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La utilidad de los libros

Por Gaspar Jover Polo.

Salgo de casa y, en cualquier situación y bajo cualquier circunstancia, me llevo un libro bajo el brazo. No es que me sea completamente imprescindible, sino que lo llevo como un complemento que me puede resultar útil para el caso de que me surja la necesidad de entretenimiento. Me siento, lo abro, ojeo hacia delante o hacia atrás, lo leo con determinación. Nunca llevo varios libros a la vez porque eso sería una inexplicable pedantería: uno solamente me basta para marcar las distancias si es necesario, o también, según el caso, para trabar contacto con mis semejantes. Un libro ayuda por sí solo a sobrellevar los inevitables contratiempos que pueden escalonar la jornada. E incluso, en las circunstancias más encantadoras, en los instantes en que las ganas de vivir fluyen sin motivo y cuando no me siento tentado a leer de ninguna manera, ni siquiera a pasar hojas, el libro siempre me acompaña y me sirve de algún otro modo.

El campo parece estéril, la ciudad se marchita por debajo de su uniforme característico. Está oscuro el bosque y clara la noche. Todo parece sin remedio como desvaído o todo está construido o en proceso de construcción. Pero siempre habrá una luz, un foco, un haz de claridad que dé sobre la portada y sobre las grandes letras mayúsculas que destacan en la cubierta. Algunos momentos son tristes bajo cualquier punto de vista y es justo en ese momento cuando me acuerdo de que lo llevo y cuando lo abro. Yo paseo con él, me ocupo de él, me pesa en una mano, en la otra. Y siempre tengo la posibilidad de abrirlo me encuentre dentro o fuera de casa, en un aparte o a la vista de todo el mundo. No siento una diferencia tajante entre dentro y fuera, entre el interior o el gran aire, como suelen llamar los franceses a los espacios abiertos. Otros llevan bastón, otros usan gafas de leer que le cuelgan del cuello y que se quitan y se ponen en un gesto característico. Yo voy a cualquier parte con mi libro blanco, generalmente blanco y de tapas duras, un libro grueso o, por lo menos, de mediano tamaño, para que no se me acabe de pronto y me deje sin alternativa.

 

Y no es sólo para la ociosidad que me resulta imprescindible, es sobre todo para los momentos de mayor agitación intelectual. No se trata de llenar el tiempo para matarlo, sino de llenarlo con pleno reconocimiento y con todas sus consecuencias. Y, de esta manera, es obvio que mi seña de identidad más característica se manifiesta muy regular y precavida. Se trata sobre todo de llenar los huecos, la falta de ideas de los tiempos muertos que se alargan interminables. La lectura vence a la indecisión y se convierte en asidero cuando se extiende la falta de iniciativas y en los momentos en que te apoyas en algo ajeno como, por ejemplo, un libro. Otros llevan sus  gafas para leer, su perro fiel o un bastón diferente para cada estación del año. No es exactamente un amuleto porque puedo llevarlo o dejarlo en casa. Tampoco me sigue a todas partes como un perro.

 

Un comentario por parte del paisano que me sale al paso, un breve comentario sobre este objeto de uso, −un ”¡vaya librote!”, o un “¿de dónde vienes? ¿de la biblioteca?”−, me suele bastar para iniciar las conversaciones. Que, luego, pueden resultar también fluidas y amigables cuando nos olvidamos del libro y nos ponemos a hablar de otras cosas. Todas las cosas suceden de una manera natural si yo lo sostengo y todo puede seguir más allá sin saltos bruscos. Es cierto que algunos otros elementos animan el discurrir del día. Están los sonidos del campo que permanecen al acecho a lo largo del camino; también luce el sol con alguna insistencia o, en los ribazos, se alzan las hierbas y las matas de forma tan espaciada que no amenazan con interrumpir el paso. O puede ser que algún rincón brille con especial colorido y que se impongan entonces las sensaciones más superficiales. Cuando el tiempo es invernal, yo también voy al campo casi todas las tardes; me entretengo y más que eso durante el itinerario; me cruzo con ella y la encuentro muy dulce y muy elocuente en su comentario sobre el libro que ese día me acompaña. Tiene la mirada altiva, el labio superior, ligeramente adelantado; no me gustan las mujeres en las que sobresale el labio inferior y la barbilla. Está empezando a divagar sobre todo tipo de asuntos, a hablar de todo un poco para que la conversación se mantenga viva, pero yo no me duermo en los pormenores y le hago la pregunta fundamental: la de si el libro le ha gustado o no; hasta que ella me responde que sí, que le gusta, después de algunos rodeos, porque es una gran lectora y muestra además espíritu crítico.

 

Todo lo cual me lleva a concluir que, sin un libro, sin este libro en concreto, yo no hubiera disfrutado con tanta intensidad del paseo. Puede que la hubiera encontrado igualmente, pero es probable que ella no se hubiera fijado en mí. Con mucha probabilidad, no se le hubiera ocurrido un comentario oportuno y mi presencia le hubiera pasado completamente desapercibida.

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