Los relatos de Patricia Highsmith
Os ofrecemos una muestra de lo que vais a encontrar en este volumen, UNO PARA LAS ISLAS, uno de los relatos incluidos en una de las grandes publicaciones de 2018.
Relatos
Patricia Highsmith
Traducción de Maribel de Juan
Anagrama
Barcelona, 2018
880 páginas
Este volumen reúne los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, tres de los cuales –Once, A merced del viento y La casa negra– no habían aparecido hasta ahora en Anagrama. El lector descubrirá en estos relatos los elementos característicos del universo Highsmith: el crimen que irrumpe en lo cotidiano, la maldad que acecha en cualquier esquina, la crueldad que emerge donde menos se la espera, el suspense manejado con mano maestra, un profundo conocimiento de la naturaleza humana, pinceladas de un humor macabro y de una ironía lacerante, además del finísimo manejo del impacto súbito y el giro inesperado. En dos de los libros aquí incluidos la autora vertebra los relatos en torno a un eje central: los animales y su relación con los humanos en Crímenes bestiales y los arquetipos femeninos en Pequeños cuentos misóginos. Este volumen reúne los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, tres de los cuales –Once, A merced del viento y La casa negra– no habían aparecido hasta ahora en Anagrama. El lector descubrirá en estos relatos los elementos característicos del universo Highsmith: el crimen que irrumpe en lo cotidiano, la maldad que acecha en cualquier esquina, la crueldad que emerge donde menos se la espera, el suspense manejado con mano maestra, un profundo conocimiento de la naturaleza humana, pinceladas de un humor macabro y de una ironía lacerante, además del finísimo manejo del impacto súbito y el giro inesperado. En dos de los libros aquí incluidos la autora vertebra los relatos en torno a un eje central: los animales y su relación con los humanos en Crímenes bestiales y los arquetipos femeninos en Pequeños cuentos misóginos.
Los primeros cinco libros de cuentos de Patricia Highsmith, maestra del suspense y la tensión psicológica.
UNO PARA LAS ISLAS
El viaje no duraría mucho más.
La mayoría de la gente viajaba al continente, que ya no estaba
lejos. Otros iban a las islas del oeste, algunas de las cuales se hallaban
ciertamente muy alejadas.
Dan se dirigía a cierta isla que él creía más lejana, probablemente,
que cualquiera de las otras en las que el barco tocaría. Suponía
que iba a ser más o menos el último pasajero en desembarcar.
Al sexto día de un viaje apacible y sin novedad, se hallaba de
un ánimo excelente. Disfrutaba de la compañía de algunos pasajeros,
se los había encontrado algunas veces en los juegos que tenían
lugar continuamente en la cubierta superior de proa, pero más
que nada vagaba por la cubierta con su pipa en la boca y un libro
bajo el brazo, la pipa apagada y olvidado el libro, mirando serenamente
el horizonte y pensando en la isla a la que se dirigía. Debía
de ser la más bella de todas las islas, se imaginaba Dan. Desde hacía
ya varios meses había dedicado gran parte de su tiempo a imaginar
su territorio. No había ninguna duda, decidió finalmente,
de que él sabía más sobre su isla que ningún otro hombre vivo, un
hecho que lo hacía sonreír cada vez que pensaba en ello. No, nadie
sabría nunca siquiera la centésima parte de lo que él sabía sobre
su isla, aunque nunca la había visto. Pero entonces tal vez nadie
la había visto.
Dan se sentía más feliz cuando vagaba por la cubierta, a solas,
dejando que sus ojos se deslizaran de una nube algodonosa al horizonte,
del sol al océano, pensando siempre que su isla podría aparecer
a la vista antes que el continente. Él reconocería de inmediato su
contorno, de eso estaba seguro. Extrañamente, sería como un lugar
que había conocido siempre, pero en secreto, sin decírselo a nadie.
Y allí por fin estaría solo.
A veces lo sorprendía, desagradablemente además, encontrarse
de pronto cara a cara con un pasajero que venía dando la vuelta a
un recodo de la cubierta. Le resultaba molesto toparse con un camarero
apurado en alguno de los sinuosos corredores de la cubierta
D, que siendo la de tercera clase se parecía más que las otras a
una catacumba, y que era la cubierta donde Dan tenía su camarote.
Y además había habido esa ocasión en que, por un momento,
vio a poca distancia de sus ojos el suelo de listones del corredor,
con una colilla de cigarrillo entre dos listones, un envoltorio de
goma de mascar y algunos fósforos usados. Eso había sido desagradable,
también.
–¿Va usted al continente? –le preguntó una noche la señora
Gibson-Leyden, una de las pasajeras de primera clase, mientras se
encontraban junto a la borda.
Dan sonrió ligeramente y movió la cabeza.
–No, a las islas –dijo con simpatía, más bien sorprendido de
que la señora Gibson-Leyden lo ignorara todavía. Pero, por otra
parte, entre los pasajeros no se había hablado mucho sobre el destino
de cada uno.
–Y usted va al continente, supongo.
Lo dijo para ser amigable, sabiendo perfectamente que la señora
Gibson-Leyden se dirigía al continente.
–Oh, sí –dijo la señora Gibson-Leyden–. Mi marido tenía la
idea de ir a alguna isla, pero yo dije: ¡eso no es para mí!
Rió con un aire de satisfacción, y Dan asintió. Le gustaba la
señora Gibson-Leyden porque era alegre. Era más de lo que se podía
decir de la mayoría de los pasajeros de primera clase. Dan apoyó
sus antebrazos sobre la barandilla y miró la estela de luz de luna
sobre el mar, que titilaba como la espalda de un gigantesco dragón
marino con escamas de plata. Dan no se podía imaginar que nadie
se dirigiera al continente cuando había islas en abundancia, pero
nunca había podido entender esa clase de cosas, y con una persona
como la señora Gibson-Leyden no tenía ningún sentido tratar
de hablar sobre el asunto y comprender. Delicadamente, Dan echó
mano a su pipa vacía. Le llegaba un aroma a colonia de lavanda
por el lado de la señora Gibson-Leyden. Le recordaba a una muchacha
que conoció en cierta época y ahora lo divertía que pudiese
sentirse atraído por la señora Gibson-Leyden, por cierto lo suficientemente
anciana como para ser su madre, solo porque usaba
una fragancia familiar.
–Bueno, se supone que debo encontrarme con mi marido en
la sala de juegos –dijo la señora Gibson-Leyden alejándose–. Bajo
a buscar un suéter.
Dan asintió, ahora torpemente. La partida de la mujer le hizo
sentirse abandonado, absurdamente solitario, y de inmediato se
reprochó no haber hecho un mayor esfuerzo por comunicarse con
ella. Sonrió, se enderezó y oteó en la oscuridad por encima de su
hombro izquierdo, donde el continente aparecería antes del amanecer,
y más tarde su isla.
Dos personas, un hombre y una mujer, caminaban lentamente
por la cubierta, lado a lado, casi negras sus figuras en la oscuridad.
Dan observó la separación que había entre ambas. Otra figura
aislada, baja y obesa, ingresó en la luz que venía de las ventanas
de la superestructura: el doctor Eubanks, Dan lo reconoció. Más
adelante Dan vio a un grupo de gente sentada en la cubierta y
acodada en la borda, todos aislados también. Tuvo una visión de
los camareros y camareras allá abajo, tomando sus comidas solitarias
ante unas mesas diminutas en los corredores, trajinando apresuradamente
con toallas, bandejas, menús. Ellos también estaban
solos. No había nadie que tocase a nadie, pensó, ningún hombre
que sostuviese la mano de su esposa, ni amantes cuyos labios se
encontraran, al menos no los había visto en lo que llevaban de
viaje.
Dan se enderezó un poco más. Un abrumador sentimiento de
soledad, de su propio aislamiento, se había apoderado de él y, dado
que su impulso era el de recogerse dentro de sí mismo, inconscientemente
se mantuvo lo más erguido que pudo. Pero no pudo seguir
mirando hacia el barco y se volvió hacia el mar.
Le parecía que solo la luna abría sus brazos, tendía su red,
protectora y amorosamente, sobre el cuerpo del mar. Contempló
los velos de luz lunar tan fijamente como pudo, por tanto tiempo
como le fue posible –serían unos veinticinco minutos– y luego
descendió a su camarote y se fue a dormir.
Lo despertó un ruido de pies que corrían sobre la cubierta, y un
murmullo de voces excitadas.
El continente, pensó enseguida, e hizo a un lado las mantas.
Quería echarle un buen vistazo al continente. Pero a medida que
su cabeza se fue despejando del sueño, se dio cuenta de que la excitación
en la cubierta tenía que deberse a alguna otra cosa. Ahora
había más correteos, el tono de asombro de una mujer: «¡Oh!», que
era a medias un grito, a medias una exclamación de placer. Dan se
puso apresuradamente la ropa y salió corriendo de su camarote.
Su visión desde la escalerilla de la cubierta A lo hizo detenerse
y jadear. El barco estaba navegando hacia abajo, había estado navegando
hacia abajo por una larga y ancha senda abierta en el
océano mismo. Dan jamás había visto algo como eso. Y el resto de
los pasajeros tampoco, al parecer. No era de extrañar que todos estuviesen
tan excitados.
–¿Cuándo? –preguntó un hombre que corría detrás del presuroso
capitán–. ¿Lo vio usted? ¿Qué fue lo que pasó?
El capitán no tenía tiempo para responderle.
–Todo está bien. Es como tiene que ser –decía un suboficial
cuyo rostro serio y tranquilo contrastaba extrañamente con los
ojos abiertos con perpleja alarma de todos los demás.
–Abajo uno no se da cuenta –le dijo Dan con ligereza al señor
Steyne, que estaba de pie junto a él, y enseguida se sintió idiota,
pues ¿qué podía importar si abajo uno lo percibía o no? El barco
estaba navegando hacia abajo, el mar se inclinaba hacia abajo en un
ángulo de unos veinte grados con respecto al horizonte, y eso era
algo de lo que jamás se había oído hablar, ni siquiera en la Biblia.
Dan corrió a unirse a los pasajeros que atestaban la cubierta
de proa.
–¿Cuándo comenzó? Quiero decir, ¿dónde? –le preguntó Dan
a la persona que tenía más cerca.
La persona se encogió de hombros, aunque su rostro estaba
tan excitado, tan intranquilo como el resto.
Dan aguzó la vista para ver qué aspecto tenía el agua al costado
de la franja, pues la pendiente no parecía tener más de dos millas
de ancho. Pero fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, no
pudo distinguir si la franja terminaba en un borde abrupto o si se
inclinaba hacia el cuerpo principal del mar, porque una delgada
bruma oscurecía el océano a ambos lados. De pronto advirtió la
luz dorada que se posaba sobre todo alrededor de ellos, la franja,
la atmósfera, el horizonte que tenían por delante. La luz no era
más intensa de un lado que del otro, de modo que no podría haber
sido el sol. De hecho, Dan no conseguía hallar el sol. Pero el
resto del cielo y el cuerpo más alto del mar detrás de ellos resplandecían
como la mañana.
–¿Alguien ha visto el continente? –preguntó Dan, interrumpiendo
el parloteo a su alrededor.
–No –dijo un hombre.
–No hay continente –dijo el mismo suboficial, imperturbable.
Dan tuvo el súbito sentimiento de haber sido estafado.
–Es como debe ser –añadió lacónicamente el suboficial. Estaba
enrollando una cuerda delgada alrededor de su brazo, envolviendo
con ella su palma y su codo.
–¿Como debe ser?
–Ya está –dijo el suboficial.
–Así es, ya está –confirmó un hombre en la barandilla, hablando
sobre su hombro.
–¿Ni hay islas, tampoco? –preguntó Dan, alarmado.
–No –dijo el suboficial, no sin amabilidad, pero de una manera
brusca que golpeó a Dan en el pecho.
–Bueno…, ¿qué es toda esta cháchara sobre el continente?
–preguntó Dan.
–Cháchara –dijo el suboficial, ahora con un guiño.
–¿No es ma-ra-vi-lloso? –dijo una voz de mujer a sus espaldas,
y Dan se volvió para ver a la señora Gibson-Leyden: la señora
Gibson-Leyden que tan ansiosa se mostraba hasta hacía poco por
ir al continente, contemplando con arrobamiento la vacua bruma
blanca y dorada.
–¿Sabe usted algo de esto? ¿Cuánto más va a continuar? –preguntó
Dan, pero el suboficial se había ido.
Dan deseó poder sentirse tan sereno como todos los demás, en
general era más calmado, pero ¿cómo podía estar en calma frente
a la desaparición de su isla? Cómo podían los demás quedarse allí
de pie contra la borda, en su mayoría tomándoselo con toda calma,
se daba cuenta por las voces ahora, y por sus posturas despreocupadas.
Dan volvió a ver al suboficial y corrió tras él.
–¿Qué ocurre? –preguntó–. ¿Qué ocurre a continuación?
Sus propias preguntas le parecieron demenciales, pero eran
tan buenas como cualquiera.
–Ya está –dijo el suboficial con una sonrisa–. ¡Buen Dios, muchacho!
Dan se mordió los labios.
–¡Ya está! –repitió el suboficial–. ¿Y qué esperaba?
Dan vaciló.
–¿Tierra? –dijo en un tono que lo hacía sonar como una pregunta.
El suboficial se echó a reír silenciosamente y meneó la cabeza.
–Puede usted bajarse cuando quiera.
Dan miró atónito a su alrededor. Era verdad, la gente estaba
bajando por la plancha, pasando sobre la banda con sus maletas.
–¿Bajar adónde? –preguntó Dan, horrorizado.
El suboficial volvió a reír y, desdeñando responderle, se alejó
lentamente con su cuerda enrollada.
Dan le aferró el brazo.
–¿Bajar aquí? ¿Por qué?
–Este sitio es tan bueno como cualquier otro. Donde a usted
se le antoje.
El suboficial rió entre dientes:
–Es todo igual.
–¿Todo mar?
–No hay mar –dijo el suboficial–. Pero ciertamente no hay
tierra.
Y allí marchaban ahora el señor y la señora Gibson-Leyden,
cruzando la borda de estribor.
–¡Eh! –los llamó Dan, pero ellos no se volvieron.
Dan los vio desaparecer rápidamente. Parpadeó. No se habían
tomado de la mano, pero habían estado cerca el uno del otro, habían
estado juntos.
De repente Dan se dio cuenta de que si salía del barco como
ellos lo habían hecho, aún podría seguir estando solo si quería estarlo.
Era extraño, desde luego, pensar en salir al espacio. Pero en
el instante en que fue capaz de concebirlo, apenas concebirlo, se
volvió necesario hacerlo. Podía sentirlo, llenándolo con una certi-
dumbre gradual pero arrolladora, a la que cedió no sin renuencia.
Era como debía ser, como había dicho el suboficial. Y este era un
lugar tan bueno como cualquier otro.
Dan miró a su alrededor. Realmente, el barco estaba casi vacío
ahora. Bien podría ser el último, pensó. Se suponía que sería el
último. Bajaría y haría su maleta. ¡Qué fastidio! Los pasajeros para
el continente, por supuesto, la tenían hecha desde la tarde anterior.
Dan se volvió impaciente en la escalerilla en la que una vez
casi se cae, y volvió a subir. Ya no quería su maleta, después de
todo. No quería llevarse nada consigo.
Puso un pie sobre la borda de estribor y salió. Caminó varios
metros sobre un suelo invisible que era más suave que la hierba.
No era como había pensado que iba a ser, aunque ahora que estaba
aquí, tampoco era algo extraño. De hecho, había incluso esa sensación
de reconocimiento que había imaginado que experimentaría
cuando pusiera el pie en su isla. Se volvió para ver por última vez el
barco que seguía su curso descendente. Pero de repente se impacientó
consigo mismo. Por qué ponerse a mirar un barco, se preguntó,
y bruscamente se dio la vuelta y siguió su camino.