'Los dioses carnívoros', de Rafael Balanzá
Por Pablo Escudero.
Si algo hemos aprendido los lectores de Rafael Balanzá desde que debutó como novelista con Los asesinos lentos (Siruela, 2010), es que la culpa merece castigo. O quizá no lo merece, pero lo recibirá. Eso nos ha hecho encontrarnos a veces con que incluso la menor de las culpas puede llegar a recibir el más duro de los castigos. Hay otra vez culpa y castigo en su nueva novela después de casi cuatro años, Los dioses carnívoros.
Basta decir para situarnos que la primera de las cuatro partes de la novela se titula El castigo no necesita crimen. Supongo que las ideas del crimen y el castigo que desarrolla hábilmente Rafael Balanzá vienen de ese prolífico siglo XIX ruso, y especialmente, claro, no hace falta más que fijarse en los dos términos que he elegido, de las novelas de Dostoievski. Lo narrativo ha pasado, sin embargo, por el siglo XX, y ha tomado prestado con provecho parte de las miradas de Kafka y Camus. No es su protagonista, Damián Ferrer, sin embargo, un Meursault, aunque parece decidido, a sus 50 años a que cada vez más cosas le den igual. Todo, parece al principio, salvo su hija.
Mirada con ojos olímpicos, la inmensa mayor parte de la humanidad es superflua, indeseable, mera morralla genética. Dando por buena la vieja alegoría del sublime artista, ¿para qué necesitaba el omnipotente semejante plétora de mediocres en el escenario? Hay una respuesta fácil: para que unos pocos destaquen. El genio necesita la mediocridad, como la luz a las tinieblas. Demasiado fácil. La nada, la posibilidad de la nada, ¿no era suficiente telón de fondo para la representación cósmica? Entonces, ¿por qué semejante sobreabundancia? ¿Para qué tanta imperfección?
La novela nos lleva a una innominada ciudad mediterránea, que a ratos parece Valencia (especialmente al principio, ya que la novela arranca en el metro, y ahí también se habla de las dimensiones de la ciudad que encajan bien con Valencia), a ratos Alicante y a ratos Murcia. No es importante, ya que no se ha concretado ninguna por lo que no tiene sentido hacer exigencias de realismo en ese sentido. Damián Ferrer llega a los cincuenta años en plena crisis: un divorcio, problemas con su hija universitaria, y despedido. Pensando en dejar su casa y mudarse al piso vacío de su hermano y preguntándose, como tantos, cómo ha llegado hasta allí. Es una persona concreta, y el personaje está bien desarrollado para que tenga una personalidad concreta pero también es alguien que representa en parte una generación y un momento histórico. Ha decidido, o eso parece, no implicarse demasiado y no esperar demasiado, tratando de evitarse sufrimientos con ello. En esas primeras páginas costumbristas en las que se nos dibuja su vida, llega al que parece el trabajo perfecto para lo que busca, conserje de un edificio. Pocas responsabilidades, fáciles, tiempo para leer (aplauso para ese personaje que lee El desierto de los tártaros), cierta dosis de invisibilidad.
Pero no logra convertirse del todo en alguien invisible. Porque quizá, ni literal ni metafóricamente, nadie puede llegar a serlo, por más que lo pretenda. Lo inesperado irrumpe en su vida en forma de notas extrañas y la sensación de que a veces están observándolo e incluso siguiéndolo (magistral la escena en la que vuelve al metro). Lo real muda de pie y va dando entrada a lo irreal. La vida más rutinaria avanza, y es en su trabajo, en ese en el que no esperaba nada, donde surge la posibilidad de volver a ilusionarse con un nuevo amor.
– Una vez vino aquí una persona a la que tuvimos que extraerle una araña del oído, ¿sabes? Era eso o empezar a cobrarle alquiler … – mientras aquel hombre hablaba en tono jocoso, Damián no podía apartar la vista de las negras y brillantes plumas que recubrían su cráneo. Entonces cometió el error de fijarse también en sus manos, menudas, sarmentosas, recubiertas de una piel amarillenta como el pergamino. Manos de pájaro.
No es cuestión de destripar la trama, pero digamos que la historia de amor avanza, y la doctora Quiles, ayuda a Damián a pasar por una enrevesada historia de venganza. Lo mejor es leerla, claro. La narración es ágil, y en esta nueva novela volvemos a ver que Rafael Balanzá es uno de los autores españoles que (aparte de titular mejor, repasemos: Los asesinos lentos, La noche hambrienta, Recado de un muerto, y ahora Los dioses carnívoros, y no olvidemos su primer libro de cuentos: Crímenes triviales) más visuales resultan en su manera de escribir. Sus escenas de sueños o de momentos del día que parecen sueños son de las mejores páginas del libro y creo que sería muy interesante verlas en manos de un director de cine.
Veo dos temas centrales, por un lado la resignación, en la que parece sumergido Damián Ferrer como signo de los tiempos y por otro lado el rencor, el tema que se destaca desde la edición del libro. Si repasamos la que el propio autor definió como Trilogía antiejemplar, vemos que el rencor larvado durante años (en períodos de tiempo anormalmente largos pero que sabemos realistas) y las venganzas son constantes en su narrativa. Como lo es una cierta desesperanza y una escasa fe en el género humano. Como lo es la ironía de sus narradores. Se dice que hay dos clases de autores, los que siempre vuelven a los mismos temas y obsesiones y los que cambian de registro en cada nuevo libro. Casi todos los buenos (los que yo considero buenos, claro, los que yo leo con devoción) son de los que vuelven y revuelven a sus intereses recurrentes.
Veo una prosa más contenida y menos exhibición de técnica que en otras novelas del autor, que reserva esos recursos especialmente para las inclusiones de textos que el antagonista (por llamarlo de alguna manera sin dar muchas pistas) realiza en la trama. La editorial habla de tres novelas en una, y aunque las editoriales no suelen ser demasiado fiables a la hora de describir sus libros, creo que aquí aciertan, y como nos dicen, tenemos una novela de vida realista, con elementos amorosos, una novela de extrañamiento, en la línea kafkiana, y por último lo que se define como una enciclopedia del rencor, que va escribiendo ese otro personaje vengativo. Como lector me he quedado con ganas de leer más páginas de esa enciclopedia del rencor. Esperemos reencontrarla (o variantes) en futuros libros.
Cuando hablé en este blog de Recado de un muerto (http://cuentospendientessre.blogspot.com.es/2015/08/recado-de-un-muerto-de-rafael-balanza.html= ), ya decía que era cómodo etiquetar los libros de Balanzá como thriller psicológico. Me temo que se seguirá por ahí con esta nueva novela. Hay una historia de misterio y hay una indagación psicológica en los personajes (lanzo una pregunta a los etiquetadores, ¿cuál sería el thriller no – psicológico, los malos de las novelas de misterio siempre tienen sus razones y motivos, independientemente de que nos parezcan a los demás suficientes y razonables) pero se va un poco más allá. Esencialmente estamos hablando de literatura, sin más etiquetas. Cercana a la tradición existencialista, como ya comentaba. Vuelvo a llevar la etiqueta más hacia la filosofía que hacia la psicología. Hay lecturas por debajo de la trama que nos llevan a las grandes preguntas de la humanidad, que no pretenden resolverse, simplemente nos recuerdan que están ahí, a nuestro lado, y que los personajes como Damián Ferrer y las personas como los lectores lo más que podemos hacer es amoldarnos lo mejor posible. Enriquecer nuestros días leyendo buenos libros, por ejemplo.
Nada es serio en la vida mortal, todo es de juguete. ¿Dónde lo había leído? Miró de nuevo los dos trenecitos eléctricos. Uno de pasajeros, de alta velocidad, y otro de mercancías. Se preguntó si sería así, vista desde fuera. La realidad. Lo que llamaban la realidad. Si estarían dando vueltas en algún circuito cerrado, observados por ojos curiosos, ojos malignos o benévolos. Si habría algo más. ¿Por qué no ir al final directamente? La batería se agota o alguien corta la corriente. El tren se detiene. ¿Y luego? ¿Y luego? ¿Qué pasa entonces con los pasajeros? ¿Son ellos también de juguete? Sus sentimientos, sus recuerdos, sus angustias, ¿son de juguete?
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