De como Orfeo descendió a los infiernos novelísticos
Por Antoni Picazo.
Ignacio González Orozco, un autor con una carrera literaria que se va consolidando, nos deleita una vez más con una novela: Orfeo se muda al infierno (Ediciones Hades), libre traslación del mito de Orfeo a un ambiente mundano contemporáneo. Una obra que, entendemos, marca un antes y un después dentro de ese camino de la letra impresa que su autor inició hace años.
Dicho esto, ¿a qué nos enfrentamos los lectores en esta novela? ¿A un caleidoscopio de sentimientos desbocados, airados y nostálgicos? ¿A una recuperación de la narrativa proustiana, retomando el tiempo perdido y la desesperación de Swan y Albertina? ¿A la melancolía exasperada de Kavafis al contemplar un viejo cuerpo devorado por el tiempo, ajeno al mundanal ruido, desolado, olvidado en un rincón de una taberna cualquiera de un puerto cualquiera y suspirando por todo aquello que pudimos haber hecho pero no hicimos? ¿Al quimérico sueño de Aldous Huxley en ese texto isleño, mientras suspiraba por nuevas bocanadas de humo reparador y alucinógeno que lo condujeran al final del viaje? Tal vez a nada de esto, o tal vez a todo.
Orfeo se muda al infierno es el producto de un autor que domina perfectamente el lenguaje, hasta el último giro, hasta el último adjetivo. Un autor que es capaz de hacer que nuestra lectura se paralice de repente, al darnos de bruces con una frase demoledora. Que arrastra nuestra conciencia a otros lares, a otros tiempos donde fuimos felices y a la vez derrotados. Que nos ahoga porque en sus palabras languidecen nuestros recuerdos. O que tal vez nos muestra, de una forma muy concisa, la muerte de nuestras esperanzas. En nuestra generación, la de los nacidos en la década de 1960, algunos tuvimos la desfachatez de intentar subir a los cielos para verificar las verdades eternas que se escondían en los viejos paraísos (sobre todo, los artificiales). Pero también tuvimos ocasión de bajar a los Infiernos, al igual que Dante o Milton, para comprobar qué verdades escondían esas geografías. Y, por ello, al igual que ese Orfeo que nos mira desafiante desde las páginas de esta novela, podemos asegurar que el infierno es un lugar mucho más placentero que todos los cielos habidos y por haber.
Nadie puede hablar tan bien del infierno, de todos los Infiernos, si realmente no ha estado allí. Cabe un ejercicio de locura individual (la tarea del autor, que es la soledad del folio y de la pluma), una sed de experimentación literaria, para acercarnos al pulso de las almas, de los sentimientos de cada uno de los personajes que jalonan esta obra. Por eso mismo, por todo lo dicho y por todo aquello que no me atrevo a decir, invito a leer esta novela. Una lectura que nos recuerda que no hay nada eterno, que todo perece, pero que vale la pena vivirlo. Aunque sea desde el mismo infierno.
Antoni Picazo Muntaner, historiador y escritor, es profesor de la Universitat de les Illes Balears (UIB)