Viajes y libros

Todos marcharon a la guerra

TODOS MARCHARON A LA GUERRA

DAVID VOGEL

XORDICA EDITORIAL, 2017

 Nº de páginas: 288 págs.

 

En esta novela autobiográfica escrita a comienzos de 1940 y publicada póstumamente ,–el manuscrito fue enterrado en un jardín y rescatado después de la Segunda Guerra Mundial–, David Vogel se esconde bajo el pseudónimo del pintor/escritor Rudolf Weichert para contarnos su detención y traslado junto a otros judíos y extranjeros a un campo de internamiento de una Francia que pronto será ocupada por los nazis. Los prisioneros son conducidos de un campo de internamiento a otro, y cada campo despierta en ellos la nostalgia por el que acaban de abandonar. Vogel se sirve del humor más negro para narrar el derrumbe moral de ese momento y la desesperante situación que sufren los presos: los decretos arbitrarios son anunciados y revocados; los grupos de prisioneros se reúnen pero nunca llegan a conclusiones; los interrogatorios sin sentido comienzan igual que terminan.Todos marcharon a la guerra, escrita con un estilo inteligente y sosegado, muestra el teatro secundario de la guerra, la pérdida de la dignidad humana, la anulación del yo, y nos trae a la memoria las mejores páginas de Suite francesa, de Irène Némirovsky, o Si esto es un hombre, de Primo Levi. Poeta y novelista, Vogel pertenece, junto a Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Franz Werfel y Stefan Zweig, al excelente grupo de escritores centroeuropeos que contribuyeron a renovar la mirada literaria en la primera mitad del siglo XX.

Los libreros recomiendan. Reseña:

Hemos leído muchos libros sobre campos de concentración, pero en ellos pocas veces como en este párrafo se ha acertado a expresar la mezcla de tedio y temor que existía allí entre los hacinados: “En ese momento la habitación quedaba ordenada, el trabajo se había terminado y un día más, eterno y monótono, igual que el de ayer y anteayer, se abría delante de ti: de nuevo saldremos un rato al patio, intercambiaremos unas palabras con este y aquel, entraremos a ver a la pandilla en la otra habitación durante un rato y saldremos de allí mirando al vacío mientras esperamos el almuerzo que nos sacará del aburrimiento. Un sinfín de preocupaciones de todo género te roerá la cabeza, además del perenne y oculto temor a algo indefinido por venir, que no te abandonará ni por un instante”.

Su autor fue David Vogel (ucraniano de 1891 pero nacionalizado austriaco desde 1925), y trágicamente acertaba al sentir ese “temor a algo indefinido por venir” porque terminó asesinado en el campo de exterminio de Auschwitz en 1944. Antes, a comienzos de 1940, había contado en Todos marcharon a la guerra, que ahora se presenta por primera vez en castellano (traducido desde el hebreo por Rhoda Henelde y Jacob Abecasis), su penosa experiencia en el centro de internamiento de Bourg y en los campos de concentración franceses de Arandon y Loriol, donde sucedió todo eso que ya sabemos, donde se cuenta lo previsible, y donde sin embargo leemos como si fuera por primera vez hechos tan inverosímiles como veraces. Judío de nacionalidad austriaca en Francia, Vogel lo tenía francamente mal cuando en 1939 Francia declaró la guerra a Alemania, momento en el que arranca el libro para señalar cómo los sucesos de la Historia van a atropellar los derechos de un ciudadano. Recluido como si fuera alemán, enseguida es su religión la que, sin demasiados disimulos, justifica entre sus captores la continuidad de su reclusión, y su traslado a campos específicos para judíos. La locuaz francofobia del autor queda explicada de un modo difícilmente rebatible, y se une a una larga lista de testimonios directos sobre la inmensa culpa de Francia en aquellos años, antes incluso de la Ocupación.

David Vogel, con una prosa sencilla pero realmente atractiva y exacta, consigue tejer un libro amable y terrible a la vez, escrito con cierta actitud kafkiana (kafkiana de El proceso) en el sentido de que el protagonista asiste a todo lo que le pasa fingiendo no entender nada, subrayando el absurdo de los motivos por los que se les busca y se les reúne bajo vigilancia en condiciones denigrantes, con una ingenuidad que en buena medida es postiza, estilística, pero literariamente eficaz porque expone cómo la realidad puede ser llegar  a ser literalmente inexplicable, grotesca: “Estaba enjaulado, recluido. Por vez primera, sentí que no se trataba de ficción, sino de una amarga realidad. Habían aprehendido a un hombre que no había hecho ningún mal a nadie y lo metían en la cárcel. Lo sentí como una afrenta personal, como si me hubiesen abofeteado en plena calle, menospreciado como ser humano delante de muchísimas personas”. Es, por supuesto, un libro herido, y además pesimista (y el tiempo le daría la razón a Vogel, al menos en cuanto a su destino particular), y sin embargo hay espacio para el humor, o para retratar ciertos momentos de generosidad en medio del hambre, la suciedad, el miedo, la enfermedad o la desesperación.

Hay como una obligación moral, un deber civil, en leer a quienes murieron asesinados en los campos de exterminio, al menos cuando escriben sobre todo eso que les estaba pasando. Los testimonios en primera persona de aquellos hombres y mujeres es todo lo que les queda a aquellos a los que les quitaron todo del modo más inhumano: es su voz, su memoria, su protesta, su advertencia. Son textos vigentes por definición, documentos de primer grado. Pero si además están escritos con la altura literaria de Todos marcharon a la guerra, con su espíritu bondadoso y modesto, con su moderación estratégica en medio de la indignación, con su prosa sagaz e indagadora… la lectura se convierte, además de en un recordatorio necesario, en un placer. Un placer en tensión, un placer estremecedor, un placer, sí, culpable, pero no porque estemos disfrutando de un libro estupendo, sino por la consciencia releída y renovada de todas las cosas que hemos hecho.

 
Reseña en ABC Cultural:

Novela autobiográfica rescatada milagrosamente después de la Segunda Guerra Mundial, «Todos marcharon a la guerra», del escritor judío David Vogel, nacido en Satanov, hoy Ucrania, en 1891, sería, lo mismo que «Suite francesa» de Irène Némirovsky, un caso único en su género. Ocultándose tras el seudónimo del pintor Rudolf Weichert, Vogel narraría la crónica del día a día de la suerte corrida por miles de refugiados llegados a Francia huyendo del fascismo y de Hitler que, de repente, al estallar la guerra, se vieron concentrados en diversos campos de internamiento por la policía francesa…

 
 
 
https://www.culturamas.es/blog/2018/01/07/que-el-dolor-no-lastre-tu-vida/

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