Los benditos

LOS BENDITOS

PABLO DÍEZ

EL DESVELO
 
‘Los benditos’, el formidable retrato de un hombre que forjó un imperio.
 

Don Rodrigo, ilustre caballero castellano, es designado como Adelantado para dirigir una gran explotación de oro en la América conquistada por los españoles. Su ayudante, un joven acomodadizo y aficionado a los placeres mundanos, relata sus acciones a la par que arroja su devastador dictamen sobre el insigne personaje y sobre la brutalidad, indolencia, fanatismo religioso y degradación que campan a sus anchas en ese territorio remoto.

 

Missit Me Dominus (El Señor me envía)

Es justo decir que la explotación de Iturú había caído en la desatención y hasta en la ruina. Donde debía haber un ejército de hombres sacando el oro a manos llenas, no había otra cosa que el vacío de una orilla lodosa batida por las huellas de los animales. Los peones castellanos yacían perezosamente, enfermos y pulgosos, durmiendo en hamacas en compañía de perros cruzados o de indias con los pechos curvos, borrachos y del todo incapacitados para el trabajo o la honestidad. En su tierra de origen habían sido delincuentes, asaltadores de carretas, ladronzuelos de pueblos y mercados. La creencia de que pudieran redimirse con esa misión sagrada que se les encomendaba, en contacto con la imponente vastedad del Nuevo Mundo, no había surtido el efecto deseado. Más bien al contrario.

Los banqueros a los que había sido arrendada la explotación se habían desentendido en seguida. Después de los primeros atracones de oro que se dieron, y tras haberlo robado sin piedad, creían que nada más iba a poder sacarse de aquella tierra, y aún menos de esos peones a los que ni el oro ni la riqueza seducían ya. O creyeron quizá que ese metal, por el que nos hemos matado los unos a los otros durante siglos, lo poseían en tal abundancia que no conservaba ya ni su valor ni su embrujo. Puede que incluso, a base de tenerlo tan frecuente y abundantemente entre sus manos, se hubieran visto esos rapiñadores usurpados de su propia codicia. Al fin y al cabo, el afán del hombre por amasar riqueza ha de tener un límite cuando ésta se ofrece con tal prodigalidad. No acabo de entender por qué perdieron el interés, pero sin duda dieron vulgar y desprendido uso al oro que acumularon. Los ricachones debieron haberlo usado para costearse banquetes, golfas y abalorios, dejando el recinto en manos de aquellos peones desdentados y volviendo cada pocos meses para comprobar que, en efecto, la explotación estaba ya huérfana de oro y de hombres a quienes preocuparan su fortuna y su destino.

Fue así como dejó de extraerse el precioso metal, y así como se perdió esa valiosa contribución con la que cubrir las deudas del Imperio, financiar viajes a través del océano o sufragar, por qué no decirlo, los legítimos excesos que corresponden a los grandes señores. Triste despilfarro de las ofrendas divinas, sin duda, el que quedara confiado el cuidado de la explotación a aquellos braceros que vivían adormilados y preñaban a las indias que merodeaban como ratas por los campamentos de la Corona. Sin apenas supervisión de los banqueros ni sus mercenarios, el yacimiento se pudría en la vigilancia perezosa de aquellos castellanos rendidos, vestidos con harapos, que constantemente se rascaban las partes pudendas infectadas y que no utilizaban el río para otra cosa que para echar las cañas de pescar, bautizar a sus bastardillos y vaciar el vientre.

Es justo, como digo, reconocer que aquella explotación era un recinto subvertido por el vicio y la indolencia. Los desperdicios se acumulaban en torno a las chozas, la iglesia se encontraba a medio construir y había sido tomada como refugio por pordioseros, moribundos y serpientes. A donde uno dirigiese la mirada no veía otra cosa que indios atolondrados y amos desdeñosos, hombres incapaces de mostrarse a la altura de los diseños del Creador y de sus supremos representantes en la tierra. Lo único que el yacimiento producía en abundancia era la desidia, que prosperaba en el gobierno de los incapaces, en el vicio que rasga al hombre, lo aparta del trabajo y lo arroja a las tentaciones más bajas que encuentra a su alcance. Ni siquiera de su propia salud se ocupaban aquellos castellanos, que iban muriendo como moscas. De unos quinientos trabajadores que llegaron al principio, apenas quedaban la mitad al cabo de los meses. Aquellos hombres eran parsimoniosamente devorados por la inclemencia de un entorno al que no sabían hacer frente, tan privados de tesón como estaban, tan dispuestos a sacrificarlo todo en aras de urgencias y vicios súbitos, de fácil satisfacción, a los que se dedicaban en cuerpo y alma hasta que uno y otra enfermaban.

Apenas podía encontrarse entre aquellos hombres a uno que hablara como es debido, que se tuviera en pie sin tambalearse, que no apestara a vino o que sintiera siquiera un resquicio de vergüenza por la ruina en la que habían convertido aquella boca de oro en plena jungla. ¿Acaso no les animaba ni les hacía recapacitar el saber que estaban sirviendo a la Corona en la mismísima vanguardia de sus dominios? ¿No les estimulaba pensar que su trabajo contribuiría a enriquecer y engrandecer su tierra natal mediante la audaz explotación de sus más lejanos recursos? La respuesta era que no, que nada conmovía a aquellos hombres. No sentían el orgullo del patrimonio colectivo, sino que sus vidas se consumían en los mismos apetitos y en las mismas necesidades rastreras que las de cualquier aldeano de Castilla que, apestado en su villorrio, jamás hubiera tenido la oportunidad de ver el ancho mundo y de maravillarse ante él. Eran los mismos hombres de campo, estrechos de miras, avariciosos y corruptos, moralmente ínfimos, propensos al vicio y a resguardo permanente de todo mérito, espíritu de sacrificio o virtud. La misma gente, la misma mentalidad, pero a un océano de distancia, en una tierra salvaje a la que exportaban la misma brutalidad y ausencia de cometidos elevados que inundan las vidas del campo castellano. No era, definitivamente, gente llamada a labores superiores. Eran sometidos, vasallos que, al verse libres de los señores que con tan firme mano los sujetaban en su Castilla originaria, enloquecían ante la imposibilidad de hacer un uso provechoso de la nueva vida que se les concedía. Ladronzuelos de posadas, saqueadores de grano, asaltadores de caminos, roedores de pan duro, mendigos a la puerta de los monasterios, pastores a sueldo del propietario más minúsculo y avaro… Eso es lo que fueron, y en eso deberían haberse quedado. Jamás debió encomendárseles tarea tan audaz como la de exprimir las riquezas de los nuevos territorios de Su Majestad Cesárea.

La Corona tardó tiempo en percatarse de la situación en Iturú. Cuando tan vergonzosa infraexplotación de los recursos del Imperio llegó a oídos de los tesoreros de la Corte, se reunieron a algunas de las mentes más brillantes y se tomó la decisión de enviar a Don Rodrigo Maldonado, en calidad de Adelantado mayor, para dirigir la explotación. Para ello le fueron concedidos poderes ilimitados sobre todo cuanto aconteciera en ese pedazo de jungla. Siempre y cuando se entregara la cantidad de oro fijada, Don Rodrigo podría hacer con ese territorio, y con sus pobladores, lo que se le antojara.

Debo decir que el Adelantado sirvió con ejemplaridad y con total sujeción a esa doble consigna. Jamás se escamotéo una pepita de oro bajo su mandato, sino que la cantidad comprometida se entregó debidamente, una y otra vez, a los galeones que surcaban el oceáno para llevar el brillante metal a la Corte. Y vive Dios que, amparado en la libertad de acción concedida por sus patrocinadores reales, dio rienda suelta al privilegio de su poder ilimitado. No podía ser de otra forma. Sólo bajo esa premisa habría aceptado el cargo aquel caballero intachable, propietario de tierras y ganado en Castilla, antiguo héroe de guerra, servidor y apoderado de lealtad inquebrantable. La Corte se quedó tranquila de enviar al Nuevo Mundo a su más celoso guardián, al único de cuantos frecuentaban las administraciones reales por quienes hubieran puesto la mano en el fuego en la seguridad de que no robaría ni una onza de metal.

Desembarqué junto a él al amanecer, tras un viaje sacrificado y tedioso a través del océano y después de haber remontado durante semanas el largo tramo de un río que, en ciertos intervalos, se crecía ancho como una laguna, barroso y bravo. Echamos el ancla en un puerto fluvial desde el que, en dos barcazas más estrechas, Don Rodrigo y sus acompañantes fuimos conducidos a través de los arroyos mansos en torno a los que se amontonaba la selva. Molidos por el viaje a través de esas vías de agua angostas, ansiosos por arrojarnos sobre una hamaca y por ser agasajados, en el yacimiento nos recibieron los dos banqueros, su pequeño ejército particular, una comitiva de castellanos desmejorados y un semicírculo de carne desnuda compuesto por los indios y sus hambrientos perros.

Frente a tan calamitosa recepción, el Adelantado, que ya en la distancia había escrutado con desaprobación las míseras chozas, los lechones pintos revolcados en el barro selvático y el lamentable aspecto general de la explotación, procuró desde un primer momento exhibir pulcritud y decoro. Antes de salir de la nave se colocó el yelmo y la banda cruzada con las bolsas de pólvora; la espada de acero toledano rasgó su metálica funda; se ajustó los calzones de paño, la horquilla y las botas; esgrimió el mosquete como si fuera un bastón y, con esa indumentaria, rubricó el inicio de su mandato sobre Iturú. A nadie que le hubiera visto salir de la barcaza con esas ínfulas podría haberle quedado duda de que aquel hombre llegaba con el firme propósito de dominar, y de que aquella tierra iba, por todos los santos, a escupir tanto oro como espigas de trigo y carneros cubren el campo de Castilla.

Vestido de esa manera, y antes siquiera de saludar a los banqueros, con quienes tenía orden de fingir prudente cortesía, quiso pronunciarse con un ademán aleccionador.

– Vais a limpiar vuestros pecados. ¡En cueros, todo el mundo! Vais a bañaros en este río del que os resistís a sacar oro, y a cruzarlo a nado de una orilla a la otra. El que no sepa nadar, que se apañe, que mueva el cuerpo como un perro, o que pida el socorro de sus compañeros. ¡En cueros he dicho!

Una voz replicó que había peces carnívoros en la parte honda del río, y que ningún hombre se había internado allí jamás, puesto que era muy posible acabar con la carne roída y las cuencas de los ojos vacías. El Adelantado, sin embargo, no consintió vacilación alguna y reiteró su primera orden:

– No ha creado Dios todavía a ningún pez, de mar o de río, al que le guste la carne tiesa de los castellanos. En estas aguas encontrarán mejores banquetes. Una carne como la vuestra, enferma y amoratada, no es del gusto ni de la peor bestia. Me atiborraría de ranas y gusanos antes que probar ese forro mancillado que es vuestra piel. Nadad ahora y lo comprobaréis. Ningún pez, carnívoro o no, se os arrimará ni deseará darse festín alguno con esa podredumbre que os cubre el esqueleto. ¡Al agua todos!

Ante la mirada entre sorprendida y jocosa de los banqueros y de su séquito, todos los operararios castellanos, los mismos que habían pasado meses o incluso años holgazaneando a su antojo, accedieron de inmediato a desnudarse y se internaron en las aguas turbias. Era prodigioso ver cómo, ante la primera voz de mando, aquella caterva de andrajosos recuperaba el sentido del deber y de la disciplina, la obediencia de la que nunca deberían haberse sustraído y que les devolvía el eterno yugo de súbditos de su Castilla natal.

En realidad aquellos hombrecillos eran unos ingenuos, como todos los ignorantes de su clase y especie, que por las cuatro picardías con las que habían logrado malvivir en sus aldeas se creían ya en posesión de la sagacidad necesaria para engañar a los grandes señores y al Imperio del que inútilmente trataban de burlarse. ¿Creían acaso que vender un asno viejo e inservible a un pobre caminante ciego, o cualesquiera que fueran las ruindades con las que sobrevivían en la llanura castellana, les calificaba para embaucar a las mentes preclaras de la Corte? ¿Creían que la ley imperial, que no emana sino del firmamento divino, no iba a alcanzarlos en su pequeño reducto selvático? Bien empleados les estaban la vuelta de la disciplina y el súbito reencuentro con su condición de siervos, de miserables y de gobernados. Porque no eran libres, nunca lo fueron. Lacayos y espoliques habían nacido, arrojados por Dios a la tierra sin otro propósito que el de servir a sus amos. De esa condición no podían despojarse, ni se les debía permitir despegarse ni por un instante, porque tan pronto como el súbdito deja de sentir el aliento de su amo y se ve libre, su vileza se revela y se hacen evidentes al instante las razones por las que el Creador le hizo siervo en lugar de amo.

Gocé con la contemplación de aquellos escarmentados que, tras tanto tiempo aposentados en la más absoluta dejadez, se veían obligados a regirse de nuevo por los caprichos de un señor que con tantas creces les superaba en virtud, virilidad y señorío. Las indias se reían entre dientes al ver cómo sus fornicadores se arrojaban al río, clavando los pies en el fondo blando y arcilloso, chapoteando como buenamente podían hasta alcanzar la otra orilla entre gritos de pánico y peticiones de socorro. El río, normalmente tan tranquilo en ese remanso, fue batido por aquellos hombres que se arrastraban sobre sus aguas sin ningún decoro, chapoteando como bestias, hasta conquistar la orilla contraria y ser conminados por el Adelantado a regresar de nuevo a nado hasta el punto de partida. Al volver, los operarios se tendieron en la orilla, tosiendo, achicando el agua de sus pulmones, del todo agotados.

– Ya veis que ni las serpientes se os acercan, lacayos, sucios como estáis de saciaros de carne india. No habíais probado hasta ahora vaina mejor que las de las ovejas de vuestros amos. Pero a partir de ahora no vais a conocer otro amancebamiento que el de la vara y el garrote, ni amante más apetecible que el filo de este puñal. Por Dios que vais a sacar oro de este río hasta que se os deshaga el cuerpo en las aguas, y que no os van a quedar fuerzas ni para fingir que sois hombres.

Después de observar patéticamente a esos peones rendidos y de denigrarlos con la palabra, el Adelantado se desnudó y, delante de los ojos de todos, cruzó varias veces a nado, con garbo, ese mismo tramo del río. Y no sólo eso, sino que, al regresar de su vivificador ejercicio, trajo consigo un puñado de lodo cargado de pepitas de oro que había extraído tras una de sus inmersiones. No dijo nada más. Mientras dos sirvientes se apresuraron a secar su cuerpo con una manta, Don Rodrigo dio la espalda a todos y se quedó contemplando las turbias aguas, sintiendo el zumbido de la selva y vigilando la armazón de aquella naturaleza exuberante, incomparable con las llanuras barridas, las lomas beatíficamente amansadas por siglos de civilización, las choperas y los arroyos de Castilla.

Creo que trataba de contemplar su propia imagen en las aguas barrosas, como Narciso en su engreimiento, sólo que sin llegar a enamorarse del reflejo que las aguas turbias jamás pudieron devolverle. En esa contemplación absorta, con el pecho jadeante y con los ojos resistiéndose obstinadamente a pestañear y concederse descanso, obtuve las primeras pruebas del carácter impredecible y potencialmente cruel de aquel gran hombre. Pero no fui yo el único que hizo uso de su intuición: al día siguiente de nuestra llegada al menos veinte peones habían huido de la explotación, y se encontraban ya a merced de una selva que entendían más segura que la mano de hierro de su recién llegado amo.

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