Alquimia perfecta
Dicen que la nostalgia invadía los barcos cuando, en puertos lejanos, los marineros recibían cartas de sus familiares. Entonces, cuando las posibilidades de comunicación no eran lo que hoy son y cuando para contactar con un viajero que cruzaba el mundo no había más opción que enviar una carta de papel a un punto intermedio del camino. Calculando y deseando que ni la carta se retrasase ni el barco se adelantara y el marinero pudiera terminar leyendo las noticias de la familia escritas semanas, quizá meses antes.
Dicen que los puertos se llenaban de silencio cuando las familias se abrazaban con fuerza para despedirse antes de zarpar y se deseaban mutuamente suerte: unos para el viaje, otros para la espera. Y que entre los suspiros, las lágrimas y el desgarro que siempre tiene toda despedida se daban ánimos mientras fingían creerse esa mentira tantas veces repetida de que el tiempo pasa rápido. Gran falacia universal. Pues el tiempo sólo vuela cuando ya ha pasado. Pero es lento y espeso cuando aún está por transcurrir.
Cuentan que de los que esperaban el regreso y de los que soñaban por regresar, nació el fado. Cantando a la nostalgia, a la cotidianidad marcada por la ausencia. Narrando la vida, sus historias y todas sus relaciones tormentosas. Recorriendo con sus poemas y su música los puertos y sus arrabales, las calles y los pasillos de cada hogar de Lisboa y los rincones de tabernas y restaurantes. Susurrado en momentos de intimidad y protagónico en cada fiesta o celebración popular para después, poco a poco, alcanzar todo tipo de escenarios y salones de concierto.
Al igual que el tango, pero meciéndose a ritmos diferentes, el fado suena con la fortísima personalidad de las ciudades que amanecen cada día ante un mar frio e inabarcable que es fuente de alegría y perdición. Que les trae, a la vez, la vida y la muerte. Por entre las sirenas de los barcos que anuncian llegadas o lloran despedidas, ambos han creado también instrumentos y voces identitarias que se escuchan hoy como un emblema nacional reconocible en todo el mundo.
Apoyándose en cuartetos y en una alquimia perfecta con la música nostálgica de la guitarra portuguesa el fado remueve y rasga el alma del que lo canta y de quien lo escucha. Pues no hay quien no haya dicho o escuchado un adiós alguna vez, quien no haya vivido extrañando o esperando a alguien; o quien no se haya hipnotizado consigo mismo y sus recuerdos mirando como sólo se mira al mar en soledad.
Fernando Travesí