'Agua salada', de Charles Simmons

Por Ricardo Martínez Llorca
@rimllorca

Agua salada

Charles Simmons

Traducción de Regina López Muñoz
Errata Naturae
Madrid, 2017
165 páginas
 

Uno tiene la impresión, durante las primeras páginas del libro y si se olvida de la primera frase, en la que ya anuncia el fallecimiento del padre, de que este libro tiene un hermano mellizo en la literatura española: Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta. Solo con ese comentario bastaría para calificar a Agua salada de un libro que roza la perfección lírica: escribe con la ternura no en carne viva, sino en los huesos, y es capaz de encontrar belleza en la depuración del estilo. Lo sencillo viene a ser sinónimo de lo poético. Al igual que en la obra maestra de Ayesta, aquí comenzamos asistiendo a una memoria del periodo de transición clave en cualquier vida. La adolescencia puede ser una tortura o un romance. Charles Simmons (1924) elige el romance sin olvidarse de que hay una cara oscura también en la luna de agosto. Nos ubica en un tiempo feliz, junto a un mar que recuerda a Sorolla. Su padre sigue siendo un ideal, el Hércules que se adora en la infancia, aunque la transición del platonismo a lo que viene después, que no desvelamos, es el tema que define uno de esos libros que hasta quien no aprecia la lectura lo terminaría de una sentada.

El verano perfecto de un adolescente consiste en vivir con lo puesto, un bañador y un bocadillo, día a día. Y, como cabe suponer, con un gran amigo y un amor. Hay hedonismo a la par que un placer algo impresionista: las pinceladas justas, sin alardes, para escribir poesía. El aprendizaje a que se ve sometido, porque algo de sumisión existe dado que está pagando un precio por él, versa sobre las ideas platónicas: la valentía y venus. Las dos formas básicas que nos emocionan con pura atracción en el caso de los hombres. Porque lo importante son las emociones. O al menos eso es lo que va siendo, dado que a medida que se avanza en el libro, la trama de amores descarriados, platónicos y enredos reales va ganando peso, hasta anunciar el desenlace que, ya sabemos, es la muerte del padre, ahogado. Lo que nos falta por conocer es cómo sucede y si existe algún responsable. Porque el narrador que comienza hablándonos con un lirismo que no abandona, va añadiendo un sentido de culpa. Tal vez, se cuestiona, sus impulsos no le vayan empujando a actuar de la mejor manera.

Pero en esa parte debemos detenernos para no desvelar el final. En cualquier caso, el amor es algo que ninguno de los personajes sabe en qué consiste, pese a habérselo cuestionado con frecuencia. El amor sucede. Y en un pequeño cabo que irrumpe en el Atlántico, casi una isla con cuatro casas, unidas a una ciudad por una cinta de asfalto que sobrevuela el agua, el mar también funciona como metáfora. El mar, al menos el mar que conoce el hombre, tiene una frontera, que es la orilla. El mar es el agua, pero también la costa. En la novela, pasar del agua a la costa es pasar de la existencia a la vida, aunque uno comienza por tener la impresión de que el crecimiento tiene esa dirección, cambia de parecer a medida que se sumerge en la novela. Porque tal vez sea en la costa donde está la mera necesidad animal de seguir comiendo y reproduciéndose, mientras que en el mar está la vida.

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