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Con el viento (2018), de Meritxell Colell

 
Por Miguel Martín Maestro.
Hay una España que se vacía desde hace décadas, un interior despoblado, empobrecido, abandonado. Refugio de ancianos y carente de servicios, un interior que expulsa a sus jóvenes después de formarles. Pero incluso dentro del interior hay interiores aún peores, el de esa España rural de pequeños núcleos exhaustos, donde desde hace muchos años lo único que crece es el número de tumbas en el cementerio. Una España de casas abandonadas, de casas en ruina, de explotaciones agrícolas deficitarias, una España de recuerdos y fantasmas que ya nunca más va a recuperarse. Un interior al que se sienten ligados los más jóvenes mientras los mayores permanecen a la espera del día definitivo, de la muerte o del asilo, y que una vez desaparece la unión con una persona a la que se quiere, pocas veces se recupera más que como una visita fugaz mientras se desarma una casa que tampoco será fácil vender. En su primer largometraje la directora Meritxell Colell habla de este mundo que se agota y del retorno forzado de una familia al lugar del que salieron para reestablecer una conexión perdida, en concreto centrado en el personaje de Mónica, la hija tantos años ausente, tan alejada de su origen como agotada por el recuerdo de la ausencia y el dolor. Primera película que contiene alicientes para esperar futuras creaciones, con logros visuales muy potentes, y algún que otro altibajo producto de cierta concesión discursiva y reconocible para la mayoría de espectadores.
Para hablar de esta España moribunda la directora se sirve de la mirada y el cuerpo de Mónica, la bailarina y coreógrafa Mónica García en su debut en el cine, la presencia más sugerente y conseguida de la película, que no necesita hablar para transmitir sus sentimientos, y que con su cuerpo en movimiento elimina la necesidad de cualquier explicación sobre su pasado, su presente o su futuro. Mónica regresa a su pueblo natal tras la muerte del padre, bailarina profesional lleva muchos años viviendo fuera del país y, lo que es peor, muchos años alejada del día a día de su familia, y, en concreto, de sus padres. La muerte del padre provoca ese regreso y la recuperación de un tiempo perdido alargando la estancia durante meses para recolocar, tanto lo material de una casa a vaciar, como lo personal en su relación con la madre, la otra actuación notable de la obra, interpretada por Concha Canal, sin estridencias, sin exageraciones, actuando con la serenidad y resignación de una persona ante la inminencia del fín y el abandono del pueblo. El personaje de Mónica es de pocas palabras, acostumbrada a manejarse con la expresión corporal, ésa que su familia desconoce porque nunca la han visto actuar en directo, pero cuanto más contacto toma con la tierra de su niñez, más cerca de todos sus familiares, y de sus fantasmas, se va sintiendo.
Las escenas de soledad de Mónica, monologando con sus danzas improvisadas, representan lo sobresaliente de la película, ese cuerpo en absoluta armonía con el entorno va moviéndose cada vez con más energía, espacio, ánimo. Tras la escena de apertura, rodada de manera que apenas intuimos que se trata de un baile, apreciando partes de un cuerpo indeterminado en una penumbra conscientemente oscura, el personaje irá usando la danza para acomodarse al espacio, aceptar su origen, acercarse a una madre a la que acecha un futuro desarraigado de su entorno aunque más cerca de su otra hija y nieta, personajes que, para mí, son lo menos conseguido de la película, un desdibujado y esquemático perfil de los interpretados por Ana Fernández y Elena Martín (muy poco creíble ésta), muy alejadas del nivel que suelen proporcionar en sus películas, y puede que porque solamente sean apoyos argumentales para que la película no se transforme en cine mudo de miradas, para que haya alguien dispuesto a asumir el rol de Mónica en un futuro dentro de la familia, para que haya un punto de fricción innecesario entre las hermanas con los consabidos reproches de quién estaba y quién se marchó, pero que, en vez de proporcionar un avance en la narración imponen un parón, un subrayado de un conflicto personal  que no aporta gran cosa, porque lo importante de la película está en lo que no se dice, en lo que vemos en los ojos de Mónica y a través de esos ojos.
El entorno y la naturaleza del norte de las provincias de Burgos y Palencia no se transforman en personajes, sino en catalizadores del progresivo acercamiento de Mónica a una realidad que tenía latente y que no quería revivir porque significa dolor y distancia. Cuanto más cercanos se sienten esa nieve, esa montaña, ese sol de invierno en la cara, ese viento helado en la cumbre, más libre para afrontar su futuro sin remordimientos actúa el personaje principal, recuperando sus errores y asumiéndolos, aceptando el paso del tiempo como algo necesario para crecer desde el dolor, para sentir la caricia de un recuerdo en un objeto o en un amanecer,  para recuperar la dureza del invierno y el frío constante en el cuerpo en una casa imposible de calentar, entre otras cosas porque primero hay que calentar los recuerdos, asumirlos y eliminar el frío de la distancia que congela a las personas. Los espacios vacíos de esa casa se muestran hostiles para Mónica en las primeras semanas, pero poco a poco van permitiendo el baile, el roce con las paredes, espacios que se van haciendo suyos una vez más desde el lejano recuerdo de un tiempo abandonado en la memoria, todo con un objetivo final, conseguir que el personaje dance en el espacio libre, al viento, cara al viento, sintiendo el viento, con el viento.

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