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XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?"

Ilustración de Javier Plata

Fallo y relatos del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
Acta de la reunión del jurado de la XIV edición del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad? ”:
Reunido el Jurado compuesto por los escritores Maite Núñez, Mikel Rey, Almu Ballester y Julio Jurado con relación a los 60 relatos concurrentes a esta XIV edición, acuerdan:
1º. Declarar, por mayoría, el primer premio al relato “Los reyes magos” de Jesús Ovidio Gómez.
2º. Declarar, por mayoría, el segundo premio al relato “La última cena” de Paloma González.
3º. Declarar finalistas los relatos:

  • El gorro amarillo de Beatriz Iglesias.
  • Calabazas por Navidad de Alberto Palacios.
  • Niña mala de Santiago Eximeno.
  • Piso C 611 Campanilla de Celia Molina.

De lo cual, como organizadora del certamen, doy fe en Madrid a 13 de enero de 2018,
Sonia Aldama Muñoz
Los Reyes Magos, Jesús Ovidio Gómez Montes. Relato ganador del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
 
 
A Miguel aún todo el mundo le llama Miguelito.
Miguel, al que todos llaman Miguelito, no sabe que los Reyes son los padres.
Pronto lo sabrá.
Los Reyes son los padres, y también los tíos, y los abuelos; pero de esto Miguel, Miguelito, no es consciente todavía. Piensa, Miguel, que los Reyes Magos son magos de verdad, que tienen superpoderes porque él los ve ahí, en la caravana en la Televisión Española, y están en Madrid, pasando por la Cibeles, y en la esquina de arriba pone directo, pero también están subiendo ahora mismo calle arriba en su pueblo que no es Madrid, está cerca pero no es Madrid, y su madre le está gritando para que se ponga la bufanda corriendo porque hace mucho frío y para que bajen a la calle Que ya están todos tus amigos abajo, Miguel, y no vas a coger ni un caramelo.
A la caravana de los Reyes bajarán Miguel y su padre. Su madre no y su hermana Esther tampoco. Ella siempre está mala y siempre está jodiendo, eso piensa Miguel, lo piensa pero no lo dice porque se ganaría una buena bronca y porque a la niñata no se la puede molestar no sea que enferme y haya que llevarla otra vez al hospital. Como siempre, piensa, siempre igual. La niñata siempre igual.
Miguel y su padre bajan a la cabalgata y se ponen en primera fila.
—Señora, lo siento, ¿nos deja? Es por el niño, Melchor es su favorito, el de barba blanca, ya sabe, en cuanto pase nos vamos se lo prometo. Muchas gracias, señora.
Por eso cree, Miguel, Miguelito, que los Reyes son magos, muy magos y están aquí y en la tele. Sin ningún problema, porque son magos y pueden estar en dos sitios a la vez y entrar por la venta, o por el balcón, sin despertarle. Sin despertar a nadie. Pueden comerse un poco de turrón y beberse el vaso de leche Que sois muchos niños en el mundo, Miguelito, y tienen que reponer fuerzas.
Son magos los padres, Reyes Magos sin poderes, pero eso aún Miguel no los sabe.
Pronto lo sabrá.
—Un villancico al belén y a la cama, ¿vale, Miguelito?
—Venga sí, Miguel, ve a cantar con papá y mientras yo acuesto a tu hermana. Cantad ese que me gusta tanto, el de la virgen que se está peinando.
Y Miguel canta con su padre los peces en el río, que beben y beben y vuelven a beber, los peces en el río por ver a Dios nacer. Eso cantan mientras la más maga de todas las reinas acuesta a la niña, la niñata, que hoy lleva todo la tarde como rara, llorando a ratos y sin dormir nada de siesta, porque También me va a fastidiar hoy que vienen los Reyes y que tienen mucho trabajo y muchos niños a los que visitar y tenemos que estar dormidos, bien dormidos, para que entren y hagan su magia y me dejen todo lo que les pedí en su carta, que yo he sido bueno, muy bueno.
Eso Miguel, Miguelito, sí lo sabe. Sabe que su hermana no se va a dormir y que por eso puede que hoy los Reyes no vengan, o vengan rápido y no puedan dejar todo lo que tienen que dejar. Los Reyes, que no son los Reyes sino que son los padres, pero eso todavía Miguel no lo sabe.
Pronto lo sabrá.
Los padres de Miguel han cerrado la puerta del salón. Ellos siguen ahí dentro, la luz atraviesa el cristal esmerilado y se cuela por la puerta de su habitación. A Miguel no le gusta dormir con la puerta cerrada, siente como si se ahogara si lo está, también le gusta poder llamarles en media noche pidiendo un vaso de agua, porque también él merece un poco de atención no va a ser siempre ella, la niña, con sus lloros y sus mierdas.
Niñata.
Miguel, al que todos llaman Miguelito, no puede dormirse, hoy que vienen los Reyes y que sabe que tiene que estar dormido, pero esta noche está tumbado en el suelo, sobre el parquet, observando desde la puerta entreabierta de su habitación, como sus padres mantienen una actividad frenética, mucho más que la de cualquier otra noche en las que no cierran la puerta y se quedan viendo un rato la tele, y Miguel la ve también un rato más desde ahí, sin que le pillen.
Ahora la niña, la niñata, empieza a agitarse en su cuna. Ella tampoco puede dormirse, pero eso ya lo sabía antes Miguel que la oye balbucear pues la habitación de sus padres también está abierta, como la suya, sólo la del salón está cerrada y su padres haciendo cosas, muchas cosas, al otro lado del cristal.
Los balbuceos de la niñata se convierten pronto en grititos y luego en lo que parece el comienzo de un llanto, pero eso ya lo sabía Miguel, que no va a permitir que se despierte, como hace siempre, y que sus padres abran la puerta y la niñata mala, malísima, no duerma; no duerma ella ni duerma él ni duerma nadie y tengan que ir al hospital y adiós Reyes Magos, joder, que él ha sido bueno y no se lo merece. Por eso Miguel se ha levantado y ahoga el llanto de su hermana con su mano. Lo haga tanto, tan fuerte, que ya no respira. La niñata ya no respira y ahora qué hace él.
Miguel, al que todos llaman Miguelito, grita. Grita: No, niñata, no. Y sus padres abren la puerta y dejan que Miguel vea todos los regalos a medio envolver, y el turrón sin comer y la leche sin beber. Porque Miguel no sabía que los Reyes eran los padres, pero eso ahora Miguel, Miguelito, eso ahora ya lo sabe.
 La última cena, Paloma González.  2º Premio del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.

Todos coincidimos en que celebrar la Navidad no tenía sentido cuando, unas semanas antes de la fecha, nos dimos cuenta de que el patriarca era incapaz de reconocernos.
Con la esperanza de reparar su desmemoria probamos a enseñarle fotografías tomadas veinte, treinta años antes en otras navidades, y su mirada de carbonilla solo recobraba un atisbo de vida cuando se detenía en el rostro de los muertos.
Al principio nos decíamos los unos a los otros que había una remota posibilidad de que, llegado el día, si hacíamos de tripas corazón y nos reuníamos para celebrar Nochebuena y Navidad una vez más, él aprehendería su significado porque las conversaciones y las disensiones se reiterarían con implacable impertinencia: las quejas sobre los excesos gastronómicos, el disgusto que nos suscitaba la servidumbre de reunirnos por obligación en una fecha dictada por la costumbre, el evidente despilfarro de manjares desplegado en la mesa… Las mismas voces pronunciando las mismas palabras conjurarían el espíritu de todas las navidades hasta que la constancia de su edad, representada en la suma de todas las navidades pasadas, se abriera paso en su cerebro para hacerle comprender que esta sería la última para él.
Fue al anticipar la velada con el recuerdo de las precedentes cuando todos vimos que esta era la ocasión propicia para hacer realidad nuestro sueño de escapar a la celebración.
Parece que al principio, por una especie de acuerdo tácito, lo que proyectábamos era fingir que ese día era un día cualquiera. Bastaba cambiar el almanaque y dejar expuesta una fecha al azar de un mes invernal, por si un ataque repentino de lucidez provocaba en el patriarca la extrañeza de la falta de luz a primeras horas de la tarde. Pero como no terminábamos de concretar nada parecía que finalmente la fuerza de la costumbre nos empujaría a reunirnos a nuestro pesar. Cuando una semana antes de la celebración Bárbara me llamó para contarme con voz trágica que no tenía con quién cenar aquella noche, anuncié que enviaría una sustituta para que se sentase en la silla que yo solía ocupar, junto a la silla vacía de mi marido, que seguían colocando en su memoria. Y todos, pasado el primer momento de estupor, se aplicaron a la tarea de encontrar un doble de sí mismos.
Confieso que esa reunión de absolutos desconocidos me atraía más que las navidades precedentes, pero si ahora decía que quería asistir, sospechaba que el resto de miembros de la familia también lo haría y volveríamos a la Navidad de siempre para quedar atrapados en la pesadilla de la celebración que tratábamos de evitar. Ninguno de nosotros podía poner un pie en ese salón. Tendríamos que resignarnos a conocer el desarrollo de las festividades por el relato que de ellas nos hicieran nuestros suplantadores.
Cada cual encontró un sustituto y todos cumplimos con diligencia y hasta de mejor talante que en años precedentes las tareas que teníamos asignadas por tradición. Uno puso el árbol navideño en la fecha señalada, otro llevó las mantelerías, cada cual compró y preparó su parte de la comida. El menú sería el mismo. Solo los asistentes eran nuevos. Desconocían nuestras relaciones. Lo único que sabían era en qué silla debían sentarse, para lo que confeccioné un cuidadoso plano, hasta con las sillas vacías de los ausentes. Se llamarían unos a otros por nuestros nombres, no revelarían los suyos. Como casi todos, excepto un actor contratado a última hora y una trabajadora recién incorporada a la empresa que dirigía mi cuñada, conocían detalles de nuestra vida, no les sería difícil representarnos.
Mi sustituta nunca me contestó al teléfono cuando la llamé los días siguientes a la celebración para que me contara cómo habían transcurrido las fiestas.
Nadie consiguió establecer contacto con su doble de la cena y de la comida que tuvo lugar al día siguiente en la que consumieron, como era predecible, las sobras de la noche anterior. La empleada de mi cuñada no volvió a presentarse a su puesto de trabajo. ¿Qué había podido pasar? No habíamos percibido ninguna anomalía. Las manchas en las mantelerías eran las de siempre, como si las copas de vino se hubieran servido desde el mismo lugar y con la misma frecuencia y el vino conociese de siempre la trayectoria en la que debía derramarse en los brindis.
Pero los vecinos nos miraban raro cuando reanudamos nuestras visitas esporádicas y el portero dejó de levantar los ojos del periódico para saludarnos, como si nos hubiésemos convertido en personas no gratas. Aventurábamos hipótesis en llamadas cruzadas: peleas, una orgía, un escándalo. Empezamos a sentirnos incómodos por haber sometido a un anciano a un experimento tan arriesgado, entre perfectos desconocidos.
Cuando lo ingresamos en el hospital unas semanas más tarde, descubrimos bajo su colchón una polaroid de la velada. Debió de ser tomada al filo del amanecer, porque una luz lechosa iluminaba un extremo del encuadre.
Era idéntica a las fotografías que conservábamos de la celebración de cada año. Los asistentes tenían nuestras mismas expresiones y se habían dispuesto como lo hubiésemos hecho nosotros mismos. Aun sin conocer a los suplantadores del resto de los miembros de la familia, todos podíamos adivinar quién era el doble de quién. Sus facciones reproducían nuestra misma expresión de hastío y en sus ojos se pintaban nuestras mismas rencillas, pero el rostro del patriarca estaba animado por la luz de Navidades de hacía muchos años, al igual que estaban iluminados otros cuatro rostros que se recortaban a un lado de la fotografía, cuatro desconocidos a los que nosotros no habíamos invitado. Reconocí al instante al suplantador de mi marido muerto, a la abuela, a la matriarca, al tío Andrés.
Para el patriarca nuestra presencia año tras año había sido irrelevante. Se había servido de nosotros como figurantes para conjurar a los ausentes y nuestra deserción le había dado la oportunidad de convocarlos. Él había celebrado la Navidad con los ocupantes de las sillas vacías, donde está la ausencia.
El gorro amarillo, Beatriz Iglesias. Relato finalista del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
 

Así que esto es lo que queda. No hay más paseos a primera hora por el puente romano, cuando la niebla lo cubría todo y apenas podíamos ver más allá de nuestras propias narices. Tú te adelantabas y yo iba siguiendo tu gorro amarillo intentando no perderte entre la niebla. Cuando parecía que ibas a desaparecer del todo te quedabas parada y yo te alcanzaba para abrazarte. Nos quedábamos un rato así, escuchando el rumor del Tormes hasta que el frío y la humedad nos obligaban a marcharnos. Después íbamos a la chocolatería del centro, nada más entrar notábamos el calor recorriéndonos los dedos entumecidos y el delicioso aroma del chocolate caliente y los churros recién hechos. Nos sentábamos en la mesa de la ventana y jugábamos a ver quién veía más runners mientras nos traían el desayuno. A veces, cuando se acercaba la Navidad, íbamos a la tienda de debajo de nuestra casa y comprábamos turrón de yema a pesar de que a mí siempre me ha gustado más el turrón de Jijona.
Yo era así, de pequeños detalles, pero lo que tú me pedías era demasiado. ¿Mudarnos a Francia? Era de locos, me decías que sería divertido cambiar de aires, pero a mí me gustaba el aire de Salamanca, sus calles, su niebla. A pesar de todo, un día volví a casa con unos billetes de avión a Toulouse. No creas que me dejé mis ahorros en eso, hice algo peor. Tuve que arrastrarme ante el indeseable de Mario para que me hiciese descuento en su agencia de viajes. Entonces me pareció que valía la pena solo por la cara que pusiste cuando te lo dije. Ahora desearía que no hubiésemos ido nunca a Francia.
Viajar me parece horrible, maletas que se pierden, hoteles sucios y cutres… ¿es que nadie se da cuenta de todo lo que puede salir mal? Para mi sorpresa, el viaje no me pareció demasiado insufrible, incluso me lo pasé bien haciendo turismo por Toulouse. Pero, aunque las habitaciones estaban limpias y la ciudad era bonita, al final estaba deseando volver a Salamanca. A ti te pasó al contrario, parecía que con cada segundo que pasabas allí tuvieses más interés en quedarte. El último día me arrastraste de un sitio a otro, no paramos de caminar porque no querías perderte ni un detalle de la ciudad antes irnos.
Al volver a Salamanca cada vez te apetecía menos ir al Tormes conmigo, cuando esperábamos nuestro desayuno en la chocolatería ya no contabas los runners que pasaban y los domingos por las tardes ya solo ponías comedias francesas. A pesar de todas estas señales nunca llegué a pensar que me dejarías para irte a Francia. Ni siquiera me tomé en serio la despedida, creí que te ibas a arrepentir y que volverías. A veces incluso iba al río para buscar tu gorro amarillo entre la niebla. No paraba de pensar que vendrías de un momento a otro y nos abrazaríamos como si no hubiese pasado nada hasta que el frío nos calase en los huesos. Obviamente, eso nunca ocurrió y lo único que me llevé en esas mañanas fue un catarro de tanto esperar. También me he sentado algunos días en nuestra mesa, pero ya no sentía ese calor recorriéndome los dedos. Últimamente las calles están abarrotadas de gente haciendo sus compras para Navidad y dentro de la chocolatería suenan villancicos sin parar. Es extraño, bonito y deprimente a la vez.
Ayer martes pasé por la Plaza Mayor, han puesto un Belén a tamaño real con figuras hechas de luces. Te habría gustado verlo, siempre has tenido más espíritu navideño que yo. Eras tú la que todos los años ponía los adornos aunque todavía fuese noviembre. Yo me limitaba a colocar en el balcón el Papá Noel colgado de la escalera. Supongo que a estas alturas ya habrás decorado tu casa donde quiera que estés, ¿Toulouse, Lyon, París? Ahora que lo pienso, yo también debería decorar nuestra casa. Cuando te fuiste dejaste fuera las bolsas de los adornos, y están molestando en un rincón del salón. ¿Por qué los sacaste si te ibas a ir? No los he tocado hasta ahora, pero ya casi es Navidad y creo que ya es el momento de ponerlos. Además, este año voy a comprar turrón y de Jijona y cuando vaya al Tormes ya no buscaré tu gorro amarillo. A partir de mañana iré con mis amigos a la chocolatería del centro para que deje de recordarme a ti, y nuestra mesa dejará de ser nuestra. Por primera vez tendré más espíritu navideño que tú, decoraré toda la casa, compraré regalos para mi familia y cuando escuche villancicos no me parecerán deprimentes, solo bonitos. Sé que te parecerá extraño que esté pensando todo esto, nunca he sido muy positivo, ¿verdad? pero, quién sabe, quizá las cosas hayan empezado a cambiar.
Esta tarde he empezado a decorar la casa. Empecé con mucha ilusión, pensando en todas las películas en las que parece muy divertido decorar el árbol. No tuve en cuenta que soy un patoso, nada más abrir las bolsas de los adornos las bolas rojas se cayeron al suelo y se rompieron. Después de eso ya no tenía tanta ilusión, pero bajé a comprar otras bolas (mucho más bonitas que las anteriores) y seguí decorando. Puse las guirnaldas y conseguí montar el árbol en el salón, ha quedado genial, con espumillón y todo. En ese momento ya estaba más cansado que otra cosa y solo quería sentarme en el sofá, definitivamente eso no era para nada como en las películas. Como siempre, puse el cartel de “Feliz Navidad” (Bon Noël, para que me entiendas) en la puerta. Cuando ya casi había terminado y estaba visualizando la siesta que me iba a echar, vi en el fondo de la bolsa al Papá Noel colgado de la escalera. Llevaba puesto un gorro amarillo. Qué detalle, resalta un montón con el ladrillo rojo de nuestra fachada.
 
Niña mala, Santiago Eximeno. Relato finalista del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.

Para la Fábrica Mieres, que acoge en sus años de historia más infraestructura que alma, la vida de ese minero que ambiciona pan en la mesa cada día, un beso de su esposa cuando vuelve ennegrecido a casa y las esporádicas sonrisas de una niña que va camino de ser mujer, solo vale nueve míseras pesetas al día. Nueve míseras pesetas que ese minero agradece esas navidades como si fueran un regalo del mítico Olentzero del que le hablan los vascos afincados en su pueblo, pues el trabajo falta y son ya muchos los conocidos que no han vuelto al tajo y se sumergen en vino y sidra por no soportar su miseria a la luz del sol, en la superficie.
Nueve pesetas vale una vida, pero al grisú, avieso e inesperado, no le cuesta nada arrebatársela una mañana de ventisca y nieve, donde la oscuridad de la mina se convierte al tiempo en refugio y tumba. Solo la andecha permite que la mujer y la niña sobrevivan a esas Navidades, que vienen con un frío de los que te muerden las lágrimas y se ríen en tu cara por tu pérdida. Y la niña, para dolor y desasosiego de su madre, se vuelve mala. Ya cumplió los diez años pero es de nuevo bebé de gritos, llantos y rabietas. Los vecinos, que visitan esa casa fría y triste día sí y día no, siente que deben ignorar reproches, insultos y malas caras de la niña y abrazar a la madre, consolarla, ayudarle a olvidar lo que no quiere olvidar. La madre, que se presume fuerte, se resiste a las caricias de las plañideras. En el fondo entiende a su hija. A ellas, como al marido ausente, también les hablaron del Olentzero, pero esa casa siempre la han visitado los Reyes Magos. Año tras año, ajenos a penurias y desaires, han venido a la casa portando su saco de regalos. Una vez trajeron un viejo tren de madera, con grises vagones de carga arrastrados por una máquina quebrada. Otra trajeron un puñado de canicas agrietadas, sus colores antaño apagados. Incluso en una ocasión solo trajeron un par de naranjas, y sin embargo la niña nunca dudó.
Ahora que la niña es mayor ya sabe que los Reyes Magos son los padres, ahora que la niña es mayor quiere olvidarlo y volver a creer. Necesita hacerlo. Porque sabe que si cree en ellos todo irá bien. Porque a los niños malos, a los niños que gritan y lloran y sufren rabietas por cualquier cosa, los Reyes Magos les traen carbón.
Y tiene la secreta esperanza de que sea su padre el que lo traiga, el que retorne de la mina esa noche y deje un pedazo negro, oscuro, frío, junto a la chimenea, al lado de las cenizas del fuego sobre el que tantas lágrimas de ausencia han derramado.
 
 
Piso C 611 Campanilla, Celia Molina. Relato finalista del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
 
 
Debía cambiar las ventanas. Llevaba seis días entrando en foros y, después de hacer una lista comparativa sobre los pros y los contras del aluminio frente al PVC, estaba de acuerdo con los usuarios de ventanas.net en que las PVC con doble capa de vidrio Climalit Plus eran, según la relación calidad-precio, la mejor opción para aislar la casa del ruido.
 
La tienda de Torres tenía una oferta de fin de año que incluía la mano de obra y prometía un buen acabado. Ya les había contratado una vez, también por estas fechas, cuando era Presidente y convenció a los vecinos de que, por su bienestar, había que cambiar el formato de los telefonillos de todos los bloques (ahora su piso era el B 511 campanilla) . Eran obreros de confianza, un negocio barato y seguro.
 
Las quería de color blanco.
 
Vivía en la calle Cruz del barrio de la Cruz, por lo que es fácil suponer que era una calle céntrica. Larga, estrecha, con cuatro bares rotulados con el mismo esquema: la palabra casa + un nombre común; cuatro comercios nacionales, un área infantil y una plaza al final en la que había un graffiti gigante y una notable falta de papeleras.
 
A él no, pero a su novia le encantaba esa zona, le gritaba desde el portal, cariño ábreme la puerta. Nunca se acordaba del código del piso – erosionó el botón de la campana- y, cuando entraba, le juraba que ella estaba segura, vamos, pero absolutamente convencida de que se había llevado las llaves y que no entendía – porque era imposible- que no las encontrara en su bolso de P(i)rada.
 
– O-d-i-o este bolso, decía.
 
Y se besaban.
 
Habían quedado para cenar, sin ceremonias. Comieron embutido y la panna cotta que sobró de la comida de Navidad porque sus familias eran «más de dulce que de salado», un comentario que se repetía cada 25 de diciembre y que demostraba que este tipo de comidas y cenas son un bucle sintáctico en el que siempre se dicen las mismas frases sin que realmente se llegue a una comprensión entre los filio-parlantes.
 
Al terminar, ella se sirvió una copa de vino y salió a fumar a la terraza. Abrió la puerta corredera y la mosquitera corredera y, una vez fuera, hizo el proceso contrario. Cuando llegó al filtro de su Lucky Light, empezó a reírse y a toser al ver tras la ventana a un chico  joven intentando envolver regalos como un sexagenario.
 
– ¿De verdad estás usando mi tipómetro?
– Claro, estoy cortando el papel en cuadrículas.
– Sé que no te caen bien, pero los romanos inventaron las tijeras hace mucho tiempo.
–  Así es más rápido… No tenemos una regla normal.
– Daniel. No tenemos nada normal.
 
Cuando ella iba a preguntarle que por qué los renos de los papeles de envolver parecían tener esquizofrenia, él se levantó de repente y puso las dos manos flotando en el aire con las palmas muy abiertas, totalmente estáticas, que es la forma que tiene la gente de dar a entender que hay que esperar un momento.
 
– Espera, espera… ¿qué hora es?
– No sé, como las doce y media.
– ¿No lo oyes? ¡Cada día más tarde!
– Te estás obsesionando, Dan.
 
Y era para obsesionarse. Desde hacía dos meses, todas las semanas había, al menos, dos días, en los que el vecino de arriba, el del piso C 611 campanilla, hacía unos sonidos rarísimos, imposibles de identificar. Al principio pensaron lo típico, que eran los muelles de la cama de un nuevo inquilino al que, cosas de la vida, le encantaba follar. Pero después de verle un día en la escalera, descartaron esa posibilidad. Era un chirrido ambiguo, embotellado, sin compás, aunque esa noche parecía extrañamente rítmico y a Daniel le molestaba mucho más.
 
– Ñi-ñi, ña-ña.. ¿Es que no va a parar nunca?
– Hoy parece una silla.
– Una pesadilla. Eso es lo que ES.
– Como si la arrastrara.
– Lo hace aposta, sabe lo mucho que me revienta.
– Anda, gordo, vamos a la cama.
 
Tenían fe en que parase pronto, aunque la estadística no les acompañaba. Desde que empezaron Las Fiestas, los ruiditos se habían multiplicado hasta el punto de que habían roto tres escobas y se habían buscado un hotel a las afueras para pasar la Nochevieja en paz.  Se acostaron pero, al ver que el ruido era cada vez más fuerte, más musical, ella ya se empezó a agobiar.
 
¿Y si le estaba pasando algo?  Cra, cra. ¿Y si el muy cabrito, sabiendo lo mucho que les molestaba su bullicio, les estaba mandando una señal? Cra. Podía ser que estuviera en peligro, que alguien hubiera entrado en su casa y estuviera atado en contra de su voluntad. Que le estuvieran robando, que le hubieran golpeado, que le fueran a matar.
 
– Ángela, por favor. Deja de leer A Sangre Fría sin parar.
– ¿Y si es verdad?  Sólo digo que podías ser un buen vecino y subir a ver qué pasa. Aunque sólo sea en estos días…
– ¡Qué manía con decir lo de «estos días»! Ni que la Navidad fuera una unidad temporal.
– Espera.
– ¿Qué?
– Ha parado.
– ¿Seguro? Shh.
– No se oye nada ya.
– Bueno, pues ya está. Parece que vamos a poder dormir al final.
 
Esa noche hubo tormenta. O no, no lo sabían exactamente, porque por el friso blando de las ventanas se había colado el estruendo de los petardos de un grupo de imberbes que volvían a casa de madrugada. Cambiaron de postura y se pusieron espalda contra espalda, pero los dos fueron girando la cara lentamente cuando, al ceder de los petardos, oyeron varias sirenas  de ambulancia que no parecían estar muy lejos. Que se estaban acercando. Que se acercaban. Que estaban casi debajo. Que estaban debajo ya.
 
Calabazas por Navidad, Alberto Palacios. Relato finalista del XIV Certamen de Relato Breve “¿Dónde está la Navidad?”.
 
No había conseguido una cita con ella durante todo el verano, había fracasado en Halloween y me había rechazado durante el Black Friday, pero esta vez no tenía escapatoria, tenía pensado conquistar a Lucía aprovechando que era Navidad.
Tardé en aclararme, pero es que estos días me ponen la cabeza del revés y todos esos adornos me aturden, y esas luces de colores me ciegan, y los villancicos me alteran y el exceso de azúcar en la sangre me trastorna el entendimiento.
Comencé mi misión de forma simpática, con la excusa de la Navidad le reenvié a Lucía uno de esos mensajitos entre campechanos y empalagosos que me siempre me manda mi amigo Carlos por el móvil. Decía algo así como “La Navidad me hincha las bolas”, acompañado de una foto de dos bolitas navideñas de color rojo intenso unidas a una ramita de muérdago verde limón.
No debió de hacerle gracia porque tardó mucho en responder y, cuando lo hizo, me mandó un huérfano y escuálido signo de interrogación.
No me di por vencido.
Al día siguiente compré una postal navideña en una asociación de invidentes. Busqué la mejor. Lucía no se merecía menos, un dibujo estupendo que un Velázquez ciego no hubiera superado. Una obra de arte excelsa, esta vez sin doble sentido, en la que el ciego en cuestión había pintado lo que debía ser un camello sonriente o un niño Jesús jorobado, no sé. Al fin y al cabo era ciego.
Escribí con mi mejor caligrafía mis buenos deseos para el año, para ella y para mí mismo en el interior de la postal y se la envié con un sello de urgente.
Al día siguiente volvió a vibrar mi móvil, era ella, sudé, temblé, me emocioné y, cuando lo abrí, pude ver el mismo signo de interrogación, negro y escuálido como una patita de un calamar enfermo.
Tendría que echar el resto.
Hice lo que juré no hacer nunca,  salí a la calle, bajé al Metro, llegué hasta Sol, emergí a la superficie y me vi, solo y desamparado, en plena vorágine dispuesto a hacer una compra navideña para Lucía.
Luché, braceé, llegué hasta la puerta de un establecimiento famoso por ser el origen de la primavera y de la Navidad en España, accedí a sus entrañas tras una feroz lucha y, una vez dentro, fui llevado en volandas, como un pelele sin voluntad, por diferentes secciones, por plantas en las que vendían perfumes con acento francés, artículos deportivos infames, juguetes que jugaban solos, maletas con ruedas y sombrillas de colores. Aterrado, al cabo de varios minutos de zozobra, logré asirme a una de esas sombrillas, como un náufrago, con el firme propósito de librarme de aquellas idas y venidas. En ese instante una señora de ojos saltones y pelo ensortijado me miró de forma aviesa, un niño siniestro con bigotillo en el labio superior me recordó a un viejo político y una niña repipi me sacó la lengua. Olvidé a qué había ido a aquel infierno, la música estaba a un nivel tan alto que en mi cabeza solo había sitio para el ro-po-pom-pón, para los pececillos que beben con insistencia, para las campanas sobre campanas que retumbaban en mi cabeza, y para Holanda que (dichosa ella) “ya se fue, ya se fue”.
Hasta que ocurrió, como en un deus ex machina espléndido, como en un sueño húmedo ella, Lucía, apareció detrás de un mostrador, uniformada, radiante, a cámara lenta, con la blusa azul marino y la falda a juego, con su nombre prendido en una plaquita metálica dorada con letras verdes, con su sonrisa amplia y sus cabellos rubios al viento para apartar heroicamente a la señora de ojos saltones y pelo ensortijado, y al niño Jose Mari, y a la niña Lolita, y extender su brazo hacia mí.
Tardo tiempo en reaccionar, mi cabeza está tan aturdida, hay tanto guirlache en mis venas y tanta fruta escarchada en mi estómago que aún no se distinguir lo real de lo navideño, aún así sé que estoy en la cafetería de aquel lugar, con una botellita de agua fresca rozando mis labios y un murmullo aterrador bajo mis pies, el ruido de la marabunta navideña, de la turba incontrolada comprando en las plantas inferiores.
Cuando por fin puedo hablar le pregunto a Lucía qué hace allí, por qué no me ha dicho nunca que es dependienta en el infierno, por qué razón me manda siempre interrogantes y, sobre todo, por qué no se ha salvado ella y me ha dejado morir en la sección de complementos para la playa. Y ella, que sigue igual de esplendida, con voz firme me dice que no me preocupe por nada, que me he dado un golpe en la cabeza, que he estado una hora inconsciente, que no sabe quién es esa Lucía pero que ya ha mirado en mi móvil y le ha mandado un mensaje tranquilizándola y diciéndole lo que me ha pasado.
Efectivamente, cuando logro reajustar mi vista, veo que mi salvadora no es Lucía sino una dependienta maravillosa que, en mi cabeza, ha jugado a ser Lucía y con la que fantaseo a mil por hora justo antes de que mi móvil vibre con el mensaje de la verdadera Lucía, que ya no me envía un signo de interrogación sino una calabaza que repite a lo largo de cientos de mensajes, como si la pobre hubiera confundido la Navidad con Halloween.
Ya no había ninguna duda, todos esos nervios solo podían significar que, por fin,  la tenía en el bote.
 
 Concurso organizado por Sonia Aldama Muñoz, colaboran Culturamas, Cursos Culturamas, mecenazgo anónimo y escritores y editoriales donantes de libros.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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