Palabras más, palabras menos
Cada época, cada sociedad, va generando sus códigos de comunicación, sus maneras diferentes de expresión y su propio lenguaje. Las palabras, como tantas otras cosas, aparecen y desaparecen; se ponen a veces de moda y, a veces, caen en desuso. El lenguaje que usamos, el que escuchamos, construye realidades y modela nuestro pensamiento. No llamar a las cosas por su nombre tiene exactamente el mismo efecto que llamar a las cosas por su nombre: que nos conduce a pensar de una manera u otra.
Puede generar cambios positivos. La educación social, la toma de conciencia, va eliminando de nuestro vocabulario palabras peyorativas que hasta no hace mucho se utilizaban sin pudor pero que, sin embargo, hemos ido dejando de lado al entender su significado ofensivo o discriminatorio. Por ejemplo, hoy día es improbable que alguien use el término subnormal para referirse a una persona con discapacidad.
Pero también puede ocurrir lo contrario: que el lenguaje se convierta en una barrera para el entendimiento cuando usamos palabras eufemísticas que nos sirven para camuflar emociones, para disfrazar situaciones que preferimos representar de manera edulcorada o para maquillar realidades que no queremos ver sin filtros. A veces por pudor, a veces por temor, casi siempre por intereses propios o ajenos.
En su (cada vez más profética) novela 1984, George Orwell configuraba el lenguaje como una herramienta fundamental del poder para modelar el pensamiento social y controlar a la población. En su ficción, la autoridad estatal creaba, desarrollaba e imponía una “neolengua” llena de eufemismos para enmascarar la dura realidad, en la que las palabras negativas no existían y el vocabulario se simplificaba al máximo para tratar de impedir la creación de pensamientos complejos.
Imposible no pensarlo y establecer un paralelismo hoy día al escuchar a los políticos, al leer la prensa o al caminar por la calle y ver el lenguaje comercial, los neologismos y los anglicismos asociados a nuevas tendencias y a la revolución tecnológica. Unos ejemplos:
El omnipresente mensaje político y la presión social por “el emprendimiento” que no suele mencionar que, con escandalosa frecuencia, el “emprendedor” no es más que un desempleado que no encuentra un trabajo digno por cuenta ajena y tiene que recurrir a un crédito bancario para endeudarse y resolver su futuro laboral montando una “start up”
El estilo de vida “alternativo” en el que todo es muy hipster y se vive “huyendo del sistema” creando “comunidades colaborativas” a golpe de click y entregándose a una supuesta “economía compartida” que ofrecen las plataformas tecnológicas: alojando turistas en tu casa, sacando partido a tu sofá, convirtiéndote en taxista en tus ratos libres… Un buen rollito que, en realidad, instala un modelo comercial ultra-competitivo que convierte la cotidianeidad privada en una oportunidad constante de negocio; y a cada individuo en un orgulloso micro-empresario de sí mismo abierto 24 horas. Todo lo cual, en el fondo, esconde la reaparición de la vieja figura del trabajo a destajo que tanto tiempo y esfuerzo costó dejar atrás: tú cobras por día trabajado, por servicio prestado y ya está. ¿Seguro médico? ¿Bienestar? ¿Estabilidad? ¿Pensión? Son cosas del pasado, por favor. El problema laboral es tuyo y solamente tuyo y el emprendedor del siglo XXI, epítome del “yo me lo guiso, yo me lo como” no tiene más ligaduras que los vaivenes del mercado.
El “crowfunding”, esa solidaria energía ciudadana para financiar colectivamente proyectos casi siempre culturales. Emocionante y generosa, puede que sí. Pero también un filtro que oculta la negra oscuridad de la precariedad artística, el abandono generalizado de la cultura por parte de las Administraciones Públicas y la llamada desesperada de las vocaciones artísticas que, como en pocos campos, están dispuestas a trabajar, no solo sin cobrar sino incluso pagando con tal de dar salida a las voces expresivas que alberga en su interior.
El “jobsharing” anglicismo moderno que se usa ya con frecuencia para redefinir al pluriempleado de toda la vida, al trabajador a tiempo parcial en varios lugares diferentes que va corriendo del empleo de la mañana al de la tarde y de ahí al de la noche para poder cubrir los costos de vida.
El “coliving” otra estupidez que se va extendiendo poco a poco en anuncios y estrategias de marketing para re-significar “el compartir piso de toda la vida” de la época estudiantil pero extendiendo su interinidad unas cuantas décadas más. Presentándolo como una opción social moderna llena de ventajas para urbanitas de treinta, cuarenta y cincuenta y maquillando así la creciente desproporcionalidad entre los salarios, el coste de la vivienda en las grandes ciudades y las dificultades de acceder a la independencia. Podríamos seguir con los espacios y el concepto del “co-working”, los “minijobs”…
Y así vamos, pasito a pasito, palabra a palabra: normalizando la precariedad hasta que la inestabilidad y la escasez tengan su propio “App” y ser pobre sea “cool”.
Fernando Travesí
verdad de cada uno. Sumando unos. Palabra a palabra, pensamiento crítico. ¡¡Gracias!!
Gracias Ernesto! Un abrazo!
lo he compartido por wasap (a viva voz) con compañeros/as diciendo quien firma (tú) y donde escribes (culturamas internet). Gracias!!
Cuánta verdad!!!…. y cuánta mentira escondida, en subterfugios y excusas, en este mundo que nos da a todos cada vez más sensación de desamparo. Gracias Fernando por esa lucidez tuya tan maravillosa, para poner nombre a las palabras, y llenarlas de contenido! Todo un reto y logro maravilloso. Gracias por compartir.
Gracias Maite, a ti por tus palabras, por leer y por pensar juntos.