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Emmanuel Chukwudi Eze: "La moderna filosofía occidental y el colonialismo africano"

Por «colonialismo» debemos entender la indescriptible crisis sufrida y soportada desproporcionadamente por África en su trágico encuentro con el mundo occidental, desde el comienzo del siglo XV hasta el final del siglo XIX y la primera mitad del XX. Un período marcado por el horror y la violencia del comercio transatlántico de esclavos, por la ocupación imperial de la mayor parte de África y la administración forzosa de sus pueblos, y por las resistentes y duraderas ideologías y prácticas de predominio cultural europeo (etnocentrismo) y de supremacía «racial» (racismo). Sería en vano tratar de limitar el período colonial a los «breves» setenta años transcurridos entre la Conferencia de Berlín de 1884, que repartió y legitimó la ocupación europea de África, y el principio de los años sesenta, cuando la mayor parte de los países africanos logró la descolonización constitucional.

Los comienzos del colonialismo deben ser localizados en las incursiones marítimas, ya fuesen esporádicas o sistemáticas, realizadas en África a mediados del siglo XV por parte de algunos cazadores de fortuna. Estos intereses comerciales, tanto individuales como institucionales, tenían el propósito de extraer y comercializar el oro, el marfil y otros recursos naturales y materias primas, pero pronto se extendieron a la exportación de africanos bien dotados y de sus hijos, como esclavos, a América y a otras partes del mundo. La riqueza y el capital acumulados por los comerciantes de Europa y sus instituciones (Barclay, Lloyd) en el Comercio Triangular financiaron las innovaciones tecnológicas en armas y otros equipos de navegación. Esto, a su vez, hizo posible las subsecuentes expediciones militares a gran escala que acabaron «pacificando» los reinos africanos. La mayoría de estas compañías comerciales mantuvo ejércitos a sueldo o financió, por medio de impuestas, las administraciones gubernamentales (europeas) de los territorios conquistados. La observación de Aijaz Ahmad sobre los ingles es, en este aspecto, acertada:

Los aventureros y promotores del comercio, como Cecil Rhodes en África del Sur, Frederick Luggard en Nigeria y Hugh Cholmondeley Delamere en Kenia, tuvieron un importante papel en la tardía colonización inglesa del continente africano. Aunque inicialmente el gobierno británico mantuvo una saludable distancia con respecto a estos aventureros y a sus cuestionables medios y prácticas, más tarde adoptó mucho de sus tempranos sueños y ambiciones para justificar la expansión colonial […]. Y en la mayoría de los casos proveyó de protección a las compañías para asegurar el derecho al libre comercio. Finalmente, dio el paso natural de establecer un control administrativo y colonial sobre aquellas áreas en las que estaban involucradas compañías inglesas de comercio.

Con relación a África, por lo tanto, uso el término de «colonialismo» como un concepto general para designar las realidades históricas de: a) las incursiones imperialistas europeas en África, que comenzaron a finales del siglo XV e inicios del XVI y derivaron en el masivo comercio transatlántico de esclavos; b) la conquista y ocupación violentas de varias partes del continente realizadas por las diferentes potencias europeas durante el siglo XIX y comienzos del XX; c) la administración forzosa de los países y pueblos africanos que siguió a su conquista y duró hasta su independencia en los años cincuenta y sesenta, y -en el caso de Zimbabwe y Sudáfrica- hasta los ochenta y noventa. El comercio de esclavos, así como la conquista, ocupación y administración forzosa de los pueblos fueron, en ese orden, la reveladora historia del colonialismo.

Filosofía, modernidad y colonialismo

En el sentido más amplio, debe entenderse como «período colonial» aquel que cubre más o menos lo que Cornel West definió acertadamente como «la era de Europa». Según West, este período (entre 1492 y 1945) estuvo marcado por los avances de Europa en el transporte oceánico, la producción agrícola, la consolidación del Estado, la burocratización, la industrialización, la urbanización y la dominación imperial que dio forma al devenir del mundo moderna. Y puesto que la dominación colonial e imperial de África fue en su origen, un elemento constructivo clave en la formación histórica de las manifestaciones económicas, políticas y culturales de la era de Europa, incluida la Ilustración, resulta imperativo que en el estudio de la naturaleza y dinámica de la modernidad europea examinemos las producciones intelectuales y filosóficas de la época, para comprender el modo en que, en la mayoría de los casos, justificaron el imperialismo y el colonialismo. Se ha demostrado que aspectos significativos de las producciones filosóficas de Hume, Kant, Hegel y Marx se originaron en -y son inteligibles únicamente en cuanto se comprenden como- un desarrollo orgánico dentro de los contextos sociohistóricos, más amplios, del colonialismo europeo y la idea de etnocentrismo: Europa es el modelo de la humanidad, la cultura y la historia en sí mismas. Y es precisamente este (re)examen crítico de las intenciones coloniales inherentes a la moderna filosofía occidental lo que anima al menos a una parte de los modernos filósofos africanos. Se trata del proyecto filosófico que Serequeberhan ha descrito apropiadamente como «la crítica del etnocentrismo».

En «África: historia de un continente», y en «El genio africano», más reciente (así como en sus otras publicaciones acerca de la historia africana), Basil Davidson ha señalado que lo más antiguos testimonios de encuentro entre los reinos europeos y africanos, a comienzo del siglo XV, se revelan como informes notables de tratos entre iguales (el intercambio de consejeros diplomáticos era una rutina), y como entusiasta relatos acerca de las prósperas y vibrantes naciones de Bini, Dahomey, Ashanti, etc., cuyos poderes de organización e influencia eran continuamente comparados, de un modo favorable, con los del pontificado romano. Sin embargo, a medida que las plantaciones de América evolucionaron y las demandas europeas cambiaron de las materias primas al trabajo humano, se produjo también un cambio en la caracterización literaria, artística y filosófica de los africanos por parte de los europeos. En la filosofía, específicamente, los africanos fueron identificados como una «raza» subhumana, y las especulaciones acerca de la naturaleza «inferior» y «salvaje» del «africano» se extendieron y arraigaron intertextualmente en el universo del discurso de los pensadores franceses, ingleses y alemanes de la Ilustración. David Hume, por ejemplo, que trabajara una vez en la oficina colonial británica, escribió en la famosa nota a pie de página de su ensayo «Acerca del carácter nacional»:

Me inclino a sospechar que los negros son por naturaleza inferiores a los blancos. No hubo allí apenas nación civilizada de esa categoría; ni tampoco un individuo eminente en pensamiento o en acto. No hubo fabricantes ingenioso entre ellos; no hubo artes ni ciencias. Por otra parte, los más rudos y bárbaros de entre los blancos, como los antiguos germanos, los actuales tártaros, poseen aún algo eminente (…) Diferencia tan uniforme y constante no hubiera tenido lugar (…) si la naturaleza no hubiera establecido originalmente una distinción entre estas razas de hombres.

Pienso que aquí, o que es filosóficamente significativo es la forma en que Hume define la «diferencia» entre europeos y africanos, entre «blancos» y «negros» (negre, negro), como «constante» (léase: permanente), y como una «distinción original» establecida por la «naturaleza» colocó a África fuera de la humanidad «verdadera» (léase: europea). Y puesto, para los filósofos de la Ilustración, la humanidad europea no sólo era universal sino la encarnación (y coincidía con) la humanidad en sí misma, el hecho de enmarcar a los africanos como una especie diferente, subhumana, sancionaba por tanto filosóficamente la explotación de los africanos con métodos bárbaros que no eran admitidos para los europeos.

Tales formulaciones de prejuicios filosóficos contra África y los africanos (y contra otros pueblos no europeos en general) circularon libremente y fueron recicladas entre los filósofos europeos modernos, con escasa originalidad. En su ensayo «Acerca de la variedad de las diferentes razas humanas», Immanuel Kant amplió amplió y los completó las anotaciones que había hecho antes acerca de «el negro» en otro lugar (Observaciones acerca de lo bello y lo sublime) con la siguiente distribución jerárquica de la diferentes «razas»:

STEM GENUS: blanca morena.
Primera raza, muy rubia (norte de Europa).
Segunda raza, rojo cobre (América).
Tercera raza, negra (Senegambia).
Cuarta raza, amarilla oliva (hindúes).

Como en Hume, la suposición que está detrás de esta disposición y de este orden es el color de la piel: blanco, rojo, amarillo. Y la tonalidad ideal de piel es la «blanca» -la blanca morena-, con respecto a la cual las demás son inferiores o superiores según se aproximen al «blanco». No resulta injusta por tanto volver a refererise a la descripción: «Este hombre era negro de la cabeza a los pies, una clara prueba de que lo decía era estúpido», como una clara prueba de que Kant atribuía al color de la piel (blanco o negro) la evidencia de la capacidad de raciocinio (y por tanto humana) o su ausencia. Pero cuando necesita justificar su declaraciones y sus posiciones con relación a este tema, Kant apela directamente a la nota a pie de página de Hume ya citada.

Si el comercio y las prácticas de la esclavitud trasatlánticas fueron erigidas filosóficamente sobre la pretendida subhumanidad de la «raza» africana, la prácitca del colonialismo fue, paralelamente, predicada desde la negación metafísica de la historicidad del ser africano. En ninguna parte es tan evidente esto como en el doble tratado de Hegel: Lecciones sobre la filosofía de la historia y Lecciones sobre la filosofía del derecho. En el primero, Hegel coloca a África fuera de la historia, como el comienzo absoluto y no histórico del movimiento del Espíritu. Consecuente, los africanos son descritos como incapaces de pensamiento racional o de conducta ética. No poseen por tanto leyes, ni religión, ni orden político. África, en términos humanos, es para Hegel una tierra baldía llena de «anarquía», «fetichismo» y «canibalismo», que espera que los soldados y misioneros europeos la conquisten y le impongan el «orden» y la «moralidad». Para Hegel, los africanos merecían ser esclavizados. Además, ser esclavizado por los europeos, argumentaba Hegel, beneficiaba al africano al proveerlo (a él o a ella) de «educación moral». En consecuencia, el colonialismo era también un beneficio para África, porque Europa la inseminaba con su razón, su ética y su cultura, y, por lo tanto, la historizaba.

Aunque en la Filosofía de la historia ya es totalmente consciente del fenómeno del colonialismo, hasta la Filosofía del derecho Hegel no establece de forma elaborada las estructuras que simultáneamente justifican y explican el colonialismo como la lógica inevitable del despliegue del Espíritu en la historia (europea). En la Filosofía del derecho, Hegel, partiendo de los esquemas metafísicos establecidos en la Lógica y en la Filosofía de la historia, explica precisa y minuciosamente cómo y por qué la moderna organización capitalista del Estado en Europa lleva necesariamente al imperialismo y al colonialismo.

Para Hegel, la expansión colonial e imperial de Europa es la salida necesaria y lógica al problema de la pobreza inherente al capitalismo. Si la división capitalista del comercio y el trabajo, que se suponía podía satisfacer el «sistema de necesidades» de la sociedad civil, engendra al mismo tiempo una clase pobre y segmentos de la población privados del derecho al voto, para Hegel sólo hay dos modos posibles posibles de solucionar esta contradicción. El primero es la asistencia social. El segundo, más puestos de trabajo. Las consecuencias de ambos, sin embargo, violan lo que Hegel consideraba los principios básicos de la sociedad civil. La asistencia social priva al individuo (pobre) de iniciativa, autoestima e independencia, mientras que el segundo -la creación de más puestos de trabajo-, según Hegel, podría producir una sobreabundancia de bienes y servicios en relación con el mercado disponible. He aquí cómo Hegel el escenario:

Cuando las masas comienzas a degradarse en la pobreza, a) la carga de mantenerlas en los niveles normales de vida puede recaer directamente en la clase más rica (impuestos más altos, por ejemplo), o pueden ellas recibir sus medios de vida de otras fuentes públicas de riqueza (…). En ambos casos, sin embargo, los necesitados no obtendrían la subsistencia directamente de su propio trabajo, y esto violaría el principio de la sociedad civil y el sentido de la independencia individual y del respeto por sí mismo (…) b) Como alternativa, podrían recibir asistencia indirecta en la forma de un puesto de trabajo. En este caso, el volumen de la producción se incrementaría, pero el mal consiste precisamente en el exceso de producción y en la falta de un número proporcional de consumidores (…) Por tanto, se hace evidente que el exceso de riqueza no hace a la sociedad lo suficientemente rica; es decir, sus recursos son insuficientes para frenar la pobreza excesiva y la creación de un populacho miserable.

Para resolver, pues, el problema de la pobreza del «populacho miserable» que proviene de la distribución desigual de la riqueza inherente a las modernas sociedades capitalistas, la solución que recomienda Hegel es la creación de más riqueza para Europa desde fuera de Europa, a través tanto de la expansión del mercado europeo de bienes como de la expansión de los colonos y del colonialismo. La pobreza y la necesidad de mercados, dice Hegel,

empujan [a la Europa del capitalismo «maduro»] a ir más allá de sus límites y buscar mercados -y con ellos los medios de subsistencia que necesita- en países que, o bien carecen de los bienes que ella produce en exceso, o bien están en general atrasados en la industria.

La expansión del colonialismo y del capitalismo son por tanto necesidades lógicas para la realización de la obviamente universal idea Europea, y al etiquetar a los territorios y pueblos no europeos como «atrasados» en la «industrial», éstos se convierten en presas legítimas para las actividades coloniales y colonialistas. Según Hegel: «Todos los grandes pueblos (…) avanzan hacia el mar», porque

el mar les provee de los medios para las actividades colonizadoras -esporádicas y sistemáticas- a las cuales la madura sociedad civil está abocada, así como suministra a una parte de su población un retorno a la vida sobre la base familiar en una tierra nueva, proporcionándose de este modo a sí misma una nueva demanda y un nuevo campo para su industria.

Hegel no evoca ninguna pregunta ética a propósito de la articulación de esta carrera de Europa por la riqueza y por el territorio en otros países, precisamente porque él mismo, sumándose a Hume y Kant, ha declarado que el africano era subhumano: el africano carece de razón y por lo tanto de contenido ético y moral. El estado «natural» del africano, filosóficamente articulado, excluye automáticamente la posibilidad de que la relación entre Europa y África, entre el europeo y africano, entre el colonizador y el colonizado, pueda ser gobernada o regulada por cualquier clase de ley o de ética. En palabras de Hegel (Filosofía del derecho):

La nación civilizada (Europa) es consciente de que los derechos de los bárbaros (africanos, por ejemplo) no son iguales a los suyos, y considera su autonomía sólo como una formalidad.

Resulta, claro, entonces, que en ninguna parte es tan directa como en Hegel la conjunción/intersección de los intereses filosóficos, políticos y económico respecto a la denigración y explotación de África por parte de Europa. Puesto que África, para Hegel, «es la tierra del oro comprimida dentro de sí misma», el continente y sus pueblos se convierten al mismo tiempo en una isla del tesoro y en una terra nulla; un territorio virgen rebosante de materias primas humanas y naturales que espera pasivamente ser explotado por Europa y que ésta lo convierta luego en una serie de miniterritorios europeos.

Hay buenas razones, pues, para que la «crítica del etnocentrismo» se haya vuelto un importante, aunque «negativo», momento en la práctica de la filosofíaa africana. Porque con las autoridades de Hume, Kant, Hegel y Marx tras de sí, y con la duradera imagen del «africano» como el «negro», el «salvaje», el «primitivo», etc., así como unos intereses económicos y políticos perfectamente articulados, los antropólogos europeos de los siglos XIX y XX llegaron a África. Y quelle surprise!: los Lévy-Bruhl y los Evans-Pritchard refieren que la «mente africana» es «pre-lógica», «mística» e «irracional». Estas producciones antropológicas, encargadas a menudo tras la invasión militar de un territorio africano o después de una rebelión en contra de los poderes de ocupación europeo, estaban destinadas a proporcionar, a la administraciones europeos y a los obreros-misioneros culturales, todo tipo de información acerca de los «primitivos», tanto para garantizar una administración eficiente como para suministrar conocimientos acerca de la «mentalidad africana», de modo que, al mismo tiempo que demonizaban y reprimían las prácticas africanas, las actitudes y los valores europeos, «superiores», pudieran ser inculcados en la conciencia africana. Desde las transformaciones de la economía y la política de África, hasta la transformación de la religión y de las instituciones educacionales, el objeto fue siempre aumentar el provecho de Europa, asegurar a la metrópoli el total dominio del territorio colonial y reproducir Europa y los valores europeos no sólo en la vida material, sino también en la vida cultural, la vida espiritual y las formas de expresión del africano.

(Fuente: «Pensamiento africano (I): Ética y política», Emmanuel Chukwudi Eze (ed.), Editorial Bellaterra)

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