Viajes y libros

'Fukushima mon amour', de Pablo M. Díez

FUKUSHIMA MON AMOUR

Pablo M. Díez

KAILAS
Madrid, 2017
283 páginas

Primer capítulo

Viernes, 11 de marzo de 2011

ATERRIZANDO EN EL FIN DEL MUNDO

Días tenebrosos en Tokio. Hace frío, el cielo está encapotado y sopla un viento encrespado del norte que trae no solo malos augurios, sino también la radiactividad de Fukushima. Reflejado en las ventanas de los rascacielos al atardecer, un sol más anaranjado que de costumbre recuerda la amenaza del crepúsculo atómico que pende sobre Japón.

Como tengo mucha suerte desde que era adolescente, cuando metía goles que ni yo mismo podía creerme en los partidillos de fútbol que jugábamos durante los recreos del colegio, mi avión fue uno de los últimos en aterrizar en Tokio antes de que cerraran sus dos aeropuertos; primero el de Narita y luego el de Haneda. Cualquier otra persona se habría lamentado por caer justo en el fin del mundo. Para mí, que soy periodista, se trataba de un nuevo beso de la diosa Fortuna porque en eso consiste, precisamente, mi trabajo: en llegar allí donde nadie quiere ir. O, como se decía antes, en darnos media vuelta mientras acudimos a una cita para seguir a un camión de bomberos porque lleva las sirenas encendidas. Pero eso era hace mucho tiempo porque ya se ha perdido la intriga de la persecución. Ahora, los periodistas se meten con sus móviles en internet para comprobar si la emergencia consiste en un incendio o en bajar a un gato de un árbol.

Evidentemente, así fue cómo me enteré de lo que había pasado. Cuando ocurrió todo, la tarde de aquel viernes 11 de marzo de 2011, yo seguía en la cama con Wenjing, una rica divorciada china a la que había conocido la noche anterior en Xiu, el garito de moda entonces en Pekín. Entre los expatriados que vivíamos en la ciudad, sus «ladies nights» del jueves eran el mejor sitio para encontrar una aventura de una noche, sobre todo para los casados que, como yo y el resto de mis amigos, aprovechábamos los frecuentes viajes de negocios de nuestras esposas para recuperar, aunque fuera brevemente, nuestra añorada libertad.

Midiendo la radiación en Futaba, uno de los pueblos evacuados alrededor de la central de Fukushima 1. «La energía nuclear es el motor de nuestro brillante futuro», reza el letrero del fondo.
Midiendo la radiación en Futaba, uno de los pueblos evacuados alrededor de la central de Fukushima 1. «La energía nuclear es el motor de nuestro brillante futuro», reza el letrero del fondo.– PABLO M. DÍEZ

Tras desayunar con Wenjing pasadas las dos de la tarde, encendí el ordenador y, con la cabeza aún embotada por el alcohol de la noche anterior, vi los primeros teletipos. Según contaban con evidente alarma todas las noticias en todos los idiomas, el mayor terremoto de la historia reciente de Japón había desencadenado un tsunami que había borrado del mapa la costa nordeste del país. El desastre era aún mayor porque olas de hasta quince metros habían golpeado una central nuclear en la prefectura de Fukushima, cuyos reactores estaban en riesgo de sufrir unas fugas que amenazaban con provocar una nube radiactiva que podía afectar a Tokio, unos 200 kilómetros más al sur.

Como siempre ocurre en estos casos, fue un cristo localizar a mis superiores en el diario por la diferencia horaria con mi país, donde aún estaba amaneciendo. Por culpa de las películas de Hollywood, pensamos que siempre hay un redactor jefe al otro lado del teléfono dispuesto a atender al periodista… las 24 horas. La realidad, por desgracia, no puede ser más distinta. Mientras esperaba la respuesta de mi jefe a mis correos y a los mensajes que había dejado en su buzón de voz, me deshice de Wenjing tan rápidamente como hice la maleta. Por la fuerza del hábito, pues estaba acostumbrado a viajar dos o tres veces cada mes, no tardaba ni cinco minutos en doblar y guardar toda la ropa que necesitaba para una semana fuera de casa. Primero los pantalones en el fondo de la maleta, luego las camisas y jerséis y, finalmente, la ropa interior en sus bolsillos laterales. Todo cabía perfectamente en aquella bolsa roja de Victorinox, la famosa marca de la bandera y las navajas suizas, que había comprado hacía ya varios años en el Mercado de la Seda y, para mi sorpresa, aún no se había roto a pesar del trote que le había dado. Y de que, seguramente, sería una copia falsificada. Con el tamaño idóneo para llevarla conmigo en la cabina como equipaje de mano, evité esta vez el líquido de las lentillas, la espuma de afeitar y la colonia para ahorrar así tiempo facturándola y luego recogiéndola. Por mi experiencia en otros desastres naturales, en los que me había pasado varios días sin ducharme por falta de agua, ya me imaginaba también que la colonia no me iba a hacer mucha falta en el tsunami, pues ni el mejor de los perfumes podía borrarte de la pituitaria el hedor a muerte y destrucción que se te pegaba al cuerpo. Lo importante en esos momentos era salir pitando y, cuando me llamó mi jefe para darme luz verde, ya había reservado un vuelo a Tokio que despegaba en poco más de dos horas. El tiempo justo para tomar un taxi, atravesar el congestionado tráfico de Pekín hecho un manojo de nervios pensando que iba a perder el avión, llegar al aeropuerto y embarcarme a toda prisa rumbo a aquella nueva noticia que, más bien, era una excitante aventura.

Calles desiertas y pueblos fantasma en la «zona muerta» de 20 kilómetros evacuada alrededor de la central de Fukushima 1 por su alta radiactividad
Calles desiertas y pueblos fantasma en la «zona muerta» de 20 kilómetros evacuada alrededor de la central de Fukushima 1 por su alta radiactividad– PABLO M. DÍEZ

Desde el terremoto de 2008 en la provincia china de Sichuan hasta ciclones en Birmania y erupciones de volcanes en Indonesia, ya me había echado bastantes catástrofes naturales a las espaldas en el tiempo que llevaba trabajando como corresponsal en Asia. Como en las ocasiones anteriores, sentía el vértigo de lanzarme hacia lo desconocido y el tiempo parecía detenerse en todas aquellas pequeñas rutinas previas al viaje: la llegada al aeropuerto, cuando el taxista preguntaba en mandarín «Guó jì háishi guó nèi?» («¿Internacional o doméstico?»), la propina que le daba para asegurarme un buen karma durante el desplazamiento, arrastrar la maleta camino de la terminal entre la alfombra de plástico que cubría el suelo, facturar en el mostrador de Business gracias a las tarjetas de puntos de Star Alliance o One World, sacar del pasaporte la tarjeta de salida de China que siempre llevo rellenada para ahorrar tiempo, pasar los controles de seguridad, correr con la lengua fuera hasta la puerta de embarque y, al entrar en el avión, dar un par de toques con los nudillos en el fuselaje para desearnos buena suerte.

Pero, esta vez, algo era distinto camino del tsunami de Japón, que parecía una de esas películas de catástrofes que tantas veces hemos visto en el cine sin llegar a creérnoslas del todo. Solo que en esta ocasión las imágenes que escupía la televisión eran reales y mostraban una tromba de agua que avanzaba desde el mar a cámara lenta y se tragaba cuanto encontraba a su paso. Más que olas, eran furiosas cataratas que, como por arte de magia, se elevaban sobre las playas a una altura de tres pisos y engullían bajo su torrente viviendas, coches, árboles y, por supuesto, también personas que trataban de huir despavoridas. Grabada desde el aire por los helicópteros de la televisión nipona, una mancha de agua turbia se extendía a toda velocidad varios kilómetros por el interior del litoral, arrastrando barcos de pesca, casas de madera destrozadas, autobuses volcados y, por supuesto, también cadáveres. Los de las personas que antes habían tratado de huir despavoridas.

Control de radiactividad en Minamisoma, a 20 kilómetros de la siniestrada central nuclear de Fukushima 1
Control de radiactividad en Minamisoma, a 20 kilómetros de la siniestrada central nuclear de Fukushima 1– PABLO M. DÍEZ

Boquiabierto y en silencio, como el resto de pasajeros que acabábamos de desembarcar en Tokio, me había quedado embobado bajo las pantallas de televisión que emitían las noticias mientras esperaba mi turno en el control de pasaportes, donde los agentes además escaneaban las huellas dactilares a los viajeros. Las imágenes eran surrealistas. Veleros varados en las autopistas. Casas arrastradas por la fuerza de las olas ardiendo en medio del agua. Supervivientes sobre los tejados de sus viviendas agitando trapos blancos a los helicópteros de salvamento como si fueran náufragos a la deriva. Coches reducidos a amasijos de chatarra, con los techos de unos amontonados sobre el capó de los otros en un siniestro ballet mecánico de chapa y devastación. Camiones sepultados bajo corrimientos de tierra y desprendimientos de rocas. Furgonetas aplastadas por el derrumbe de edificios, quebrados cual papel arrugado. Puentes desplomados y carreteras cortadas que saltaban al vacío, como si alguien hubiera borrado el asfalto de improviso. Avionetas cubiertas por el barro que parecían los juguetes rotos de un niño que se había ido corriendo a merendar, dejándolos tirados de cualquier manera en el suelo. Incendios en las refinerías y llamas en el horizonte, salpicado por negras columnas de humo que ascendían hasta las nubes y oscurecían el cielo. Y aquí abajo, en la tierra, una gigantesca mancha de fango cubriéndolo todo en un amasijo de algas, escombros y restos traídos por la corriente. En una palabra: el Apocalipsis.

Un empujón de alguien me devolvió de nuevo a… ¿aquello podía estar siendo la realidad? Aterrada, la gente corría de un lado para otro acarreando sus bolsas de viaje y chocándose con los carritos de las maletas. A gritos, unos querían salir en busca de un taxi para volver a sus hogares. A voces, otros querían entrar en el aeropuerto en busca de un vuelo para escapar. Se había desatado el pánico; comenzaba la estampida. Pero no había ningún sitio adonde ir.

Para colmo de males, todo aquello ocurría en Japón, un archipiélago en medio del Océano Pacífico del que únicamente se puede salir en barco o avión. En aquellos momentos de pánico, la isla se había convertido en una ratonera. Al igual que sucedía en Tokio, decenas de miles de personas trataban de huir apresuradamente a través de los aeropuertos que aún quedaban abiertos no solo en Yamagata y Niigata, relativamente cerca de la central accidentada, sino también en ciudades más distantes del centro y del sur del país como Osaka, Kobe y Nagoya. Como siempre, la diferencia entre largarse o quedarse, que en realidad significaba entre vivir o morir, dependía del dinero. Solo pagando una fortuna se podía comprar un billete. Los ricos y las grandes multinacionales, que tenían a miles de extranjeros trabajando como directivos y ejecutivos, incluso contrataban “jets” privados por una millonada para evacuar a su personal. Justo en ese momento recordé lo que solía enseñarnos nuestro profesor de Economía Aplicada en la Universidad: «contrariamente a lo que se piensa, las catástrofes no están reñidas con la economía y, en la mayoría de los casos, suelen servir para que unos pocos se enriquezcan con el sufrimiento de muchos». Ahora me daba cuenta de cuánta razón tenía. A quienes no disponían del dinero suficiente para un billete de avión o un pasaje de barco no les quedaba más remedio que atrincherarse en sus casas y esperar a que llegara la nube. Su única opción era aguardar una muerte segura, se pensaba durante aquellos días tenebrosos en Tokio.

Resignados, hacia ella se dirigían legiones de oficinistas que, enchaquetados con trajes oscuros, caminaban por la acera en fila india y sin cruzarse una palabra. Por toda la zona financiera de la ciudad se veía aquella procesión de fantasmas marchando con disciplina nipona camino del matadero. No eran más que cadáveres andantes. Arrastrando cabizbajos sus maletines negros de piel, salían de los rascacielos de cristal que albergaban sus despachos y enfilaban en silencio hacia las estaciones de metro más próximas. Incapaces de volver a sus casas, allí tendrían que pasar la noche muchos de ellos. Como el tsunami había dañado varias centrales nucleares y plantas térmicas, derribado torres de alta tensión y anegado generadores eléctricos, los trenes permanecían parados en las vías y buena parte de las líneas habían quedado suspendidas por falta de luz.

A pesar de sus 175.000 toneladas, el tsunami sacó al carguero Asia Symphony del mar y lo dejó sobre el muelle del puerto de Kamaishi, en Iwate
A pesar de sus 175.000 toneladas, el tsunami sacó al carguero Asia Symphony del mar y lo dejó sobre el muelle del puerto de Kamaishi, en Iwate– PABLO M. DÍEZ

Las escuelas también habían cerrado sus puertas y devuelto con sus familias a los niños, cubiertos por unas siniestras capuchas grises que les tapaban hasta los hombros para protegerlos de la radiación. Mientras los columpios seguían balanceándose vacíos, sus madres los arrastraban de la mano asustadas y con la vista fija en el cielo, que se iba enrojeciendo por segundos. Tan inocentes y vulnerables, tan ajenos al desastre que se avecinaba, eran la imagen no viva, sino ya muerta, de la indefensión. También eran cadáveres andantes, aunque más pequeños que los de los oficinistas.

Por las calles de Tokio apenas circulaban coches. Menos mal que yo había conseguido saltar en marcha a un taxi que acababa de dejar en el aeropuerto a una pareja joven. Se notaba que habían salido a la carrera porque cargaban sus pertenencias más valiosas en dos pequeñas mochilas. Qué curioso, acumulamos tantas cosas a lo largo de nuestra existencia y, luego, ¡la vida cabe en tan poco sitio cuando se acaba!

Igual de increíble resultaba ver desierta una megalópolis densamente poblada como Tokio, en cuya gigantesca área metropolitana viven más de 30 millones de personas. Ni un alma cruzaba el paso de peatones de Shibuya —el más transitado del mundo según la guía de viajes que había ojeado en el avión— y sus rótulos de neón lucían extrañamente apagados. Tokio, una de las ciudades más luminosas del mundo, se había quedado casi a oscuras y las autoridades incluso barajaban un gran apagón para ahorrar energía, que ya empezaba a escasear. El barrio de Ginza, el corazón comercial de la capital, aparecía desierto y con todas sus tiendas y «boutiques» de lujo cerradas a cal y canto. Sin un alma por las calles, el único que seguía por allí, como siempre, era el siniestro monje budista que, envuelto en su túnica negra, se apostaba con un cuenco de madera junto a una de las salidas del metro para pedir limosna. Con el rostro oculto bajo su enorme sombrero negro de bambú, que más bien parecía una cesta de mimbre al revés, tocaba la campanilla a intervalos ajeno a la soledad que le rodeaba.

Soldados de las Fuerzas de Autodefensa de Japón retiran los escombros en Otsuchi, uno de los pueblos más devastados de la prefectura de Iwate
Soldados de las Fuerzas de Autodefensa de Japón retiran los escombros en Otsuchi, uno de los pueblos más devastados de la prefectura de Iwate– PABLO M. DÍEZ

Cualquier otro día, los callejones de Ginza estarían abarrotados de ejecutivos que habrían acudido a cenar tras salir de la oficina. Entre risas achispadas, por sus restaurantes desfilarían bellas mujeres ataviadas con elegantes vestidos de noche a las que sus adinerados amantes habrían recogido en relucientes limusinas negras. Mientras las parejas brindaran con sus vasitos de sake entre platos de “sashimi” y ostras, sus chóferes compartirían bromas y cigarrillos a las puertas de los locales aguardando a que terminaran para conducirlos a algún hotel de lujo. Allí, ya solos dentro de sus coches, volverían a esperarlos hasta el amanecer, cuando finalmente llevarían a la amante hasta su piso y, luego, devolverían a su jefe a su hogar con su esposa. Enchaquetados y con el pelo engominado, a su alrededor pulularían los «relaciones públicas» de los karaokes cercanos, tratando de captar clientes entre los oficinistas borrachos que, dando tumbos y con la corbata desanudada, deambularan por las callejuelas traseras en busca de diversión. Para que no los atropellara un camión, los obreros de un vecino solar en construcción, debidamente pertrechados con sus impecables cascos y chalecos reflectantes, les cortarían el paso con sus pequeños bastones luminosos, rojos y amarillos. Educadamente, entre reverencias y disculpas cantadas al unísono por las molestias ocasionadas, interrumpirían el tránsito mientras el vehículo pesado, con el remolque cargado de tierra y sus intermitentes parpadeando, saliera lentamente de la obra. Como en una desafinada sinfonía, a la alarma sonora de los intermitentes del camión se sumaría el aullido de las sirenas que coronarían los dos extremos de la entrada al solar. Flanqueado por relucientes conos con franjas rojas y blancas, conectados por barras de plástico fosforescentes, el acceso al recinto se abriría por unos instantes al descorrer unas impolutas puertas de chapa que dejarían al descubierto el estrecho interior: una jungla de andamios y grúas que, encajonadas en dos edificios, emergerían de los cimientos entre los chispazos de las soldaduras. Los detalles se cuidan tanto en Japón que de las obras, perfectamente selladas tras una cortina de lonas de plástico, no se escapa ni una mota de polvo ni un pegote de cemento.

En la calle principal de Ginza, de la histórica cervecería Lion emanaría el habitual murmullo de los parroquianos, entregados a las risas de sus efluvios etílicos. Y, a la luz de una lamparita sobre una pequeña mesa portátil desplegada en un apartado callejón, una adivina le leería la mano a una joven oficinista que llorara desconsolada, desengañada por un plantón de última hora.

Pero hoy no. Hoy era el fin del mundo y Japón, el único país que había sufrido en sus carnes las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, se asomaba otra vez al abismo de una hecatombe nuclear.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *