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Zama (2017), de Lucrecia Martel

 
Por Miguel Martín Maestro.
El Corregidor no tiene quien le escriba.
Don Diego de Zama, Corregidor de Su Majestad, figura altiva, porte gallardo, perfil dominante, con la mano apoyada en el pomo de su espada que forma un ángulo de 45 grados respecto al suelo, casaca roja en el calor del trópico, tricornio que protege del sol, mirada perdida al horizonte, hacia España o hacia cualquier lugar que le saque de ese agujero insalubre y tropical en medio de la nada, entre el agua del río y el fango del pantano, entre Paraguay, Uruguay, Argentina y Brasil, a la espera de una carta que nunca llega anunciando su traslado de vuelta a casa. “Para deshacerse de un puesto primero hay que cuidarlo”, esmerarse en un trabajo que no sirve para nada y así conseguir ser escuchado y atendida una petición de traslado que no puede cursar directamente, sino a través de la persona del Gobernador. El tiempo, oscuro elemento que agota la resistencia y paciencia de Zama (soberbia templanza de Daniel Giménez Cacho interpretando) pasa a formar parte de la historia desde el momento en que éste se transforma en algo interminable para el funcionario, “un hombre de derecho, un hombre sin miedo, un hombre íntegro, un juez”, en el primer momento sobrenatural que se presenta ante él, una justicia del hombre que va derrumbándose mientras contempla el premio que reciben aquellos que peor se comportan, cuyo castigo es devolverlos a Europa o a su casa, regresar a la ciudad de Lerma, justo el destino que ansía Zama. Lerma se transforma en deseo inalcanzable para quien lo quiere y castigo en forma de premio para quien pretendía volver a su tierra y olvidarse de injusticias, rigores, penurias, pobreza, indios y encomiendas. Zama ve consumirse su energía como esos peces del río que son expulsados por la corriente y nunca se adentran en el interior, toda su lucha es para conseguir permanecer cerca de la orilla y no asfixiarse. Zama permanecerá inmóvil, intentando mantener su integridad, a lo largo de la orilla los años de estancia forzosa fuera de su casa, pero cada vez que contemplemos su presencia, el deterioro físico y moral se irá agrandando contagiado de tanta indolencia.
El esperado retorno de Lucrecia Martel a las pantallas difícilmente puede dejar indiferente, no es su cine algo complaciente con el espectador, y quizás estemos ante la película más lírica y menos aprehensible en el discurso de su carrera, pero hasta donde alcanza la memoria, también es la más depurada visualmente, la que busca, de manera deliberada, la belleza dentro de la opresión y asfixia que sufre el personaje de Zama, aunque para ello tenga que hacerse valer hasta del elemento sobrenatural y también del onirismo de un personaje cuyo cuerpo se mantiene varado en esa orilla incierta, mientras su mente comienza a divagar, a desconectar de esa realidad encontrando interlocutores ficticios, anhelos en cartas no recibidas, esperanzas para reforzar la que, realmente, va desapareciendo según transcurre ese tiempo que se trasforma en un maldito escultor de la resistencia humana. ¿Puede una llama entender lo que ocurre frente a ella en ese diálogo entre el corregidor y el gobernador? Probablemente no, pero esa mirada, situada en el mismo plano que la de Giménez Cacho y detrás de él, “animaliza” al personaje, incrédulo, incapaz de entender lo que ocurre, en definitiva, con la misma mirada ausente y perpleja que la del animal, esperando esa respuesta de una corte tan lejana como incapaz, que ni tan siquiera ha recibido la petición de traslado. Esa perplejidad burocrática que Martel utiliza para introducir una música a ritmo hawaiano que termina de crear el choque preciso entre lo que vemos y lo que no es, no estamos ante un destino paradisiaco y envidiable, no hay relax ni gloria en el desempeño de la labor, y por el contrario todo se desmorona, se llena de termiteros, la carcoma física y moral avanza por mucho que la disfracemos con músicas idílicas.
La película funciona como un eco donde las palabras llegan antes que la acción, una frase se repite pero no como reafirmación de lo dicho, sino como constatación de que lo anterior no fue sino el pensamiento verbalizado del interlocutor que no era consciente de haberla pronunciado, la acción persiste aunque el escenario cambie, porque Diego de Zama sale de una escena para continuar sin solución de continuidad en el mismo punto pero en otro espacio, en ocasiones la palabra habla de lo que no ha sucedido, o la reacción ocurre antes de la acción. El tiempo se mastica y va hundiendo al personaje en el barro, un personaje para el que la realidad entra en conflicto con su deseo en un territorio de frontera donde todas y cada una de las lacras humanas van representándose. Zama cuenta con un antagonista fantasma, el asaltador Vicuña, personaje que se convierte en el particular coronel Kurtz del funcionariado desplazado a esa región, leyenda que pasa de haber sido ejecutada a seguir masacrando haciendas, violando mujeres o sembrando el terror entre los comerciantes, toda excusa es buena para retener a Zama en el lugar sin motivo aparente para ese castigo, éste es el motivo de la incredulidad de Zama, y la última posibilidad de huir de ese lugar será capturar personalmente al bandido y ejecutarlo con su banda; punto de inflexión del relato en el que la estética visual del film se hace especialmente poderosa, donde los colores verde y rojo que antes hemos visto en la casaca del funcionario y en los brazos tintados de las nativas que confeccionan tejidos se hacen omnipresentes en pantalla, el rojo de los indígenas que se han decorado para una ceremonia y el verde intenso del paisaje, rojo y verde, prohibición y permiso, peligro y esperanza.
Ser recto, ser justo, ser inflexible, te derrota. Dejarse llevar por la corriente de degeneración imperante en la colonia hubiera sido más ventajoso para el funcionario íntegro que termina aborreciendo todo aquello que comenzó siendo su deber. Ceder se convierte en la respuesta final para poder vivir, hay que amputar los degenerados miembros de una corona corrompida, de una sociedad hipócrita, de políticos que se compran y se venden, mujeres que aman en secreto y después exigen castigo para el seductor, la fiebre de la codicia donde una geoda se confunde con un recipiente lleno de piedras preciosas que enloquece al humano aunque no valga nada, de indígenas tratados como animales sin derechos en los tiempos en que empieza a apuntar la Ilustración y no hay título que justifique la esclavitud de un hombre, un país que extiende su odio a la cultura ante la sola mención de un libro y que pretende tratar como traidor a quien escribe. Un fanatismo, en este caso, exento de religiosidad, y que se mueve por y para hacer dinero abusando del cargo, un calor que exuda, transpira, sale de la pantalla y nos incomoda, hay que empeñarse en el intento de hacer lo correcto lo menos posible y demostrar poder, porque poder que no abusa, se desautoriza. Zama llegó a un lugar equivocado, a un lugar en el que un caballo gira la cabeza esperando su respuesta, mientras nos interroga, al tiempo que la amenaza humana se acerca. En su personal orilla Zama descubre que es ahí, el lugar donde se asienta el indígena, donde mejor acomodo moral encuentra, pero cuando acepta esa realidad ha perdido mucho por el camino, tanto como para no querer responder si se le pregunta en castellano y sólo asentir cuando se habla en guaraní.

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