Pelea de gallos
Pelea de gallos
María Fernanda Ampuero
PÁGINAS DE ESPUMA
Con su primer libro de cuentos, María Fernanda Ampuero se coloca por derecho propio entre las grandes narradoras latinoamericanas de la última generación.
Pelea de gallos narra desde diferentes voces el hogar, ese espacio que construye –o destruye– a las personas, aborda los vínculos familiares y sus códigos secretos, las relaciones de poder, el afecto, los silencios, la solidaridad, el abuso… Es decir, todos los horrores y maravillas que se encierran entre las cuatro paredes de una casa: el espanto y la gloria de nuestras vidas cotidianas.
María Fernanda Ampuero ha reunido en su primer libro de cuentos a un buen número de seres inocentes que se corrompen, gente enferma de amor, de soledad, de pérdida –personas que luchan, a su manera, contra la nítida crueldad de estar vivos– y lo hace con un libro demoledor y apegado a Latinoamérica, en cuyas páginas se van desgranando elementos culturales, políticos y sociales que retratan a un continente en su complejidad, en sus radicales diferencias y semejanzas.
María Fernanda Ampuero nació en Guayaquil, Ecuador, en 1976 y estudió literatura. Colabora con numerosos medios internacionales y hasta la fecha ha publicado dos libros de crónicas, Lo que aprendí en la peluquería y Permiso de residencia. En 2016 ganó el premio Cosecha Eñe de relato.
Pelea de gallos es su primer libro de cuentos.
En algún lado hay gallos.
Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con
un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos,
cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y,
como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas.
Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado
sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.
Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis
tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir
mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo
perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía
esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor
de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo
donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias
que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor
gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o
besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo
decía a papá, volviera a llamarme mujercita.
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