Parálisis, ventanas y el peso de la vida
Por Almudena Ballester.
Título: Kanada.
Autor: Juan Gómez Bárcena,
Acercarse (de nuevo) a una de las heridas abiertas de Europa, el genocidio nazi de la de la población judía, y tratar de hacerlo desde una perspectiva novedosa es, cuanto menos, valiente. Juan Gómez Bárcena nos deja claro desde el principio que va a arriesgar con todas las consecuencias, utilizando para ello la segunda persona y cuajando la narración de palabras molestas que pertenecen al campo semántico del vacío. Kanada no trata de rendir cuentas con la historia, ni siquiera trata de extraer una moral. Kanada es una novela testigo, contada con una voz personalísima y perturbadora.
El centro de gravedad de Kanada es una ventana en una casa en ruinas, en un país en ruinas, habitado por personajes en ruinas, sobrevivientes en la Hungría de la posguerra. Y lo que hace Juan Gómez Bárcena no es ni más ni menos que empujarnos constantemente a que nos asomemos, desde la conciencia atormentada del protagonista, a una realidad y a unos recuerdos espantosos, de esos que nadie quiere reconocer que tienen cuerpos y datos y fechas concretas y peso específico. Es precisamente la enumeración de estos datos — siempre disponibles en la mente trastornada del protagonista y citados como una suerte de listín aséptico de los horrores— uno de los puntos clave del libro, estructural y argumentalmente. Datos fríos pero nada ambiguos, analizados por la mente de un profesor, un hombre de ciencia, relegado a cautivo, a espíritu que late y se deja morir. Un fragmento crucial en Kanada es precisamente el que comienza con «El baño tiene doscientas ochenta losetas, nueve de ellas rajadas» y va desgranando los pesos, (el carbón, el pelo, los niños apilados…) hasta llegar a «la vida de todos los habitantes de la ciudad está muy lejos de igualar el peso de un único tanque (…) Toda la humanidad puede ser soportada en el chasis de una división acorazada».
Más adelante, el autor retoma este mismo concepto: «Tratas de calcular cuántos dientes, cuántas alianzas, cuántas monedas son necesarias para igualar el peso de ese tanque; cuántos cuerpos necesitas moler para amasar un único kilo de oro», volviendo a dejar claro que la destrucción ha sido total, el internamiento en el campo ha arrasado con cualquier esperanza. Lo que nos queda es simplemente asomarnos a los datos y, con suerte, estremecernos.
Pilar argumental del libro es el tema de la parálisis. La parálisis física, con ese protagonista que permanece quieto en una sola de las habitaciones, sin poder salir, a lo “ángel exterminador”, de efecto irritante y al tiempo inevitable; y la parálisis mental, encarnada en el propio ex-presidiario, que nunca ha dejado de ver pasar horrores por su lado, rozándole la piel, martilleándole los oídos, gritándole desde su memoria y que solo ha provocado que él se limite primero a obedecer órdenes y después a contar libros, calibrar sonidos y enumerar pesos. A esperar, absurdamente, que algo cambie. «Cuando todo esté en orden, saldrás a la calle. Eso te repites». El contraste entre los pensamientos acelerados, incómodos por su actividad, y la parálisis del cuerpo que solo sabe mirar por la ventana. Aceptando la invasión. Del país, de su propia casa. La parálisis que escuda al protagonista también, pero que no le evita esta especie de introspección torturante en la que queda atrapado.
Y la inocencia y la culpa, tan ligadas. Los vecinos delatores, su expiación inútil. Los soldados que obedecen órdenes, las masas que cuelgan de un árbol al enemigo y los prisioneros que se ven obligados a clasificar restos humanos y pesar mínimas partes valiosas de toda la escoria. Es de agradecer que el autor no cargue el peso en el horror sino en la conciencia del mismo. Lo más bárbaro e intolerable queda reducido a un par de páginas; eso sí, pintadas con todas las pinceladas necesarias (pilas de despojos humanos; un bebé que muere luchando en una maleta; prisioneros que se acumulan en pirámides para morir), duras pero precisas, imágenes potentes y depuradas que tienen voluntad de espantar, por supuesto, pero que están introducidas en la medida justa: para qué más.
La novela, con todo, deja un resquicio de luz, apenas mencionado, una mínima tregua a la tortura del protagonista, que se materializa en el cuerpo de una mujer tomando un baño. Imagen real, con su olor, su sonido y su color, su tacto imaginado, de nuevo los datos físicos, sopesados por la mente del protagonista, probablemente los únicos que podrían sacarle de su parálisis y salvarlo. «Porque tú no la mirabas (…) Y ahora sí, ahora la miras, ahora la ves como la mujer en la que se ha convertido, y te parece ver incluso el hombre en que te has convertido tú»
Es remarcable, por último, el capítulo final, narrado a modo de cámara en secuencia temporal inversa, plausible como imagen rodada en cine: un travelling significativo y aterrador. Y de nuevo y por fin, cerrando la novela, la ventana, esa misma desde la que se atisbó todo lo que estaba por ocurrir.