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Thelma (2017), de Joachim Trier – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.
El desolador inicio, en medio de un paisaje invernal, relacionaría la primera impresión que producen las imágenes con La profecía de Richard Donner. Un padre dispuesto a matar a un hijo bien representa un trastorno evidente en el adulto o esa angelical presencia de una pequeña rubia que acompaña a su padre durante la caza, encierra un peligro que desconocemos. El brutal preámbulo se interrumpe con una imagen cenital en la que abandonamos el bosque por el asfalto, como un pájaro que llevara una cámara, o mejor, un ser inaprehensible que controlara todos nuestros actos, el objetivo se sitúa sobre quien comprendemos rápidamente que se trata de la misma niña, ahora joven mujer, en su primer día de clase universitaria. Con la primera escena, Trier y Vogt han creado el clima que no nos va a abandonar el resto de la película, el del suspense, porque sabemos que, poco a poco, iremos conociendo la personalidad real de esa joven y las razones de ese devastador comienzo, un suspense al que se irá sumando el fantastique, y es que en realidad, el problema de Thelma (muy convincente debut de Eili Harboe) es que es una persona dotada de superpoderes desde su niñez, un poder que hace que todo lo que desea se pueda convertir en realidad, lo que tanto puede servir para lo que se quiere como para lo que se detesta, el problema de Thelma es su absoluta predisposición a que sólo los peores deseos se materialicen. El juego que propone la pareja de guionistas depende de ir desvelando poco a poco los sucesos del pasado que han marcado el presente de la joven, esos deseos infantiles que se cumplen y que terminan traumatizando a la familia entera, haciendo de Thelma una persona bajo continuo control y dominio paterno, porque los creadores de la historia hacen de Thelma una persona vulnerable, rígidamente sometida a una asfixiante dependencia familiar que intenta evitar la repetición de acontecimientos inexplicables del pasado a fuerza de crear una barrera psicológica que funcione como freno, y en este caso los frenos son dos, el pecado y el sexo, que se transforman en culpa interior.
Educada en la idea de que todo es peligroso, el don de Thelma no es dirigido al bien, sino a la represión, a la autocensura. Para que los deseos de la joven no funcionen como catalizadores de pasiones que no se pueden dominar y que pueden producir efectos irreparables o cambios de comportamiento ajenos a la voluntad de quien los realiza, la figura paterna como representante terrestre de un infierno permanente, ha inculcado en Thelma que todo lo que se desea es pecado, y el máximo pecado es la lujuria; que aquello que ella entiende como amor no es sino la influencia de su propio don en la mente de los demás, que los sentimientos no pueden ser recíprocos porque a lo que conduce su deseo es a aniquilar la libre voluntad de quienes se relacionan con ella. El don de Thelma es usado por su propio padre para eliminar su voluntad anulando la personalidad de la joven y estigmatizándola como un castigo divino. Por eso la vida de Thelma se convierte en la negación constante de sus propios deseos, hasta el punto de que su mente termina rebelándose ante tanta renuncia. Aquello que parece ser epilepsia no es sino la reacción psicosomática ante tanto rechazo autoimpuesto, un mecanismo de aviso del propio cuerpo que anticipa que, a fuerza de negarse al placer y al sexo, la propia psique lo va a buscar mediante el poder sobrenatural que tiene, provocando entonces sí, consecuencias imprevisibles para evitar la tentación. Estudiando biología, Thelma pretende llegar a conocerse buscando una explicación lógica y racional que su propia familia le ha negado tratando de ocultar una realidad evidente. Cuando Thelma consigue alejarse del control parental con la distancia que marca la separación física entre la vida rural y la universitaria, se inicia un nuevo descontrol; separada del refugio controlado y de la medicación sedante, nuevas sensaciones y deseos hasta entonces desconocidos comienzan a aflorar.
Por lo tanto, bajo el disfraz del relato fantástico, Trier, en su vuelta a Noruega, retoma el tema de la disfunción adolescente, de los cambios corporales que afectan a la psique y la conforman, de los primeros deseos sexuales conscientes que pueden confundir al individuo cuando la atracción se enfoca hacia otra mujer en vez de hacia el objetivo normado socialmente como sería un chico, y en ese descontrol propio de la edad, unido a las manifestaciones físicas que produce el autocontrol, y la confirmación de su capacidad para hacer el mal sin pretenderlo, la película se transforma en un drama psicológico de lucha contra sí misma hasta que no queda sino renunciar a la individualidad y claudicar en esa independencia temporal para volver a la tranquilidad ficticia del hogar paterno, a esa figura del padre que más parece un guía espiritual, un confesor religioso, que un educador desinteresado, alguien que no castiga porque sabe derivar esa consecuencia hacia la propia joven. El amor paterno y materno que recibe Thelma siempre viene empañado por una invisible barrera de temor y dolor, como si estuviera prohibido el contacto físico con la hija, su cercanía es, al mismo tiempo, sinónimo de amor y de miedo, son padres que tienen miedo de una hija que, sin embargo, tiene miedo de sí misma.
El terror psicológico que destila Thelma emparenta esta película con el clásico Carrie, pero donde De Palma consuma su historia en el triunfo de la venganza y la ira, Trier y su coguionista (el director de la notable Blind) abren un camino a la esperanza y al humanismo tras ajustar cuentas con el único origen de sus males y de la nula canalización positiva de su poder. El personaje de Thelma se encuentra muy unido al Anders de Oslo, 31 de agosto, película previa de Joachim Trier, incluso el elemento acuático une simbólicamente a los dos, y en ambos casos como amenaza y no tanto como elemento de purificación, pero donde Anders decide arrojar la toalla y borrarse de escena, Thelma utiliza su sufrimiento para reestructurar su mente utilizando su poder para buscar la sonrisa  mientras retomamos ese plano aéreo para recordarnos que, en el fondo, Thelma es un juguete en manos de otros destinos inabarcables, sólo que en este caso el libre albedrío ha seguido un camino de regeneración mediante el crecimiento y la reafirmación de una libertad personal que, mientras el teléfono recordaba que había un control a distancia, no existía. Es posible que la historia se alargue demasiado forzando la entrega de información de manera muy pausada y, finalmente redundante, pero también es cierto que es el ritmo que conviene a una historia que no pretende asustar sino usar el género como explicación de un cambio, de una lucha interior. Romper la tiranía masculina podría ser otra de las lecturas de una película donde las mujeres soportan el peso absoluto de la historia, tanto como para resultar impensable su desarrollo sin la permanente presencia de Eili Harboe en pantalla. Su mirada pasará de la agonía a la esperanza, y es de agradecer un soplo de optimismo tras tanto sufrimiento. Aprender a dar la vida tras ser enseñada a que sólo puedes provocar catástrofes y dolor es suficiente aliciente para sonreír cada nuevo día pensando en el beso en el cuello que sabes que te van a dar porque lo acabas de desear.
 

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