'Tokio', de Donald Richie
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
Tokio
Donald Richie
Traducción de José Jesús Fornieles Alférez
Confluencias
Almería, 2018
202 páginas
Los japoneses tienen que vivir en su país y los extranjeros no pueden. Eso es una tradición, y como tal, contiene sus buenas dosis de maldición. Especialmente cuando se trata de la sublimación de contrastes que es Japón, representada en un Tokio interminable, de estilo arquitectónico futurista, pero estructura urbana medieval. En términos occidentales, tal y como se refleja en las calles de Blade Runner, es una organización cívica primitiva. Carente de zonas verdes, carente de edificios históricos persistentes (los que existen son derribados y reconstruidos para mantenerlos en buenas condiciones), Tokio es artificial en lo económico y en lo mercantil. Es una ciudad fea en la que los ciudadanos está desarraigándose todos los días, en su viaje del suburbio al centro y del centro al suburbio. Es una ciudad que no está pensada para ser paseada, pero en la que el occidental, que nunca pasará inadvertido, se convierte en un espectador. Todo esto hace de Tokio un lugar inhabitable para Donald Richie, a pesar de los cincuenta años que lleva viviendo allí.
Inhabitable porque sigue siendo incapaz de entrar en la vida de la ciudad con cierta fluidez, de vivirla con naturalidad. El hecho de que lo moderno sea kitsch, y la tradición incómoda, le aleja definitivamente en aspectos sociales. Pero tampoco es capaz de comprender Tokio, y con ella a los ciudadanos de Tokio, en un aspecto emocional. De ahí que nazca este libro, para dar fe del sentimiento de transitoriedad perpetuo, que le incomoda. Y es que lo efímero, como es Tokio, donde las transformaciones se suceden constantemente, es el ahora. Pero para un occidental vivir el ahora es vivir en paz, no con la energía neurótica de Tokio. Richie, como cualquier occidental, opina, y como los mejores de nosotros, está dispuesto a percibir, pero la sensación de puerilidad que le transmite la ciudad le supera. Nada hay más infantil que la moda, algo que imposibilita hasta la decadencia, porque los japoneses mantienen sus tradiciones a la par que las innovaciones. Eso sí, siempre al límite, como si estuvieran estudiando la elasticidad social.
Su función se ha limitado, concluye, a la de ser espectador, Tokio contiene una pulsión teatral, que es su seña de identidad, su emblema, su patria y su cultura. Existe una forma de occidentalizarse al estilo japonés, que solo los japoneses son capaces de reproducir. De ahí estas impresiones tan descabaladas, pero a la vez tan ingeniosas y razonadas, con las que Richie define Tokio de la mejor manera que podemos, si es que podemos, entender a la ciudad los occidentales.
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