Las distancias en el mundo que habitamos hoy ya nunca serán infranqueables. Pero las utopías, esos países exóticos y moralmente superiores que han iluminado nuestra literatura, aún parecieran no solamente lejanas, sino más bien imposibles. A diferencia de otras utopías literarias como la de Thomas Moore de 1516 o la creada en New Atlantis (1627) de Francis Bacon, las imaginadas por Daniel Defoe son capaces de cuestionar dichas suposiciones, pues fueron llevadas de vuelta a casa.

La primera y más importante utopía creada por Defoe es la isla que Robinson Crusoe habitó en el libro que para algunos es la primera novela en la historia de la literatura, escrito en 1719. Esta isla remota y aparentemente abandonada, es ciertamente el lugar perfecto para encontrarse frente a frente con las más hondas pasiones humanas, con la soledad y con la sabiduría que sólo puede dar el trabajo arduo.

En una secuela mucho menos exitosa y conocida, Las serias reflexiones de Robinson Crusoe (1720), el náufrago, de vuelta en Londres, encuentra ese mismo estoicismo inmerso en las calles de la ciudad y rodeado de gente, encuentra la belleza de la soledad en medio de la bolsa de valores de la capital inglesa. No todo está perdido: el gran aventurero es capaz de lograr un retiro hacia su interior, una visita a sí mismo, a pesar de las distracciones propias del mundo real.

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Defoe creó una segunda utopía que pudo sobrevivir. En su novela Captain Singleton (1720), el pirata protagonista hace lo mismo que Crusoe: después de sus largas aventuras en el mar, lleva el sueño de vuelta a casa. Pero la de Singleton no es para nada interior, se trata de una utopía comunitaria. Nociones como la igualdad, la propiedad comunal, el respeto interracial y las reparticiones equitativas de la riqueza, propias de la singular cultura pirata, son conservadas muy dentro del corsario y celebradas, aún cuando está de vuelta en casa.

La idea de traer la utopía a la realidad es profundamente reconfortante aún hoy, y la capacidad de relocalizar estos mágicos lugares, de reescalarlos con proporciones más reales y manejables no sólo celebran la poesía de estos espacios que no existen (pero deberían), sino que se convierten en fértil territorio para la creación de la utopía que todos llevamos dentro: ese lugar prístino que nadie ha colonizado, con el que nadie ha comerciado o que no ha sido manchado de ninguna manera por la ambición y la miseria.