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Notas de campo (2017), de Catarina Botelho

 
Por Miguel Martín Maestro.
“Preferiría que no me hubieras preguntado nada”. La película es un viaje, un viaje contracorriente desde un lugar indeterminado de Portugal a otro situado mucho más al sur y que la artista sitúa en el Sahara, justo en dirección contraria a la procedencia de todo aquello que ha cambiado, a mucho peor, la vida de las dos mujeres que hablan durante el recorrido y a las que no llegamos a ver. Joana y Luisa son dos mujeres concretas, pero sus reflexiones y sus experiencias son las de millones de portugueses víctimas de una vuelta de tuerca del capitalismo sobre las clases populares para acercarlas más al siglo XIX que al siglo XXI, unos años en los que todo aquello que se creía ganado y solidificado de repente no es que se haya hecho líquido y se pierda entre nuestras manos, sino que se ha evaporado. El viaje empieza y las palabras lo acompañan, y parece que el ritmo de éstas marcan la velocidad del trayecto, nunca alocado, nunca acelerado, con la musicalidad e intimidad propia del idioma portugués, “preferiría que no me hubieras preguntado nada” porque se sabe que el viaje en palabras va a ser doloroso, recordar lo sufrido y que no ha desaparecido, recordar décadas en las que el nivel de vida iba creciendo y nunca imaginaste que vivirías peor que tus padres.
Es un viaje íntimo a lo largo de un travelling lateral cuya continuidad sufre rupturas según vamos avanzando hacia el sur, del verde y el alcornoque, al matorral desértico, como si al final de nuestro camino ya nos quedara nada material en esa huida programada hacia tierras salvajes alejándose de lo más civilizado de la cultura occidental y, al tiempo, de lo más inhumano. Los recuerdos de los recortes y pérdida de derechos van haciendo mella en la imagen, despojándola de adornos naturales, hemos empezado el viaje acompañados del silencio roto por el canto de los pájaros, cuando la palabra toma el relevo no hay naturaleza que se imponga a una ley que causa más daño cuanto más débil se es, da lo mismo ser arquitecto o pensionista, trabajador o parado, asalariado o autónomo; la supervivencia te obliga a dedicar las 24 horas del día a un único tema, sin estabilidad no cabe la posibilidad de pensar en lo que gusta hacer sino solo en lo que hay que hacer para seguir día a día, algo que nos anula como personas y nos transforma en entes anónimos cuyo único objetivo es comer al día siguiente y pagar las facturas básicas. Introduciendo el miedo en las vidas de estas dos mujeres, representantes de muchas otras, se las anula como personas y se las somete a la peor de las dictaduras sin necesidad de golpes de estado.
El culpable ha de extender la responsabilidad para que ésta se diluya y sea asumida colectivamente por partes iguales aunque las consecuencias negativas se instalen en el ámbito del débil exclusivamente; ahí surge la duda, el dejar de creer en todo; se provoca el traumatismo de hacer pensar que todo lo que se hace es inútil porque es insuficiente ya que a cada recorte le sigue una nueva amenaza o una nueva pérdida justificada por la “estabilidad” que se niega a los ciudadanos. En ese maremágnum de derrota pueden surgir reacciones, como la reflexión que te hace ir a votar por primera vez cuando nunca antes lo habías hecho por dejadez, por creer que ya todo estaba asegurado y no ibas a conseguir nada más, pero tampoco nada menos, o el impulso de participar en manifestaciones aunque te consideres un individuo sin conexión con una comunidad que ha sido concienzudamente disuelta antes del recorte para evitar la contestación, sindicarte, hacer huelga aunque tu sueldo se resienta aún más. El discurso de las dos mujeres intenta demostrar que, desde la absoluta indiferencia política, el ciudadano, en las peores épocas conocidas del presente siglo, puede ser capaz de recuperar parte de lo perdido, en esencia y sobre todo, el sujeto político, el colectivo ciudadano con capacidad para enfrentarse a aquello que le está destrozando vía Europa y tecnócratas internos. Perdida la cultura colectiva ésta puede mantenerse ausente o regenerarse ante tanto ataque, y en Portugal se ha conseguido esto último por tiempo desconocido.
La película de la artista visual Catarina Botelho mezcla, de manera homogénea y precisa, la palabra contada con la imagen del trayecto, y en este caso la palabra acuna a la imagen para hacerla serena, tranquila, apacible en medio de un relato que debería estremecernos porque hemos vivido algo parecido y la resaca continúa, sin que aquí se observe ni la más mínima posibilidad de reacción colectiva. Pasamos del árbol y el agua al desierto absoluto, como si el alma del ciudadano se hubiera despojando de todo lo accesorio hasta quedar limitado a lo esencial y básico para, a partir de ese momento, comenzar a crecer e intentar apartar la mirada del dinero como único objetivo como persona, centrándose en lo que es más importante, vivir.

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