Un día en el atardecer del mundo
William Saroyan
Un día en el atardecer del mundo
TRADUCCIÓN DE STELLA MASTRANGELO
Acantilado Barcelona, 2017 224 páginas
Yep Muscat, afamado escritor armenio en horas bajas y endeudado, regresa a Nueva York para intentar vender sus obras y visitar a su ex mujer, una actriz segundona de Broadway, y a sus dos hijos. A lo largo de una ajetreada semana se reunirá con productores y agentes literarios que en su día confiaron en su talento y hoy recelan de él, regresará a los hoteles de su juventud, ahora en franca decadencia, y se reencontrará con un amigo de la adolescencia que ha hecho fortuna. Todo parece invitar a Muscat a refugiarse en su pasado, salvo la mágica compañía de sus hijos, Rosey y Van, que lo arraigan al presente. Por contraste con el escenario de la bulliciosa Nueva York de la década de 1950, la trama de las relaciones humanas, que Saroyan urde con maestría, emerge como el verdadero hogar de unos personajes que a pesar del desarraigo han logrado construir una singular familia. Escrito con una depurada prosa, Un día en el atardecer del mundo es una emotiva ficción autobiográfica que nos devuelve al mejor Saroyan.
Una mañana a fines de septiembre del año 1955 un hombre
bajó de un taxi frente a un hotel en Nueva York, pagó
al conductor y depositó tres bultos en la acera.
Un botones salió del hotel, miró al hombre y dijo:
—¿Yep Muscat?
—¿Qué tal?—dijo el hombre—. Me temo que he olvidado
tu nombre.
—Bert.
—Claro. ¿Crees que puedo conseguir una habitación?
—Hay algunas libres.
—Me gustaría una alta, con vistas a la calle Cincuenta
y seis.
—El que está en recepción es Val. Le dará lo mejor que
tenga.
—¿Val?
—Valencia, el amigo de Carlo. Ahora es subgerente.
—¿Y qué fue de Carlo?
—Hace tiempo que lo dejó. Este lugar ya no es el mismo.
Entre, yo le traigo las maletas.
Los escalones de la calle Cincuenta y seis eran los mismos,
las puertas de vaivén eran las mismas, la recepción
era la misma, el mostrador aún era el mismo, y detrás del
mostrador Valencia era casi el mismo. Por lo menos continuaba
sonriendo, con su rostro limpio y alargado, su pelo
negro, sus ojos brillantes y risueños.
—Bienvenido a casa, Yep.
—¿Qué tal, Val? Quisiera una habitación en un piso alto,
mirando a la calle Cincuenta y seis.
—Ésas son dobles. Por mes salen a unos ocho dólares
diarios. ¿Se va a quedar un mes?
—Quizá. ¿Qué tal están?
Valencia sacó una llave de una caja.
—Suba y eche un vistazo. Si le gustan llámeme por telé-
fono y haré que Bert le traiga el equipaje.
—Bien.
Tomó la llave y fue hacia los dos ascensores que se hallaban
justo enfrente del mostrador. Los dos estaban en uso,
pero un momento después uno llegó al vestíbulo. Dos ancianas
que no se conocían, ambas muy maquilladas, salieron del
ascensor lentamente, seguidas por un niño gordo que corrió
al mostrador. La ascensorista era una mujer pequeña y fornida
que vestía un uniforme de un verde apagado. El hombre
entró y dijo su piso, pero la mujer esperó a ver si llegaba
alguien más.
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