'Memorias del calabozo', de Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
Memorias del calabozo
Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro
Txalaparta
Navarra, 2017
400 páginas
Mateando frente a una grabadora, dos personas a las que trece años de prisión en condiciones de secuestro bajo la bota militar, han hecho de Mauricio y Vicente dos ancianos con memoria y se diría que sin rencor. Porque no se supura odio en la conversación, no salta a la vista la denuncia, no nos estremecemos. Sentimos mucha tristeza y compartimos con ellos el tiempo que no es de revancha, sino de memoria compartida, casi de sueño. Mauricio Rosencof (Uruguay 1933) y Eleuterio Fernández Huidobro (Montevideo, 1942 – 2016) son dos activistas políticos y culturales que sufrieron, junto a Pepe Mújica (Montevideo, 1935), quien fuera presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, la represión de la dictadura en forma de tortura. Las diversas celdas por las que fueron pasando tenían condiciones infernales, pues el infierno es la privación de la luz solar, la humedad en las paredes, la humillación, el hambre. Una experiencia que se narra en este libro, a dos voces, sin ningún sesgo por parte del periodista ni de un redactor. El texto es largo, incluye los episodios de descanso en una conversación que, por acuerdo tácito, sucede rememorando lo vivido en orden cronológico. La dureza va implícita a los hechos, no a las descripciones, que son breves y sin alardes. Eso sí, la facilidad para la conversación que poseen estos dos hombres sorprende y da al libro un tono muy personal, el atractivo dictado del acento uruguayo.
En cuanto al contenido, cabe avisar que la crudeza va en aumento a medida que suceden los años y ninguno de los tres se dobla, se rinde. Ni siquiera cuando llevan meses sin escuchar su propia voz. No hay deje de autocompasión por mucho que relaten cómo se les faltaba a la dignidad, cómo se les acribillaba y deshumanizaba. Sorprende descubrir que el relato cabalga sobre el oído, órgano que se afina durante la prisión, pues es el que mejor se adapta para ayudar a construir el mundo, lo que sucede al otro lado de la puerta, que es a lo que se reduce el mundo del prisionero. Allí es donde habitan quienes les torturan “hasta la licuefacción lenta” y se admiran unos a otros por ello. De ese calado es la moral de los militares que les encierran. Los rasgos de humanidad en algún soldado o en un alto cargo son muy escasos y tan raras que saben que no deben agarrarse a ellos para crearse ningún tipo de ilusión. Las esposas y la capucha son la norma, el cigarrillo la excepción. De tal forma que estaban dispuestos a soportar una tanda de “piñazos” con tal de poder mear, cagar y tomar agua.
En algún momento, confiesan que los niños son lo peor del encarcelamiento por varias razones. Se daba el caso de torturas de padres frente a sus hijos, por ejemplo, pero también los militares de alto rango que llevaban a los críos a la prisión para que vejaran a insultos a los presos. De hecho, uno de los peores síntomas de la falta de libertad, confiesan, es no haber visto apenas a un niño y lo que les sorprendió el mundo cuando, al salir, descubrieron un parque lleno de críos jugando. La palabra clave, más fácil de decir que de sostener como actitud, es dignidad. Mauricio, por ejemplo, para no venirse abajo pensaba en su padre o sus hermanos, fallecidos en Auschwitz, durante los nueve meses que les instalaron en un “banquito destartalado contra el muro frontero a la puerta y teníamos que permanecer sentados todo el tiempo con las narices pegadas contra la pared”, con las manos atrás, atadas con alambre, incomunicados, soportando un cinismo disciplinado. Confiesan que llegan a vivir en un mundo sin color, en un proceso mental que lleva hacia el desequilibrio, sintiendo que les crece la agresividad, con sueños malditos que suceden en blanco y negro. La única fuga que les es permitida es la fantasía, el refugio de los locos, mientras se comen los bichitos que viven en la humedad. No exploramos más. Mejor dejar que el lector termine de descubrir por sí solo este demoledor relato de supervivencia, en el que se demuestra que sobrevivir es mantener la dignidad a flote.
Mauricio Rosencof