La estrella errante (2018), de Alberto Gracia
Por Miguel Martín Maestro.
Matar al padre, en este caso matar al cineasta, mientras filma la historia de un camino errático, acabar con la imagen como venganza ante la pérdida de un referente al que agarrarse. Desaparecer y reaparecer abducido por las radiaciones emanadas de una pantalla que va moviendo personajes en las devastadas ruinas de una Galicia postindustrial por la que los “no-actores” de esta película se mueven como ectoplasmas, como zombies que no terminan de despertar en medio de espacios de absoluta frialdad deshumanizada. Para su segunda película Alberto Gracia (O Quinto Evanxeo de Gaspar Hauser) desnuda su puesta en escena para hacerla minimalista, territorios abandonados por el hombre junto con espacios que nunca dejarán de estar ocupados, aunque sea por el recuerdo de un pasado que se transmite desde la mirada de personas que han vivido mucho y han perdido casi todo por el camino, como Rober Perdut, el hilo conductor del viaje, el incómodo pasajero de un movimiento que fluctúa entre lo estático y lo circular, un movimiento que, quizás, nunca termine de llevar a ningún sitio más que al recuerdo de aquellos idolatrados años 80, que, vistos ahora, mutan en una fosa abisal de la que no dejan de salir cadáveres de todo tipo, musicales, sociales, culturales, políticos…
Hay un necesario espíritu de revisión sobre la transición, y esa transición no idealizó solamente un pacto político entre derechas e izquierdas que terminó beneficiando a los de siempre, sino que también sirvió para idealizar aquello que parecía “moderno” en los 80 frente al rancio abolengo del modelo imperial de la dictadura. Luis López Carrasco, tanto en El futuro, pero sobre todo con Aliens, ha realizado los ejercicios metacinematográficos más lúcidos para ajustar las cuentas con ese pasado idealizado carente de crítica y de análisis, aquella presunta juventud tan moderna que se ha convertido ahora en el mazo político que destroza lo público, enriquece lo privado y esquilma las arcas como la de El futuro, o aquellos ecos de la “movida” que siguen resonando viviendo de unas rentas endiosadas y seguramente sujetas con pies de barro, como demuestran las reflexiones de Tesa Arranz en Aliens. A ese modelo, incluso estético, pero más sensorial, habría que añadir la película de Alberto Gracia, quien, sin embargo utiliza el pasado sólo como referente para mostrar las cenizas del presente. Ese pasado y presente utiliza al mismo personaje, a Rober Perdut; un personaje que se busca y al que buscan sin alcanzar acomodo alguno, y para reflejar el pasado mejor acudir a la realidad, dos grabaciones, una del grupo que lideraba Rober en esos 80, “Los fiambres” y otra de una entrevista de ese mismo periodo en una televisión local, ejemplos claros de cómo todo lo que entonces podía parecer moderno no era sino pose y tufo a caducidad anticipada.
Un personaje que se muestra perdido, o que aparenta estar perdido en los 80, con letras nihilistas del tipo “viviremos para siempre, muertos de por vida”, capaz de desencajar, descentrar, arruinar una entrevista de lo más convencional hasta el punto de no saber quién de los dos, entrevistado o entrevistador, está más perdido en un auténtico diálogo de besugos que cualquiera diría salido de la factoría de Muchachada nui. Ahí empieza el camino errante del protagonista, un camino que dura 35 años y no tiene visos de terminar aunque ello no impide el permanente tránsito por espacios que invitan al movimiento, desde una estación de autobuses a un paseo en barco por la ría buscando no se sabe qué sirenas en medio de un peñasco granítico que juega como isla de Robinson, porque Rober es un auténtico náufrago de sí mismo. Todo personaje ha de contar con un alter ego, y en esta ocasión el compañero de viaje es Nacho, un errante más en el que se conjuga el aspecto sobrenatural de la historia, el componente visual desestructurado y confundido con la imagen que le atrapa y le devora, mientras Rober es un cuerpo a la deriva, Nacho es el alma abducida por lo inmaterial capaz de trasladarse con el pensamiento o con el simple y cotidiano gesto de cambiarse de camiseta, la reunión de ambos es lógico que acabe con un disparo, en este caso no sobre el pianista, sino sobre el creador de imágenes, porque La estrella errante es la creación de sensaciones a través de imágenes, aparentemente inconexas ,pero de las que cualquiera es capaz de extraer diferentes lecturas. Ya sea el juguete roto, la despoblación resultante de la desindustrialización y cierre de las factorías que existían en la zona, el abismo de la locura que se asoma tras el mundo de las drogas, la ausencia de empatía entre las personas, lo deshumanizado del mundo moderno hasta el punto de recitar como una nueva oración un “I love myself” como único recorrido admisible para continuar y querer convencerse de que nada ha sido una equivocación.
Pero en medio de este desconcertante panorama de silencios profundos, miradas perdidas, secundarios de la vida de barrio, edificios abandonados, herrumbrosas estructuras metálicas, aparece la única semilla que permite mantener algún tipo de esperanza para que la estrella deje de vagar. Probablemente no nos podamos aprovechar de su cambio, pero éste siempre será posible si intentamos mantener la llama del momento en que todavía somos inocentes. Niños y animales se transforman así, en la única posibilidad para que gente como Rober, Nacho o todos nosotros, seamos capaces de creer que, en nuestros orígenes contenemos un halo de desinteresado humanismo, de juego y sonrisa que se va perdiendo con los años hasta dar como resultado una imagen analógica y digital borrosa de lo que fuimos. La estrella errante es cine para sentir, oír su banda sonora (otra vez Jonay Armas), abstenerse de querer entenderlo todo, jugar a conectar sensaciones y evidencias, y si es posible, volver a los 80 y contemplar cómo hemos errado hasta llegar hasta aquí, errar de vagar y de equivocarse, porque a lo mejor el director tiene razón cuando en la entrevista que le realizan en Cineuropa.org dice “¿Tú sabes lo que estás haciendo?” Y yo tampoco les iba a mentir: “Pues no tengo ni idea, la verdad”, pero algo indica que no, que el relato fragmentado y desestructurado sólo lo es en apariencia, que hay voluntad de contar algo que, fruto de las imágenes, permite dispersar las conclusiones en muchos enfoques, y éste es uno de los puntos fuertes de una película conscientemente no apta para todos los espectadores, su diversidad partiendo de la concreción, y que, como una estrella errante, parece moverse sin rumbo, pero en su dinámica interna guarda una proporción, un equilibrio y una trayectoria firme y definida, la de nuestros propios fracasos.