'Isbrük', de David Vicente
Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca
Isbrük
David Vicente
Pre-textos
Valencia, 2017
143 páginas
La pregunta sigue sin ser respondida, ni en ensayo ni en ficción: ¿Cuál es el origen de la soledad? Las hipótesis son tantas como almas, incluso las hipótesis propias, cuando uno la padece, se multiplican con el mismo horror con el que se multiplicarían las imágenes en unos espejos enfrentados. Pero como en los espejos, lo que observamos es un reflejo. La consistencia de la realidad no es la que aparece en el azogue. La consistencia de la realidad, que David Vicente lleva al extremo para dar a conocer su proyecto sin concesiones, es la de la vida en la costa donde habitan pescadores de mar abierto. La soledad del pescador, pero por encima de ella la soledad de la mujer que aguarda sin la dicha de Penélope, sin aduladores y sin la creatividad suficiente como para inventarse un tapiz que tejer y destejer. En este caso, cuando la pareja se traslada a la figurada población de Isbrük, de condiciones climáticas espantosas, ya son lo bastante mayores como para poder reinventarse. Él encontrará allí su música, aunque sea la de los tifones y la respiración por las branquias. Ella, infértil, no ve otra forma de vida que no sea la soledad. Tan solo los tomates que deja secar, a imitación de su madre, mata alguno de sus minutos. La metáfora es contundente: para comer un producto con mucha agua, hay que dejarlo secar. Si a eso debe uno atenerse para sobrevivir en Isbrük, nada es más duro que la realidad.
De ahí que la voz de ella, que ocupa la mayor parte de la novela, sea de aliento corto y dislocada. Sobre una idea, fluye el pensamiento de forma centrípeta. Sabe que los suicidios son casi norma en Isbrük, un lugar del que ha huido la gente, pero que a ellos, por una razón que se nos escapa, como se nos escapan las razones de los personajes de Kafka, les debería servir de refugio. Pese a que ello signifique despedirse de su única hija, que decide quedarse estudiando en la ciudad.
Ella piensa en él como un hombre pez, y considera que ha mutado. Un don que ella no posee. Él, de hecho, desaparece la mayor parte de los días, y la hija finge no tener padre. Como una ráfaga lírica, aparece otro hombre con quien mantiene una relación de segundos. Y él fallece en el mar, mientras que ella es la que queda enterrada en vida. A partir de aquí, David Vicente nos permite apuntar a conjeturas, no a certezas, con párrafos del cuaderno de notas de Andreas, el pescador, el marido. Nos descubre qué tipo de sensibilidad le caracteriza y si existe o no un impulso autodestructivo. Nos habla sobre la posibilidad de enamorarse por piedad, en casos extremos. Y de la fe en el amor para curar cualquier cosa. Pero no es cierto que el amor pueda más que otros sentimientos. La brutalidad se impone, como se impone el miedo.
Una novela breve debería ser una novela redonda. Sin embargo, Isbrük es fragmentada. Pero circular. Los fantasmas terminarán por regresar a su origen.