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'Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet', una obra de Elizabeth Jane Howard

Por Ricardo Martínez Conde.

En estos tiempos tan peculiares, donde abundan las publicaciones pero escasean los textos perdurables, es una suerte toparse con libros como éste, donde el viejo oficio literario permanece vivo porque el canon ha sido respetado, donde lo humano está presente en cada línea como una invitación a la eterna reflexión acerca de nuestros destinos y nuestra identidad; donde, en fin, el decir literario apoyado en rico lenguaje, en inteligencia descriptiva y en un exquisito y anglosajón sentido del humor nos pone delante la historia de una saga familiar que, por lo exquisitamente formal de la trama, no importa la fecha en que los personajes se mueven, sino la vigencia de las pasiones, de las dudas y la oscura traza de las intenciones se van sucediendo como un fresco histórico que pudiera ser perfectamente actual cambiando aquellos aspectos hacia la contingencia presente.

Como lector me ha parecido advertir, por lo tanto como ejemplos a destacar, tres pasajes que por sí validan la narración como ejercicio literario. Por ejemplo, en la p. 48, este pasaje donde lo material es suscitado como necesidad y realidad de un modo distinguido, acotando al tiempo la importancia de las vicisitudes: “Llevaba ahorradas 23 libras, 14 chelines y 6 peniques, pero, como las cosas costaban cientos de libras, para reunir el dinero suficiente iba a tener que salvarle la vida a alguien, pintar un cuadro asombroso o encontrar, en verano, un tesoro enterrado. O, si no, la construiría. En el jardín estaría la tumba de Pompeyo. Acababa de entrar en Bedford Gardens y estaba a punto de llegar a casa. Se enjugó los ojos con un trocito de periódico: olía a pescado con patatas fritas y se lamentó de haberlo hecho”

Cuando se trata de resaltar un rasgo de carácter escribe: “El sábado por la mañana, la Duquesita se despertó, como de costumbre, cuando el sol tempranero empezó a filtrarse a través de las cortinas de muselina blanca, trazando una franja ancha sobre la estrecha y dura camita blanca. Nada más despertarse, se levantó: holgazanear en la cama era un hábito moderno (blando) que se le antojaba deplorable, de la misma manera que el té de primer hora le parecía innecesario, incluso decadente” Por fin, si se trata de definir un estado de laxitud emocional como propio de una realidad impuesta por las circunstancias, escribe: “Después de dedicar media mañana a organizar la casa, Villy se encontró mano sobre mano…, no exactamente sin nada que hacer, pero sí sin nada que tuviese demasiada importancia. Como mi vida, pensó. Se dejaba llevar por la autocompasión como un borracho que bebe de tapadillo, no podía prescindir de ella y se aferraba a la creencia de que, siempre y cuando la circunscribiese a los momentos en que estaba sola, nadie se enteraría jamás”

Se ha comparado este libro con “Una danza para la música del tiempo”, de Powell. Tal vez, si bien yo creo que allí la narración era deliberadamente más sobria, más contenida, más interiorizada. Aquí, en cambio, advertimos un narrar descriptivo y analítico, más acaso un narrar menos subjetivo, más abierto, sustentado, eso sí,  por un lenguaje y un ritmo que hacen de la vieja literatura narrativa la eterna compañía que nunca, nunca, nos defrauda como signo de solidaridad en la también eterna soledad.

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