Todo es aquí, siempre es ahora.
Nos hemos convertido en una sociedad tan audiovisual que vivimos a través de una pantalla y hemos convertido lo que en ella aparece en nuestro marco de realidad. El poder de la imagen proyectada es tal que a veces, llenos de una ingenuidad que limita peligrosamente con la simpleza, solemos decir para enfatizar una sorpresa aquello de que la realidad siempre supera la ficción. Como si nos asombrara que el desarrollo de la vida pudiera llegar a ser más creativo que los guiones de las películas y series de televisión que rellenan nuestro tiempo, nuestra mente y nuestras conversaciones.
Sin embargo, mucho más a menudo aún, hacemos exactamente lo contrario: referirnos a la ficción para reforzar la veracidad de algo que nos sorprende, nos abruma o nos desborda. “Es de película” decimos ante el impacto de un incendio descontrolado, ante un desastre natural, ante un atentado que destaca por su magnitud o por su sofisticación; también ante una casualidad remota, ante las genialidades y descubrimientos; ante las tramas sofisticadas de corrupción, ante sangrientos crímenes pasionales y ante las luchas de poder de líderes que ponen a la sociedad al servicio de su ego.
“Es de película”. Así decimos alegremente. Sin darnos cuenta de que en esas tres palabras se encierra una tremenda paradoja: la de evocar la ficción para poder creernos la realidad.
Y quizá lo hacemos porque antes de vivir o experimentar cualquier cosa, ya lo hemos visto todo en una pantalla. Grande o pequeña. Ocupando toda la pared del salón o acompañándonos siempre (dentro y fuera de casa) delante de los ojos.
Poco importa y poco puede hacer ya la grandiosidad de un paisaje, el poder de una conversación, la historia escondida entre las piedras de un monumento o los misterios de una obra de arte frente a lo que pueda emitir una pantalla portátil de seis pulgadas. Sea lo que sea.
Basta con observar el uso cotidiano y compulsivo de la fotografía, las redes sociales, el fenómeno de las selfies y, especialmente, la explosiva y nociva combinación de las tres. Basta también con ver los ejércitos de personas que caminan, viajan, simulan escuchar o fingen trabajar mientras permanecen hipnotizados por sus pantallas.
De hecho, es tal la fascinación por el soporte tecnológico en sí que incluso el contenido ha pasado a un segundo plano. Basta estar en contacto físico con el aparato que nos hace sentirnos poderosos y omnipresentes. Con ese sistema operativo y táctil que rompe, a base de clics, a base de deslizar el dedo por un universo infinito de pantallas, los límites del tiempo y del espacio. Y consigue que todo esté aquí y siempre sea ahora en la palma de mi mano.
Fernando Travesí
Bajar a la calle, sobre todo de noche, y ver como todo el mundo anda con la cabeza gacha y la cara mortecinamente iluminada por las pantallas, es entrar en una distopia. Todo pasa, y espero que esto pase también, y los homo sapiens vuelvan a caminar con la cabeza erguida.
Tan precioso como aterrador!! Gran artículo!! un saludo