de familia– por la ventanilla de su coche.

Hay en Monteagudo sutil puñetería. Hay que tenerla para hacer esto: seguir levantándose de madrugada para irse a pedalear por el polígono industrial, cuando ya hace tiempo que él no tiene que entrar a trabajar. Que dejó la fábrica. Pasearse ante grandes criaturas de luces interiores, frías, que nublan la vista, coquetear con la boca abierta de la ballena, para mostrarle que es capaz de llegar hasta la puerta misma de sus fauces abiertas y seguir de largo.

Destino diferente al de, por ejemplo, Eutimio, uno de los habitantes de esta caja de luz y sombras (así me gusta entender este libro). Uno de los tantos individuos complicados o jodidos o malogrados: de mal despertar y peor primer café, que entrará en la ballena para ser engullido una vez más (y con el único aliciente de que el fin de semana se podrá ir de putas).

Pero aunque el autor se mantenga a salvo, alguna noche en sus sueños repetirá la pesadilla en donde queda atrapado en mecanismos que en su día manejó, como Chaplin en Tiempos Modernos.

Muchos hombres en estas historias, en estos perfiles, visiones, pensamientos, caminan por la ciudad. A este territorio –en la vida real– se le llama municipio. No llega a los cuarenta mil habitantes. Lo rodean fábricas y, como todo lugar pequeño, otorga la gracia de poder salir de él y mirarlo desde fuera. Y esa es una forma de mirarse también. De pisar los límites y andar más allá de la autopista para entrar en campo abierto. Y entonces el escritor se marca una jugada descriptiva de “viñedos y masías aisladas y silenciosas, austeros olivares y campos de almendros y melocotoneros, de un verde más intenso”. Y no es una jugada para impresionar, ni para que el alcalde le dedique una calle (aunque, la verdad, una plaza verde de nombre Monteagudo sería interesante). Aquí se celebra estar vivo, y por esa vitalidad, se admira el mismo cielo del autor, ese cielo de nubes que se vuelven tan finas como el nácar, que de golpe empiezan a filtrar “muy suavemente la alegría del sol, la promesa de la mañana primaveral sobre los campos mojados”.

Las grandes ciudades no permiten esto, a no ser que se viva en la periferia. El territorio de estas historias es pequeño y lejano, está lejos de todo y es principal. Cuidado: muchas veces se sienten ganas de huir de allí, huir de un destino triste, feo: no ser la chica del supermercado, ni el tipo de pelo largo o el aristócrata en horas bajas con sus modales altivos y sus pies metidos en unas playeras (y que dejan ver las plantas sucias de sus pies). O huir de la condena de “hombre extirpado”: “Hace tiempo que ya no se emociona mirando las estrellas, ni las puestas de sol, ni la luz estremecida e indecisa de los amaneceres”.

Pero entonces, en la siguiente página, urge ir allí, ya mismo, instalarse. Y respirar el glorioso aroma del sofrito de la vecina, cada domingo, “envolvente, insobornable”. Esa vecina que conjura la pobreza y la precariedad con sus cacharros abollados. O encontrarse con el viejo rockero, el viejo y veterano integrante de una banda de heavy metal, un posible Robert Plant que no pudo ser. Qué ganas de ir a tomarse una cerveza con él. Y de decirle, a este compañero generacional, que yo vi en una pequeña ciudad inglesa, un domingo a la mañana y con la segunda o tercera pinta en la mano, charlando en la puerta del pub, a un tipo igual a él.

Real o fantástica, siempre hay una conducta en el mirar, y una tenacidad de hierro. Maravilla imaginarse a Guy de Maupassant merodeando tabernas de París para contar las vidas de tipos especiales, o heridos o apaleados. Es una alegría –la verdad, todo este libro es una alegría– seguir la descripción fiel, detallada, el continuo ejercicio
de observación. Algunas son biografías sin más. Breves vidas contadas en una página que nos dicen esto, que podemos despacharnos en dos párrafos todo lo que somos y hemos sido. Todo lo que nos costó vivir. Hay más de uno de esos sorprendentes cuentos perfectos (y uno de ellos altamente autobiográfico).

He intentado definir este libro en pocas palabras. Porque su autor ha trabajado arduamente para encontrar las suyas. He hablado del paisaje y de las personas.

Pero por encima de ellas está el tiempo. Siempre está el tiempo que arrasa y derriba. Que le hace burla al regresar al pueblo, para asistir a la visión de un niño idéntico –o el mismo niño– que fue su amigo de infancia.

Y pese a todo, a décadas, afanes y vendavales. A esos caminos de perdición o de esfuerzo que a veces quedan reducidos a nada, allí sigue estando este tipo terco, que se reserva el mejor adjetivo para el momento indicado. Personalmente, no olvidaré unos cuantos, entre ellos el “superlativa” –cuando narra la vida de su madre– y que suena como una campanada.

En la vida y en la muerte, y en la niñez y la juventud, y en la canosa adultez, allí está David Monteagudo metido en su labor minuciosa, obsesiva, así lo cuenta en sus relatos.

“La vida, con sus mecanismos insobornales”, sigue rugiendo, sigue operando, sigue abriendo sus fauces de madrugada.

TAN ALTO EL SILENCIO
 

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