Asesinato en el Orient Express (2017), de Kenneth Branagh
Por Jordi Campeny.
Cabe esperar de un remake algún elemento renovador, una nueva mirada, una reformulación de la anterior propuesta, alguna aportación. Ante la nueva versión que Kenneth Branagh ofrece del clásico de Agatha Christie Asesinato en el Orient Express, ¿encontramos algo de ello? Más tecnología, más ampulosidad con la cámara y algún matiz en el personaje principal. Y, todo ello, en vez de sumar, resta. Por lo demás, la película es más de lo mismo… pero infinitamente peor. Y a uno le asalta un pegajoso interrogante a su término: ¿No se la pudieron ahorrar?
En 1974 el gran Sidney Lumet ofreció su versión de la novela y, aunque no se contara entre las mejores de su séquito de obras maestras, supo aportarle empaque, concisión, oficio, auténtico pulso narrativo y grandes dosis de sentido del humor. Además, la película contaba con una de las mayores concentraciones de estrellas por metro cuadrado que quepa recordar: Albert Finney, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Sean Connery, Anthony Perkins, Vanessa Redgrave, Jacqueline Bisset, etc. Todos precisos y todos irónicos, formando parte de un engranaje perfecto. Quizás sea una obra menor de Lumet, pero sin duda es una pieza mayor en comparación con la actual.
El infatigable Kenneth Branagh ha querido repetir la fórmula que empleó Lumet, utilizando los avances del medio para resultar más vistosa y también rodeándose de un elenco de primerísimo nivel: él mismo, Penélope Cruz, Willem Dafoe, Judi Dench, Johnny Depp, Michelle Pfeiffer, Tom Bateman, etc. A diferencia de aquélla, aquí los actores se antojan pésimamente dirigidos, sus trabajos son funcionales cuando no directamente ridículos, habiendo desaprovechado bochornosamente tal cantidad de exquisita materia prima. Ni tan siquiera Judi Dench logra salvarse del desastre.
De narrativa un tanto atropellada –aunque, eso sí, cuidando y mimando la forma y sus costuras– Branagh opta por utilizar un registro entre la farsa y el drama desbocado que raramente armonizan de forma orgánica, quedando muy lejos de la fina ironía de su predecesora. Branagh, que había demostrado pulso y sensibilidad en películas como Los amigos de Peter (1992) o Mucho ruido y pocas nueces (1993), se conforma esta vez con una película que no pasa, en ningún caso, de lo meramente funcional, y que difícilmente puede suscitar algún interés en aquellos que conozcan la versión del 74.
Un asesinato, doce sospechosos, un tren parado en la nieve en el este de Europa y un detective privado. Los elementos son mínimos y el trabajo ya se había hecho con solvencia anteriormente. Sin embargo, al director se le va de las manos tanto la narrativa –desdibujando personajes y trama hasta resultar, por momentos, absurdamente confusa– como el tono –esta catarsis dramática final de Michelle Pfeiffer, ante la cual uno, atravesado por el ingrato filón de la vergüenza ajena, no sabe donde posar sus ojos–.
Un descarrilamiento en toda regla, en definitiva. Y, como siempre, se constata con pesadumbre que hay varias películas muy estimulantes en cartelera que acompañan a este burdo Asesinato de las que se puede sacar oro y que desaparecerán en breve, víctimas de su propia modestia o de su temeraria valentía, mientras propuestas como ésta seguirán atrayendo más al público. Ahí tenemos The Square, Tierra Firme, A Ghost Story, El sacrificio de un ciervo sagrado o En realidad, nunca estuviste aquí, entre otras.
Lo que resulta prácticamente seguro es que este Asesinato en el Orient Express dejará poca huella, tanto en las convocatorias de premios como en la cinefilia de los espectadores. Acabará desapareciendo, engullida por su propia mediocridad. Y sólo recordaremos breves retazos de este caso de Hercules Poirot gracias al gélido frío yugoslavo que sí consiguió traer consigo la versión de 1974.